Por cosas de la vida llevo unas semanas sintiéndome como si la función de mi retorno a Barcelona tras las vacaciones fuera el de ver si las calles siguen en su sitio. Esto se conjuga con una incesante actividad, donde las Barcelonas son omnipresentes mediante el paseo, mi método prioritario de locomoción, causa de muchas alegrías y escasas decepciones.
En estas caminatas aparece, no siempre, otro factor. Tras publicar la entrega de cada jueves suelo sentirme insatisfecho con las fotografías, no por su calidad, sino por la inmensidad de mi archivo y mi pereza a la hora de ordenarlo. Ello conlleva volver al lugar del crimen y sacar instantáneas de mi gusto.

El jueves pasado lo hice con el carrer de la Muntanya, asimismo permitiéndome observar el progreso de sus reformas, con una sensación crítica, como suele ser normal, si bien esa tarde mi acidez se elevó hasta unos altares imprevistos al apreciar los ya clásicos colorines multiformes de la súper illa, por ahora sólo presentes en la parte baja de esta vía.
Mi horror parte de una base muy simple. Los ciudadanos de Barcelona no necesitan tanta referencia cromática para comprender cómo ha mutado la cotidianidad de un lugar. Durante la pandemia la cosa no estuvo mal, sobre todo al acuciar inmediatez. Una vez terminada la pesadilla me parecería genial ver cómo el Ayuntamiento, muy diligente en las obras previas a las elecciones, deja de tratar a los habitantes de la capital catalana como si fueran niños de escaso coeficiente intelectual.
Tanta estética sostenible podría subsanarse con meras indicaciones y determinados elementos de mobiliario urbano, algunos resultones, como acaece en la súper illa pionera del 22@, simples y por ello mismo efectivos, sin la necesidad de marcar todo tantísimo, motivo de escarnio para los gobernantes y deleite de burla para todos los transeúntes, por suerte alfabetizados.

Desde la parte alta del carrer Muntanya me recreo en el skyline, cerrado con la casa Fullerachs de Masdéu Puigdemasa, siempre risueño por marearme con su hiperactividad constructiva durante los últimos dos decenios de su trayectoria, sin olvidar su pasión por perseguirme en mis itinerarios, pues es difícil no localizar en ellos fincas proyectadas por este maestro de obra.
La Fullerachs viene precedida por la Aragall Tuset, a la que sigue en esta procesión de verticalidades la Casa Joaquim Uriach i Uriach, en la esquina con Ripollés. Data de 1910, año donde Muntanya tiene relativo protagonismo en esa prensa de minucias rutinarias, una belleza al contar el periódico el día a día desde lo mínimo, en este caso nutriéndonos del estado del enclave, destacado por robos surrealistas, incendios inexplicables en sastrerías, futuras promesas de empedrado, callejones adyacentes llenos de porquería y el constante nerviosismo del sereno por el asalto a corrales, siempre y sin falta a altas horas de la noche.
La casa Uriach se halla en medio de dos unidades geométricas más bien horizontales, nada sorprendente si se conoce la Historia fabril del Camp de l’Arpa. Los Uriach se establecieron a finales del siglo XIX en una pequeña droguería del Born, para a continuación dar el salto a la Barceloneta, donde tenían su laboratorio de preparados para su farmacia, sita en el 49 del carrer Bruc.

Más tarde se trasladaron al Camp de l’Arpa. Joaquim Uriach, fallecido en 1953, confió en Joan Bruguera Roget para alzar sus nuevos almacenes de material, impresionantes a la vista pese a tener el aire de tantos otros ingenios repartidos por la ciudad condal, como, para hacernos una idea, los Serra i Balet del carrer Ortigosa, firmados por Josep Graner.
Uriach nunca se cerró en banda, más bien lo contrario. Fruto de ello la empresa tomó impulso durante décadas, hasta el presente, donde se ha reconvertido a los productos de autoconsumo para el bienestar personal. Antes, en los cincuenta, hicieron saltar la banca con la celebérrima Biodramina, de recuerdo ambiguo para todos aquellos poco tolerantes con los vaivenes de la carretera, si se quiere similares a la coronación del inmueble de Muntanya, su esencial seña de identidad ante la sobriedad de sus fachadas, nada del otro mundo pese a todo el bagaje acumulado por tan ilustre saga en su sector.

En 1959 iniciaron la construcción de su sede central en Degà Bahí, rubricada por Manuel Ribas Piera. Al cabo de medio siglo llegó la siguiente transformación del entorno, cuando la manzana de Degà Bahí, Ripollés, Nació y Muntanya se revitalizó en todos los sentidos a través de la erección de edificios de viviendas para jóvenes, acompañados de oficina, donde otrora funcionaron los Laboratorios Uriach. La iniciativa, rubricada por Eduard Gascón, fue finalista del Premio FAD. El espacio tiene equipamientos municipales y hasta una plaza, en honor a la escritora Carme Monturiol, dentro de la tendencia contemporánea de feminizar el nomenclátor para equilibrar la apabullante diferencia a favor del género masculino.

Joan Bruguera Roget dejó huella, de esas anónimas, aunque detectables si prestas un poco de atención, como acaece en la avinguda República Argentina con una trilogía encargada por el fabricante Miquel Sans Grau, quizá su contribución más impactante. En ese sentido nada le envidia la mole de las sederías Fábregas en torrent d’en Vidalet, remarcada por los gracienses por imponente, no como sus villitas del carrer de Campoamor o la serenidad de la escuela Verdaguer del carrer Lleida.
Cada una de sus aportaciones es reconocible al instante en zona donde se ubica, eso sí, sin referencia alguna a su autor, tal como ocurre en la manzana Uriach, con sus hacedores, quedándose el bloque protagonista de nuestras páginas de hoy como un símbolo tanto de configuración del perímetro como de la inauguración de cierto porvenir, en consonancia con la adopción de una paulatina modernidad al ingresar en las redes de Barcelona y sufrir un boom edilicio, clave para abandonar su antaño rural sin renunciar a una personalidad única, ocupada en todos esos muros por la magnífica modestia de la clase trabajadora.


