Ahora mismo resulta más o menos sencillo dibujar el mapa de las calles en descenso hacia la Meridiana des del Camp de l’Arpa. La tetralogía mágica se compondría de Rogent, Muntanya, Nació y Trinxant, estas últimas ahora separadas por el parque de Ca n’Oliva para los vecinos, señalado en las redes y desde la oficialidad con el nombre del barrio para no complicarse mucho la vida y así corroborar el desinterés institucional por la memoria de los lugares.

Esta extensión de verde anómalo se ve obstruida en su apertura por la guardería municipal, significativa no sólo por lo brusco de su diseño, sino porque el mismo corta los caminos naturales de antaño, cuando el carrer del Sospir bajaba hasta la antigua carretera de Granollers para completar este curioso rincón de Barcelona, donde convivían las urbanizaciones del ladrillero Oliva y Josep Trinxant, heredero de su padre Francesc, quien inició la labor y con toda probabilidad la semilla de Sospir, Amargor, Trinxant y dos pasajitos desaparecidos, casi invisibles en callejeros o mapas: los de Sospir y Torres d’en Trinxant, con acceso a las casitas de 1870, en peligro de desaparición desde el Plan General Metropolitano de 1976.

La condición de estas fincas, deplorable en previsión a ser sustituidas desde hace más de tres lustros por viviendas sociales, puede ayudarnos a entender el proceso de degeneración del passatge Oliva, en realidad bien modesto si se compara con los dominios de Trinxant, asimismo responsables de los límites de su vecino junto a Sospir en su senda hacia la Meridiana.
El passatge Oliva acogió durante casi treinta años la Escuela Tabor, pionera en los sesenta al acogerse a los métodos de Rosa Sensat, más propios de la pedagogía republicana. Una crónica medio perdida por Internet nos cuenta cómo el centro ocupaba tres o cuatro casas de la travesía, una rareza junto a esa demencial avenida, autopista para salir de Barcelona con sobredosis de vehículos motorizados.

Los críos educados en ese paraje tenían la suerte de crecer en un ambiente de aroma rural, a rebosar de gatos, prácticos para terminar con las ratas, bien instaladas en las cercanías por la dejadez de las mismas. El espacio se complementaba con los alrededores del pasaje, culminado con un olivar y detrás del mismo el patio de la vieja finca del señor Oliva, ocupada por las dependencias del Tabor, desde el almacén hasta la biblioteca.
En 1996 el deterioro del complejo era abismal, y por eso mismo se refundó el CEIP Tabor en el carrer de Cartagena con Provença, una mejora alucinante, prueba indudable de la sentencia de muerte del passatge Oliva, con toda probabilidad condenado por ser una anomalía en una Barcelona democrática con mucho seguimiento de políticas desarrollistas sin piedad para todo aquello incapaz de asimilarse a los nuevos tiempos, no siempre mejores, sólo más efectivos.
La operación para terminar con esta excepción puede recordar si se consuma a la de los últimos años con el passatge Boné del Baix Guinardó, donde servidor propuso, aún sin haber investigado el caso Oliva, mantener sus casitas de planta y piso con jardín, uniéndolas para albergar una guardería. Por ahora esto se antoja imposible, pues tanto Boné como sus inmediaciones viven sometidas al mismo tratamiento que su antecesor en estas torturas: la inacción es el preludio perfecto para destruir sin ningún tipo de pena o congoja, todo para el progreso, el mismo matizado por Pier Paolo Pasolini, para quien no debía confundirse con desarrollo.

El adiós de estos pasajes, como de tantos otros elementos, ha sido una constante de la Barcelona contemporánea, en consonancia con las premisas franquistas, detectables en la Gaceta Municipal desde la posguerra, de terminar con muchas de estas vías para así potenciar la especulación inmobiliaria.
Aquí, en el parque del Camp de l’Arpa, esta no se ha producido desde la apuesta por generar pulmones en rincones muy perjudicados por la polución, si bien se alteró una morfología clásica de la barriada para crear un apaño adecuado para lavarse la cara, sucia si cruzamos la Meridiana y visitamos, lo comentamos en un reportaje de estas mismas páginas, la trilogía de pasajes de Malet, Pinyol y Ca Seguers, amenazados y sin perspectivas inteligentes por parte de la administración, tan inútil como para no ver cómo dignificarían el entorno al convertirlos en un eje centralizado en una plaza, nefasta en la actualidad por la presencia de un campamento de barracas y ninguna intervención del Consistorio, quien quizá ignora hasta la existencia del enclave, como suele ser normal.

El parque permitió, no todo podía ser malo, el alargue de Degà Bahí, pero canceló los dos pasajitos del Sospir y Torres d’en Trinxant, exiguos enlaces hacia la homónima calle, No hay referencias en las fuentes habituales sobre este par de pequeñeces, mientras escasean las de Oliva y Sospir, curiosos en su coincidencia, separada por la cronología, del uso ciudadano del periodismo para advertir de pérdidas de documentación, como en octubre de 1890, cuando un caballero del pasaje publicó un anuncio al haber perdido en el tranvía de la circunvalación varios papeles bancarios, su cédula de identidad y la licencia del Somatén.
En Sospir un tal José Campà imitó a su vecino al pedir ayuda tras perder tres escrituras, sin utilidad para quien las encontrara, como bien precisó en su breve, tras entrar a comprar tabaco en el estanco del carrer de Trafalgar durante la tarde del 24 de agosto de 1922. El hecho ocurrió un mes después de otro episodio remarcado en la prensa, el intento de robo de un adolescente en Sospir, feliz por ver un tendedero con ropa y así poder lucir palmito para escapar de la pobreza.
La misma afectó por inducción municipal al passatge Oliva, protagonista en sus últimas jornadas de un fenómeno finisecular inaugurado en Barcelona hacia 1984, cuando las okupas hicieron acto de presencia en el tramo inferior de torrent de l’Olla. Los de Oliva relevaron a la escuela y sirven de indicio para conectar todo los esgrimido en las Barcelonas de hoy. El abandono de venerables fincas para matarlas es un cebo fantástico para el colectivo squat, criminalizado por sus actos cuando quizá la culpa no sea del chá-chá-chá, más bien de los Ayuntamientos por no preservar elementos dignos de conservación, no siempre más perjudicados tras el establecimiento de los nuevos inquilinos. Queda por ver cómo terminará la Historia del carrer Bolívar de Vallcarca, en protesta porque puede fenecer ante el supuesto proyecto de una rambla para el Barrio, irrespetuosa con el patrimonio, como si nadie al mando tuviera neuronas para entender cómo reciclar es una victoria al aunar lo pretérito con el presente con vistas a un mejor futuro con conocimiento, palabra prohibida en el ideario de los gobernantes, muy ilusionados en homologar para así tener mejor control sobre sus votantes consumidores, antes llamados ciudadanía.


