El escritor Ray Bradbury (1920-2012) publicaba una de sus obras más populares en plena era McCarthy, en la primera mitad de la década de los años cincuenta. Una época que pasaría a la historia por las acciones del senador que realizaba acusaciones infundadas, denuncias, interrogatorios y listas negras contra personas sospechosas de ser comunistas en Estados Unidos… y también su propia lista negra de libros. Llegó a obligar al ejército a retirar algunos libros «corruptos» de las bibliotecas de las bases militares en el extranjero. Y fue el mismísimo presidente Eisenhower quien ordenó que se devolvieran los libros a los estantes… porque no los habían llegado a quemar.

Fahrenheit 451 (1953) fue una historia forjada y trabajada previamente en cinco cortos (alguno inédito), escritos con anterioridad y que formaron la base de la obra inmortalizada en la película homónima dirigida por François Truffaut en 1966. 451 son los grados en los que arde el papel en la escala Fahrenheit, y el título era pertinente en esta ocasión. La novela retrataba una sociedad totalitaria donde los bomberos se encargaban de quemar cualquier tipo de libro, se entiende que para que los lectores no pudieran desarrollar o compartir ideas disidentes contra la autoridad establecida.

Si bien Bradbury reconoció en el prólogo que a los nueves años de edad le impresionó descubrir que hubo hasta tres incendios en la antigua biblioteca de Alejandría (dos accidentales y uno intencionado, que la destruyó definitivamente), y que conocía el histórico episodio del 10 de mayo de 1933 cuando fueron quemados miles de libros en diferentes plazas de Berlín en una acción instigada por el gobierno nazi (esa escena la pudimos ver fugazmente en la película Indiana Jones y la última cruzada, Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), la realidad es que las hogueras que pudo ver en persona y, probablemente, con algunas de sus obras guionizadas ardiendo, no eran de libros… eran de cómics. Pero, hagamos un poco de historia para entender cómo se llegó a esta situación.

Diábolo Ediciones

Las historietas gráficas tuvieron un gran éxito en la prensa de principios del siglo XX en Estados Unidos, algunos títulos se consideran obras maestras de la historia del cómic, como el Little Nemo in Slumberland de Winsor McCay, publicado entre 1905 y 1927, y tantos otros, adaptando novelas, historias cortas de las revistas pulp, inspirándose o creando historias originales de todo tipo. Después de tres décadas de gran éxito creativo, las editoriales pensaron en publicar toda esa obra que solamente había aparecido en las páginas de los periódicos y que habían tenido una vida efímera (la del día de la semana en que se insertaba en las páginas del diario). Y encontraron el formato adecuado, el que conocemos popularmente desde entonces como comic-book, y que tiene un tamaño que se corresponde a la octava parte de una hoja de periódico de aquella época, por lo tanto, no haría falta cambiar las máquinas de las imprentas… y hasta hoy.

Esto sucedía a principios de los años treinta, pero la gran revolución aconteció en 1938 con la publicación del primer número de un personaje que había llegado del espacio y que tenía una fuerza superior a la de los terrestres. Superman batió todos los récords inimaginables vendiendo millones de ejemplares e impulsando una industria que inundó el mercado de superhéroes… y hasta hoy también. Poco después, en diciembre de 1940, aparecía el primer número del Capitán América, nada más y nada menos que dando un fuerte puñetazo en la cara a Hitler, en la portada del primer número. Es decir, los superhéroes fueron a la segunda guerra mundial años antes que el propio país.

Pero, esos jóvenes adolescentes lectores de cómics de finales de los años treinta crecieron, algunos se convirtieron en lectores incluso durante la guerra, y a finales de los años cuarenta buscaron historias más de adultos… y las encontraron. Las editoriales probaban continuamente con sus cabeceras buscando la gallina de los huevos de oro, copiándose entre ellas y experimentando todas a la vez, en una competencia feroz que potenciaba la creación de portadas más provocativas (en todos los sentidos), con historias más contundentes, con más acción. Entre otros, se popularizaron las historias inspiradas en crímenes reales (pues sí, el true crime no es algo nuevo, llegó a haber sesenta títulos sobre el tema a la vez en los quioscos).

