En cuanto a la salud mental de los profesionales de la salud en concreto, como ya teníamos constancia en la Fundación Galatea, su percepción de mala salud mental ya era superior a la de la población general antes de que estallara la pandemia de COVID-19. Esto era así en todas las profesiones sanitarias y ha empeorado durante y después de la pandemia por razones obvias.
Pero esta realidad, que los médicos y médicas u otros profesionales de la salud pudieran tener problemas mentales o emocionales, no ha sido nunca una percepción generalizada por parte de la sociedad. Ellos y ellas, que tienen tantos conocimientos sobre la salud y la enfermedad, que estando formados y preparados para cuidarnos y curarnos, no pueden enfermar y, menos todavía, tener un trastorno mental, una enfermedad mental o una adicción. Es como si no pudiéramos pensar eso, como si los necesitásemos siempre bien y a punto, como si los necesitásemos invulnerables. También es verdad, que, a menudo, también ellos se nos muestran con esta imagen de invulnerabilidad. En definitiva, dos piezas que nos encajaban muy bien hasta ahora.
Llegados a este punto, tenemos una obviedad delante: los profesionales de la salud son personas, enferman y también necesitan cuidarse cómo cualquiera otra. Además, tienen otras particularidades: son personas que han seguido procesos de formación muy largos y exigentes, con una vocación clara de ayuda a los demás, desde un gran compromiso y también una alta responsabilidad. Profesionales que están permanentemente actualizando sus conocimientos y que, desde hace muchos años, están trabajando en un sistema de salud tensionado formado por organizaciones complejas que pueden llevar a un importante determinante de malestar emocional y de estrés.
Con la pandemia, todo este escenario se ha hecho más denso y frondoso. Todo el mundo ha podido ver el impacto y la trascendencia de esta pandemia en los profesionales de la salud a lo largo de estos dos años y medio y, sin duda, la situación claramente ha empeorado. Los datos de que disponemos en la Fundación Galatea nos lo demuestran. Antes de la pandemia, entre 1998 y 2020, es decir, a lo largo de más de 20 años de actividad, se habían atendido en los diferentes programas a algo más de 5.000 profesionales con trastornos mentales severos y/o adicciones, mientras que, en tan solo dos años y medio de pandemia, más de 3.000 profesionales han hecho uso del servicio de teleapoyo emocional y más de 1.200 han sido tratados en la Clínica Galatea.
También hay que destacar el incremento de demandas de intervenciones en equipos y organizaciones sanitarias. Estas también han sido sometidas a cambios compulsivos que han dejado huella emocional entre sus miembros. Cambios de rol, cambios de puesto de trabajo sin tiempo para ser consensuados, que han supuesto importantes tensiones entre los mismos profesionales y entre estos y las direcciones y las gerencias. En muchos casos, las consecuencias están todavía pendientes de abordar o reparar.
Al parecer, la pandemia, si no se puede dar por acabada, sí que coge otra dimensión. En este punto, no solo no se puede dar por mejorada la situación emocional de los profesionales sanitarios, sino que, actualmente, mientras celebramos el Día Mundial de la Salud Mental, constatamos unos niveles de demanda de atención de estos profesionales superior al de hace seis meses. De aquí, que se precisa de un compromiso de todos los actores para tomar conciencia y, indudablemente, también medidas para abrir la esperanza y para apaciguar el escepticismo de los profesionales de la salud en estos momentos.
La salud de los profesionales de la salud es cosa de ellos mismos. También del propio sistema de salud. También de toda la ciudadanía.


