Hace doce años, el comité ejecutivo de la FIFA estuvo a punto de acordar que Rusia organizara el Mundial de fútbol del 2018 y que Estados Unidos montara el del 2022. Tenía que significar un nuevo gesto de paz entre los dos grandes rivales geoestratégicos en a través del llamado deporte rey. Pero una semana antes del congreso de la federación internacional del 2010, Michel Platini convenció a los directivos del fútbol planetario de que la convocatoria del 2022 fuera a parar a Qatar. Platini adujo que el presidente Nicolas Sarkozy había hablado con el príncipe heredero de ese emirato árabe y que todo estaba atado y bien atado. Esta historia ha sido revelada esta misma semana por lo que entonces era presidente de la FIFA, Joseph Blatter, en un diario suizo. Blatter ha añadido que seis meses después de que Qatar se quedara con el Mundial que se disputará en unos días, el emirato compró aviones de combate en la Francia de Sarkozy por un valor de 14.600 millones de dólares. Blatter, destituido al frente de la FIFA por corrupción en el 2015, fue sustituido por el hábil intermediario Michel Platini.

El mismo día que se conocían estas confesiones de Blatter, destinadas sobre todo a embadurnar a su sucesor además desmarcarse del “error” de escoger un “país demasiado pequeño” como Qatar, un embajador de este país, Khalid Salman, calificaba la homosexualidad de “daño mental” y “un pecado”.

Qatar, como otros muchos países de Oriente Medio, está gobernado por una petromonarquía absoluta que se distingue por su fanatismo religioso, la intolerancia hacia las minorías, la homofobia, el patriarcado machista, la xenofobia y la explotación sin medida de los trabajadores inmigrantes, la mayoría de los cuales, paradójicamente, son musulmanes y profesan la misma religión que quienes les explotan como si fueran casi esclavos.

En Alemania, las aficiones de Bayern de Múnich, Borussia de Dortmund y Hertha de Berlin pidieron boicotear el campeonato. “15.000 muertos por 5.760 minutos de fútbol”, decía una pancarta en Munich en alusión a los trabajadores emigrantes caídos durante la construcción a toda prisa de los estadios en el desierto. El mítico ex jugador Eric Cantona ha manifestado públicamente su rechazo a la celebración de este gran evento deportivo y se esperan las adhesiones de otros deportistas sensibilizados en la lucha a favor de los derechos humanos.

También en señal de protesta, varios ayuntamientos de grandes ciudades francesas, entre ellas París, y el gobierno municipal de Barcelona han decidido no repetir lo que habían hecho en anteriores ocasiones y esta vez no instalarán pantallas gigantes en los centros urbanos para que los aficionados puedan gozar colectivamente de los partidos de las respectivas selecciones nacionales.

Lo mínimo que se puede hacer para protestar y rechazar la organización de este campeonato en el que se moverán muchos cientos de millones de euros que irán a parar a manos de los de siempre –y en este caso, además, gracias a unas cuantas familias de sátrapas qataríes– es no ver a ninguno de los partidos que transmitirán incansablemente las televisiones desde este lugar del 20 de noviembre al 18 de diciembre. Puede ser un acto testimonial, estremecido, ridículo si se quiere, comparado con las audiencias multitudinarias que registrará el evento en todo el mundo. Pero es una forma pacífica –y nada arriesgada ni cansada– de oponerse y repudiar el Mundial de Qatar. Lo siento Messi, Roja, Canarinha y compañía. Esta vez no pienso ver sus proezas prenavideñas. No cuenten conmigo. Tomémonos como ver los partidos –y sus carísimos anuncios– por la tele es, bajo la coartada de la pelota, colaborar en el olvido y el perdón de las barbaridades que las teocracias despóticas del golfo Pérsico están perpetrando cada día entre sus habitantes y algunos de sus vecinos, como los yemenís. Y éstos merecen nuestra solidaridad.

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