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A finales de los años cuarenta se vendían unas 600 cabeceras diferentes de cómics en el mercado estadounidense, algunos con un millón de ejemplares por tirada y unas ventas totales que superaban los 70 millones de comic-book, aunque se considera que su impacto era cinco veces mayor debido al hecho de que cada obra la podían leer varias personas diferentes del círculo de amistades que compartían las compras de cada uno… hasta que el incremento de la delincuencia juvenil hizo saltar las alarmas en el país.

En 1948, un fiscal con ganas de protagonismo declara Detroit como «la primera ciudad libre de cómics», bueno, habría que añadir, de «cómics perniciosos», porque la ley que promulgó prohibía los cómics que mostrasen algún delito, o en donde participasen jóvenes o en que se realizasen actos violentos contra mujeres o niños en el relato. Por ejemplo, la primera adaptación al cómic de la historia del personaje del monstruo de Frankenstein creado en 1818 por Mary Shelley, tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos. El autor de dichos cómics, Dick Briefer, evolucionó de las primeras historias de terror del personaje inspirado en la novela original a unas viñetas de humor durante años que le convirtió en uno de los clásicos imprescindibles de la historia del cómic (inédito en nuestro país hasta que recientemente lo ha recuperado Diábolo Ediciones en su colección de la Biblioteca de Cómics de Terror de los años cincuenta).

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De hecho, todas las editoriales tuvieron que adaptarse a la nueva situación y comenzaron los primeros movimientos de autocensura. Y el congreso organizado por la «Asociación para el avance de la psicoterapia» acabó de dar la última puntilla al sector. El presidente del congreso y de la asociación, el psiquiatra de origen alemán, Fredric Wertham, afirmaba rotundamente que, de sus estudios con jóvenes marginados, llegaba a la conclusión que los comic-book eran claramente nocivos para las personas impresionables y «la mayoría de los jóvenes lo son»: «Creo que, comparado con la industria del cómic, Hitler era un principiante, ya es hora de que prohibamos los comic-book en los quioscos de prensa», aseveraba con rotundidad.

La popularidad del psiquiatra llegó a su máxima expresión con la publicación del fatídico libro La seducción del inocente (Seduction of the innocent, 1954), donde mostraba los resultados de sus estudios y le convirtió en alguien habitual en televisión, radio y prensa. Los científicos le creyeron (pasaron unos cuantos años hasta que se pusiera en duda los métodos utilizados en su estudio), pero, sobre todo, le creyeron los padres de familia que, asustados, dejaron de comprar cómics a sus hijos, o a prohibirles que lo hicieran. Y ahí es cuando se realizaron las hogueras de cómics cuando se organizaron caminatas para recoger ejemplares por las casas, llevarlas a la plaza del pueblo y quemar todos los cómics perniciosos recolectados… y fueron unas cuantas quemas de cómics (os animo a que busquéis las fotos en internet).

La expresión máxima de lo que se quería denunciar se puede ver perfectamente en la película Salvaje (The Wild One, 1953), protagonizada por Marlon Brando. La película se inspiraba libremente en hechos reales acontecidos en 1947, y el argumento era desalentador: «Dos bandas de motoristas rivales aterrorizan a un pequeño pueblo tras la detención de uno de sus líderes». Violencia gratuita de lo que parecen jóvenes apátridas con afán de buscar el conflicto de forma perenne. Pero aún habría una escena que dejaba mucho peor a los lectores de cómics, al fin y al cabo, los motoristas no leían nada en toda la película, bastante trabajo tenían destrozándolo todo a su paso. En la película Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956), considerada por el propio director como la mejor de su extensa carrera cinematográfica, nada más y nada menos que hablamos de Fritz Lang, se narra la historia de un asesino en serie de jóvenes mujeres en la gran manzana. Los sanguinarios crímenes tenían aterrorizada a la población y animó al propietario del periódico local a proponer un ascenso al primero que le llevase una primicia sobre el caso, lo que llevó a varios periodistas a investigar y competir entre ellos (medios de comunicación sin escrúpulos en la ficción, qué curioso). Cuando uno de los periodistas dice en la radio que casi con toda seguridad el asesino es «un joven que lee cómics», el asesino está escuchando el programa en su casa… leyendo un cómic, que lanza inmediatamente al suelo de forma airada.

