La situación de los habitantes de pequeños pueblos con riesgo de desaparición representa, ante todo, una injusticia. Creo que lo conozco lo suficientemente bien para poder hablar de ello. Cuando no hay escuela por insuficiencia de alumnos y los pequeños del pueblo (si queda ninguna) debe ir a un pueblo vecino donde han concentrado a todos los alumnos de varios municipios, sin oferta de actividades extraescolares y que cuando toque ir al instituto, quizás pierdan dos horas y media de autocar por carreteras endemoniadas… es una clara desigualdad con los que viven en la ciudad. Y si no hay farmacia, médico sólo alguna hora a la semana, sin ninguna tienda, el pan lo llevan de vez en cuando, no hay dónde tomar un café o tomar una cerveza, la gasolinera más cercana está lejos, sin cajeros para sacar dinero, cada vez la agricultura y la ganadería va siendo más marginal, cuesta encontrar trabajadores por nuevas iniciativas, patrimonio histórico y monumental que se pierde por falta de recursos, los creyentes se quedan sin misa por falta de cura e incluso, cuando mueres, deben hacerte el velatorio en un garaje por falta de una sala en condiciones… hay que reconocer que es muy diferente vivir en la España vaciada que en la llena.
Cualquier persona razonable debe ser partidaria de disminuir estas diferencias en lugar de aumentarlas cada vez más. Las soluciones más frecuentes suelen ser demasiado simplistas y adoptadas de lejos: tapar los baches de la carretera de acceso, que todo el mundo tenga wifi (como si esto fuera la solución para los abuelos de ochenta o más años), construir una pequeña piscina para que les hijos del pueblo que han emigrado a la gran ciudad puedan disfrutarlo durante sus quince días de vacaciones, poner carteles informativos nuevos en las entradas, etc.
Ninguno de estos cataplasmas va al tuétano de la problemática. Las soluciones no pueden ser otras que crear condiciones de trabajo y de vida dignas que hagan posible detener la sangría de gente joven que todavía queda e, incluso, conseguir la llegada de nuevos habitantes que busquen una oportunidad de vida alternativa a la de las grandes conurbaciones, cada vez más problemáticas. Que volver a vivir en los pueblos no suponga necesariamente la renuncia a tantas cosas que nos hacen la vida más fácil, reservado sólo a un número muy reducido de héroes.
La transición energética pudo ser una oportunidad para estos territorios vaciados, pero el despliegue de las energías eólicas y fotovoltaicas se está convirtiendo en un elemento más de explotación. Solo hay por todas partes y viento también, pero para hacer posible su aprovechamiento hace falta toda una serie de artefactos: placas fotovoltaicas, aerogeneradores (cada vez más potentes y más altos), subestaciones y líneas para evacuar la energía (seguimos con el viejo modelo basado (producir la energía en un punto y consumirla en otro). Todos estos elementos, para su implantación, necesitan suelo y dado que hoy por hoy producir electricidad es un negocio para grandes compañías, reducir costes es importante: es evidente que es mucho más barato el suelo en zonas de la España vaciada, con una agricultura marginal y con poco rendimientos económicos, que cerca de grandes ciudades en las que el terreno se va convirtiendo progresivamente en edificable, con grandes plusvalías. Por eso la gran proliferación de proyectos de renovables se concentra sobre todo en territorios de la llamada España vaciada.
Vemos un ejemplo: la provincia de Teruel tiene 14 809 km² y una población de 134 545 habitantes (INE, 2021), de los que un 25% viven la capital. Supone una densidad de población de 9,08 hab./km², una de las más bajas de España. Pues bien, en esta provincia están actualmente en tramitación un total de 336 parques eólicos y fotovoltaicos, con una potencia total de 19.000 megavatios. Esta cifra representa más de diez veces de la instalada hoy en día y casi veinte veces más del consumo de toda la provincia. Es decir, Terol será una exportadora limpia de energía por otras regiones de España. ¿Pero a qué coste?
Pues a un coste ambiental y paisajístico muy alto, ya que supone el sacrificio de territorios que difícilmente pueden resistir el alud de tantos proyectos renovables, bajo un modelo demasiado parecido a los de combustibles fósiles y, por tanto, equivocado. Por mucho que se diga que estos proyectos generan empleo, suele ser puntual y especializada en la fase de construcción; en consecuencia, ajenos al territorio. Y durante su fase de funcionamiento y mantenimiento, los puestos de trabajo suelen ser muy reducidos. Es decir, unas cifras alejadas de las expectativas que suelen dar los promotores.
Además, es necesario ocupar terrenos a unas compensaciones ridículas. Un caso real y reciente: una empresa de renovables (por tanto, “verde y sostenible”) ofrece al propietario de un terreno en Teruel, por la ocupación de 3.133 metros cuadrados durante 75 años, la cantidad total de 2.866,46 € (es decir, 28 euros al año!). Y seguramente si el propietario se resiste, acabará siendo expropiado por utilidad pública e interés social cuando detrás de todo está el negocio de una empresa privada.
Personalmente, lo tengo muy claro: la transición energética hecha como se está haciendo, supone una explotación y una injusticia más de la España vaciada, que deberá generar muchísima más energía de la que necesita a un alto coste ambiental y que no será ni a cambio de fijar la población en el territorio ni de compensar económicamente a todos los sacrificios. Veremos, por desgracia, muchos megavatios renovables instalados a la vez que continuará la despoblación de una parte del país. Vacío y explotado.


