E.Trigo

De pequeña me gustaba ir a la escuela, era un espacio en el que me sentía muy bien, y donde podía ser yo misma. En primaria era una niña alegra, divertida y muy sociable. En aquella época era la única niña negra de la clase, pero nunca oí ningún comentario racista, ni desprecio por mi color de piel, al contrario, siempre sentí que estaba en un sitio seguro y que mis amigos me amaban y me respetaban.

Los ocho años estaba en clase y empecé a hablar con mi compañera Clara.

Ella y yo siempre teníamos curiosidad por saber muchas cosas de la vida y siempre nos preguntábamos cosas difíciles de responder. Pero ese día estábamos en clase de naturales y no podía aguantar las ganas de preguntar una situación que me pasaba en casa. Así que le hice la pregunta a Clara a ver si podía ayudarme a resolver esta duda.

– Ei Clara, una pregunta, ¿a ti también te besan en la boca?

Mi compañera me miró con cara de asco y me contestó:

-EEKS… ¡NO!

Me quedé sorprendida y un segundo después la profesora gritó:

– ¡Carme! ¡Fuera de Clase!

Me quedé de piedra, no entendía nada, ¿por qué la profesora me echaba de clase? ¿Lo que he dicho no está bien? A continuación cogí la mesa y fui hacia el pasillo mientras miraba a todos mis compañeros de clase y pensaba que lo que había dicho era una situación que mis compañeros no lo vivían en sus casas y que era la única que me ocurría. Pensé que debía callar porque si no era una mala influencia para mis compañeros. Estuve muchos días pensativa intentando entender que pasaba en mi casa, y porque no podía poner más palabras mi malestar.

Esta situación la llevé sobre mí durante muchos años, hasta que los dieciocho años rompí el silencio con mi madre. Esto hizo que pudiera entender que no era mi culpa sino que en aquellos momentos era víctima de abusos sexuales y víctima de una sociedad donde el tabú de las violencias sexuales es el pan del día a día.

Después de muchos años de terapia he entendido muchas cosas, y he decidido actuar sobre la problemática de los abusos sexuales, actualmente me dedico a dar talleres preventivos en escuelas e institutos. Esta decisión fue a raíz de echarle la culpa a mi profesora por no ver que le dije hace veinte años fue un comentario alarmante y nada normal a la edad de los ocho años.

Durante lo largo de mi vida he visto que los niños y niñas no tenemos información sobre cómo poner límites en sus cuerpos o cómo la sexualidad se puede transformar en un espacio seguro. Aún veo que en la ESO hay muchos alumnos que lo único que han aprendido ha sido poner un condón en un palo y poco más.

No puede ser que la única herramienta que tengan los adolescentes sea el porno, o las experiencias sexuales que tienen la gente que les rodea. Estas dos opciones son muy limitantes y no nos hacen ver que hay muchísimas formas de ver la sexualidad.

La educación sexual es clave para transformar nuestros vínculos, para que podamos ser libres a expresar que queremos en cada momento con cualquier persona.

La educación sexual hace que podamos prevenir las agresiones o detectarlas a tiempo.

Si mi profesora hubiera sido formada en prevención de abusos sexuales, estoy segura de que habría evitado que los abusos pararan en mi casa.

Si a mi clase hubiera venido una tallerista a explicar que tengo derecho sobre mi cuerpo y puedo decir que ¡No!, seguramente habría roto el silencio.

Éste es el poder de la educación sexual, nos educa para entender, para no tener relaciones tóxicas con nuestro cuerpo y con los de los demás, pero sobre todo nos hace entender que desde que somos pequeños tenemos derecho a tener esta información para poder vivir en un mundo más empático con uno mismo y libre de violencias sexuales.

Cada vez que entro en una clase para formar los profesores conecto con aquella pequeña Carme, pero ahora es diferente porque me cuentas de salir fuera de clase, entro con la cabeza bien alta y dispuesta a transformar cada silencio con palabras.

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