No sabemos si el asesino de la película estaba leyendo un cómic de la editorial EC Comics pero, con toda seguridad, sus revistas estarían en las hogueras organizadas, en especial su mítica cabecera Cuentos de la cripta (Tales from the Crypt), publicada entre 1950 y 1955, con algunas historias guionizadas por el mismísimo Bradbury. De hecho, el talento concentrado de los diferentes autores que participaron en esta y otras cabeceras de la editorial se considera excepcional, por los nombres de los autores que trabajaron y la calidad de los dibujos e historias publicados… hasta que se vieron obligados a cerrar las revistas, readaptándose a los nuevos tiempos que reclamaban una autocensura impuesta si querían realmente seguir vendiendo. Algunos autores, incluso, abandonaron el sector; otros, simplemente, cambiaron de estilo.

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Afortunadamente, Diábolo Ediciones está recuperando los cómics más emblemáticos de la editorial EC Comics (de momento, terror y ciencia ficción), publicado en su formato original. Como curiosidad, vale la pena recordar que las editoriales de los años cincuenta en Estados Unidos se autoimpusieron una censura que aseguraba que no hubiera ningún tipo de violencia en los cómics que se vendieran. Para asegurarse, la portada debería de llevar el conocido como el Comics Code Authority (Autoridad del Código de Cómics), que garantizaba la tranquilidad de los padres. El código se estableció en 1954 y duró hasta el año 2000 en Estados Unidos, aunque mucho antes, en 1971, una editorial se atrevió a no poner el sello en la portada y… no pasó nada. La editorial se llamaba Marvel y el cómic era de un personaje conocido como Spiderman, pero esa es otra historia.

La persona que las editoriales pusieron al cargo de asegurar el código para poder tener el sello en la portada se lo tomó extremadamente en serio. Su primera decisión fue fichar seis mujeres que pertenecían a la liga de la decencia (o algo así), que tenían el objetivo formal y sistemático de «asexualizar los personajes femeninos, suavizando sus proporciones y añadiendo más ropa, además de asegurar que no apareciera ningún aspecto racial en las hojas publicadas». Y vaya si lo hicieron.

La historia de cómo se publicó el libro Fahrenheit 451 es casi tan triste como la propia historia narrada en sus páginas. Nadie quería arriesgarse a publicarle a Bradbury una novela que tratase de la censura en una imaginaria sociedad distópica, en una época donde en Estados Unidos se quemaban cómics y se retiraban libros de las bibliotecas. Pero, hubo un joven visionario que sí se atrevió, cuando acababa de lanzar una nueva revista al mercado. Le propuso publicar el libro en tres partes, en los siguientes números 2, 3 y 4. El innovador editor se llamaba Hugh Hefner y la revista… Playboy. El resto es historia.

En España también se realizaron quemas de libros durante la guerra civil y se prohibieron libros durante el franquismo. En la actualidad, afortunadamente, tenemos la oportunidad de leer esas publicaciones prohibidas en su día, y seguiremos realizando actividades de divulgación como este artículo para contribuir, de forma modesta, a que no se cumpla una de las predicciones que aparecía en el libro Fahrenheit 451, cuando el jefe de los bomberos presagiaba que llegaría el día en que no haría falta cerillas ni fuego para quemar los libros… solo haría falta que la gente no leyese libros y se conseguiría el mismo efecto. Así que ya sabéis… ¡leed cómics, malditos!

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