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Un clima de restauración moral, una pulsión conservadora, realista y nostálgica atraviesan los debates sobre la clase social, el feminismo y el ecologismo. Un anhelo por regresar a lo auténtico, a la piedra dura, al suelo firme y lo sólido: la clase, la mujer, la vida. Frente a las frivolidades posmodernas, se propone un regreso a la realidad, pues la clase, la mujer o la vida, lo son ya en su evidencia, una foto fija e inmóvil. Pareciera, entonces, que ir a la base es más real y verdadero que atender a sus formas. Esta concepción es la propia de un paradigma que privilegia y ansía la transparencia, la fantasía autárquica de la base: podemos correr el velo ideológico de las formas para liberar aquello olvidado.

Desde el punto de vista de clase, las actuales posiciones obreristas que ansían el regreso a la base se inscriben en un despliegue identitario de las esencias de la transformación verdadera en torno a la clase obrera como un tipo de identidad a-histórica. El proletariado aparece como una figuración de lo normal y una tendencia estable de lo político. Para estos planteamientos lo importante es mantenerse fiel a ciertos signos abstractos antes que asumir un compromiso con la materialidad de la realidad presente. Es un mandato moral hacia la fetichización de la identidad obrera, pero carente de reflexión sobre las necesidades colectivas de la coyuntura. Es reduccionista sostener que el movimiento obrero, como forma política, fue simplemente una manera de politizar lo material desde la base. Antes bien, constituyó una percepción del mundo que estructuró la subjetividad, una «cultura» en el sentido amplio del término.

El movimiento obrero clásico tuvo la capacidad política de aglutinar no porque apelara estadísticamente a unas características sociológicas específicas, sino porque supo levantar una escena de comunidad y esperanza, porque trazó lazos simbólicos y entendió que la disputa fundamental lo era por el imaginario. En él basó el socialismo su fuerza política: la producción fordista, la iconografía revolucionaria, la sociología industrial, una imaginería masculina del proletariado, una imagen de sociedad futura. O sea, una estética, una sensibilidad. Y solo desde ella pudo albergar programas y demandas concretas. Por eso un imaginario político no es un mero problema de presentación y exposición de ideas, de eso que ya existe. Los relatos por la comunidad que queremos siempre están atravesados por batallas afectivas y sensibles.

En los debates que se están sucediendo en el interior del movimiento feminista, toma fuerza el lamento del llamado feminismo ilustrado: el borrado de las mujeres. Se propone una concepción de la identidad «mujer» entendida como sujeto concreto que expresa demandas específicas y reclama su atención por parte de los poderes públicos, sin cuestionar el orden social ni subvertirlo. El temor del feminismo ilustrado no tiene que ver con el borrado de la mujer, sino con el desdibujamiento de un proyecto político social-liberal a favor del status quo. Delimitar y dibujar esencialmente la identidad «mujer» es condición necesaria para poder representarla desde los marcos de sentido del orden existente. Volver a la base, sí, para que nada cambie. En efecto, la separación de clase, raza y género, divididas como categorías analíticas y demandas aisladas, es una construcción propiamente liberal, tratando de encerrar lo particular en su particularismo. Y es evidente que parte del progresismo ha asumido esta estrategia como propia. Si las identidades políticas no impugnan el statu quo, entonces aparecen las luchas de las mujeres como meramente autoafirmativas, una diferencia administrada desde el orden existente con ánimo de renovar el consenso a través de su mera inclusión.

No deja de ser curioso que se acuse de «identitario» al feminismo queer, que apuesta por las alianzas y por ir más allá del cierre particularista. Lo queer es un cuestionamiento del sujeto político; no es un borrado de las mujeres, sino la ampliación de la posibilidad de tejer nuevos vínculos y alianzas. No presenta un conflicto entre identidades pre-existentes que se encuentran en un campo de batalla (mujeres contra hombres), sino la pretensión política de transformar el marco compartido, por hombres y mujeres, redefiniendo lo común, modificando las estructuras y el orden social. El feminismo siempre se ha declinado en plural, desde la problematización permanente acerca de qué puede querer decir «mujer». Una unidad abierta y sin bordes, en constante interrogación, que nunca termina de llegar ni de cerrarse, escapando a la pulsión de unidad. Esa es su potencia movilizadora y articuladora. Es obvio que no renuncia al protagonismo de las mujeres, pero no se cierra sobre sí mismas. Carecería de sentido, pues, volver a la base, salvo que lo que se persiga sea una vuelta al orden.

