El paisaje es un elemento más de la biodiversidad de un ecosistema. Pero tiene un problema: es difícil poder asignarle un valor objetivo. En cambio, se puede realizar una analítica y se determina de forma objetiva si el agua o el suelo están contaminados; y se puede medir de forma también objetiva cuál es la diversidad de plantas o animales a base de identificar especies diferentes y contar cuántos ejemplares hay de cada una. Y el nivel preciso de contaminación acústica puede medirse con un sonómetro. En cambio, el paisaje tiene una fuerte componente subjetiva (lo que les gusta a unos puede desagradar a otros) y además no hay ningún aparato que pulsando un botón nos dé el valor del paisaje a una zona determinada.

Desde el origen de la Tierra (hace unos 4.500 millones de años), el paisaje se ha alterado continuamente. Los principales factores de transformación han sido naturales: fuerzas orogénicas que levantaban las grandes cadenas montañosas, tectónicas que separaban o juntaban grandes masas continentales, volcanes y terremotos, incendios provocados por rayos, la erosión debida por el viento y el agua, etc. Y finalmente apareció el hombre (ponemos que hace unos 300.000 años, una pequeña chispa temporal) que primero fue cazador y recolector, pero pronto se dio cuenta de que si cultivaba la tierra o criaba animales, era mucho más fácil acceder al alimento que era la principal, sino única preocupación al principio de los tiempos. Y en el momento en que el hombre decidió hacerse ganadero y agricultor, se convirtió también en un minúsculo transformador del paisaje.

Pensamos un poco cuál fue el proceso: el acceso más fácil al alimento aumentó la población que vivía junto a las tierras de cultivo, obtenida a copia de eliminar la vegetación natural. A su vez descubrieron el fuego que es otro elemento transformador para deforestar tierras. Empezaron a surgir pequeños poblados, después pueblos y finalmente ciudades con muchos miliares de habitantes, ciudades que necesitó potentes murallas de defensa. Además se construyeron caminos y vías de comunicación para poder mover mercancías y guerreros de un punto a otro. Aprendieron a aprovechar el viento para navegar y cada vez se ocuparon y transformaron tierras más lejanas.

Todo ello supuso una transformación del paisaje, de origen totalmente antropocéntrico, que se sumó a las fuerzas naturales. Con una gran diferencia: las fuerzas orogénicas o tectónicas son potentes pero muy lentas y requieren cientos de miliares de años para poder ver su efecto. En cambio, las transformaciones del paisaje provocadas por el hombre son intensas y se manifiestan en un corto espacio temporal (entre décadas y un siglo).

Otro elemento decisivo fue el acceso al uso masivo de los combustibles fósiles, no hace todavía dos siglos. La capacidad energética de la humanidad se multiplicó por mucho y el resultado es lo que conocemos: grandes conurbaciones (urbanas e industriales) que ocupan una parte significativa del territorio, todo tipo de infraestructuras lineares de comunicación, grandes espacios agrícolas, potentes instalaciones. ciones (puertos y aeropuertos), centros de producción de energía, canteras y minas a cielo abierto, cables que cruzan todo el territorio para llevar la energía de un punto a otro, etc. El territorio está con una continua transformación (compara imágenes actuales del delta del Llobregat y de hace 60 años) lenta e inexorable.

Ahora estamos frente a un nuevo reto de una transformación brutal del paisaje. En efecto, el despliegue de las energías renovables, necesarias para una transición energética que seguro que no es aplazable, requiere suelo para enquibir las placas fotovoltaicas o los aerogeneradores (modernos molinillos). Si viaja por España verá un paisaje nuevo relleno de aerogeneradores, que cada vez son más y más altos. Salen como setas, en el suelo y pronto en el mar.

Hay quien dice que debemos aceptar sin más esta nueva transformación, incluso insignes ecologistas que hace décadas se reconocieron como tercos defensores del medio. El argumento que utilizan es que el paisaje siempre se ha transformado y que no viene de ahí que peor es el cambio climático. Bien, la ley del Talión o la esclavitud siempre habían formado parte de la humanidad hasta que algunos dijeron lo suficiente. Por tanto, no es argumento válido. Ni tampoco la disyuntiva “o lo estropeamos todo o habrá emergencia climática”.

Pienso que debemos medir muy bien dónde situamos estas nuevas infraestructuras absolutamente necesarias, y no bastan criterios que respeten los espacios naturales o las especies protegidas. Hay que respetar también los espacios de alto valor paisajístico (como puede ser el caso del Empordà en nuestro país). El paisaje es un elemento de alto valor, aunque siempre ha ido retrocediendo. Quizás ha llegado la hora de detener esta pérdida, al menos en espacios muy sensibles.

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