El pasado 23 de octubre un grupo de jóvenes activistas lanzaron puré de patatas sobre un cuadro de Monet en un museo de Alemania; y una semana antes otros jóvenes tiraron salsa de tomate contra un cuadro de Van Gogh en la National Gallery de Londres. Se proponían llamar, y poner, la atención sobre la crisis climática que vivimos. Al otro lado de la reivindicación, como si de su otro antagónico se tratarse, pusieron al arte, una forma de distracción y entretenimiento que nos impide la atención por lo verdaderamente importante. En esta dicotomía, el arte o la vida, el primero de los términos resultaba insignificante. El arte nos oculta la realidad, la base de nuestra existencia. Hay que volver sobre ella, hay que regresar a la base misma.

Qué duda cabe que la potencia política del ecologismo reside en su apelación a las condiciones materiales de existencia frente a un crecimiento ilimitado. Las formas de producción capitalistas ponen en riesgo la integridad de la biosfera de la que depende la vida. Sin embargo, en las acciones antes descritas, se trunca la potencia emancipadora del ecologismo. Se convierte a la naturaleza en un sujeto, en una base clara y transparente, y a nosotros humanos sólo nos queda la autoflagelación culpable. Dicho de otro modo, se pone entre paréntesis la necesaria articulación del problema del sujeto político. ¿Cómo podríamos construir una identidad política desde el ecologismo? ¿Cómo podría el ecologismo convertirse en una palanca desde la que erigirse como eje fundamental en la transformación del mundo?

Las acciones activistas del museo rehuían la posibilidad de construir una topografía subjetiva antagonista, más allá de la inoperante dicotomía el arte o la vida. Si por politizar entendemos transformar una diferencia en el lugar de un conflicto, entonces ello exige inscribirla en el interior de una articulación discursiva que señale, entre otras cosas, a los responsables del dolor sufrido. El ecologismo no solo ha de expresar un conflicto existente, desde su base, también tiene que construirlo. La raíz de la lucha política radica en la posibilidad de reconfigurar los marcos de sentido en los que se inscriben los dolores materiales. Por eso no hay lucha económica que no esté atravesada también por la disputa del sentido. Las ideas, las formas de pensar y sentir, se declinan siempre como forma material e ideológica en nuestras vidas. Las ideas y la realidad material son a la vez, e intervienen en los modos en que se configuran lo político y se constituyen las identidades.

Así pues, lo político es el lugar donde dar sentido y orientación a lo material, donde elaborar los conflictos y dolores que nos atraviesan. Las ideologías son una fuerza material, toca la experiencia, traza el mapa de la realidad social. La izquierda no ha sido derrotada por haber desatendido a la base, sino por su incapacidad a la hora de construir imaginarios. Un dolor social, una falta material, siempre genera desorientaciones afectivas que han de ser trabajadas políticamente. Si la potencia de una política emancipatoria dependiese de su capacidad para reflejar las condiciones materiales, entonces no habría lugar para la contingencia y, por ello mismo, no habría política. De una mayor evidencia empírica de las condiciones de vida de los desfavorecidos, mostrando la imagen clara y transparente de la base, no se sigue un mayor potencial transformador. Las ideas tienen fuerza, como bien sabía Spinoza, cuando se encuentran con los afectos. Y los afectos han de conectar con los deseos y los anhelos. No se trata de reivindicar un relativismo ingenuo e idealista, ni de negar la objetividad. Se torna urgente dibujar nuevas constelaciones que propongan otros sentidos, que atraviese los intersticios de otras arquitecturas simbólicas constituyendo regímenes de subjetividad y configurando imaginarios, que nos permita, entonces sí, politizar y dar sentido a los sufrimientos, dolores y malestares que tienen lugar en la base.

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