Desde hace más o menos un año, en esencia desde la apertura de fronteras tras el tope de la Pandemia, viajo por toda Europa con relativa frecuencia. Las personas tienen ganas de hablar con los foráneos. Hace poco, en Milán, tuve una charla maravillosa con un joven pensionista retirado en Valencia. Su conclusión era idéntica a la de muchos otros ciudadanos: deseamos a la supuesta izquierda real, pero su moralismo nos resulta indigesto, sobre todo al provenir de personas repletas de mayúsculas ignorancias, aquellas inhábiles para sermonear a los demás.
Un caso concreto de lo dicho en Barcelona es el de Janet Sanz, si bien personalizar no es bueno; reconozco mi aprecio a la heredera nunca consumada de la alcaldesa, en especial cuando la escucho en las distancias cortas, donde es brillante. Sin embargo, más ante la inminencia electoral, su papel en las redes sociales consiste en vender una moto como si la ciudadanía tuviera el coeficiente intelectual de una regadera, o si prefieren de un botijo.
Sus proclamas triunfales siempre ocultan el reverso negativo. La semana pasada comunicó la conservación del pavimento decimonónico hallado por sorpresa, no tanta, en el lugar de la futura súper illa del Eixample. Esto sirve para inventar una imagen de preocupación por el pasado, acompasada en general con la participación de los barceloneses, algo desmentido con la mesa patrimonial, donde en la segunda reunión los ponentes vinieron con una batería de medidas, casi imposibles de discutir por parte de asociaciones y especialistas, en realidad algo comprensible, pues Los Comuns siempre tienen la razón, nadie lo duda desde su insoportable adanismo.

Su desprecio por los barrios de la periferia, sobre todo si hablamos del pasado de los mismos, encaja, y eso les duele, pero son cínicos, con políticas neoliberales de renovación urbana mediante nuevos parques inmobiliarios. Por eso la zona de la Sagrera, con su flamante estación, se erige en la quintaesencia del cambio, mejor aún sin Historia, cancelada en general a base de piqueta, fantástica para acelerar los procesos sin sedición ni malversación.
Toda esta larga introducción nos conduce a un último reducto antes de subir Trinxant e iniciar la serie dedicada a los barrios del Congrés y els Indians. Estoy en el carrer de Tomàs Padró, donde sólo pasas si lo conoces. Antes lo ocultaban las urbanizaciones del señor Trinxant y su vecino Oliva. Ahora, desde antes de verano, su sentencia de muerte se huele en el aire por la brecha abierta para unirlo con el parc del Camp de l’Arpa, si bien, como poco o nada se informa desde instancias municipales, todo es pura incertidumbre.

Tomàs Padró se denominó Orden hasta 1907, una palabra mágica en los bautizos del nomenclátor en todos los pueblos del Llano durante la última mitad del Ochocientos. Luego homenajeó, y así sigue, a uno de los mayores artistas gráficos de la Renaixença, hoy en día caído en el olvido más profundo, como si bailara al ritmo de la calle, cuyo origen me intrigaba.
A partir de las consultas del catastro, mapas y antiguas guías de la capital catalana pude sacar varias e interesantes conclusiones. La primera de ella remite a su pertenencia. Con toda probabilidad, sus hectáreas formaban parte de las adquiridas por Francesc Trinxant y cuajadas por su hijo Josep.

Algunas de sus fincas datan del segundo lustro de la década de 1870, mientras la fila de la derecha, aún casi íntegra, se construyó hacia 1910. Hasta el año pasado era posible observar un pasillo interno como espacio de conexión en las viviendas más vetustas, aniquilado sin preguntar a los expertos si tenemos ese material en nuestros discos duros, pues los márgenes son la nada para Colau y sus concejales, escribiéndolo con unas ganas locas de formularles un examen y suspenderlos con saña, si bien ocurriría lo mismo con Collboni, Maragall y otros candidatos, todos de un bajísimo nivel, indigno para las necesidades de la Ciudad Condal.

Tomàs Padró vive en la situación del peor marginado, pues su pertenencia a unas coordenadas es clara, pero su cercanía con la frontera causa su desesperación. Es un limbo perdido en el límite. Al menos, o eso deducimos, tuvo una breve compañía a través de la calle Oñar, cuya intención era unirla con el Distrito de Sant Andreu cuando ni siquiera existía Navas, abierta a finales de los veinte del Novecientos.

Oñar aparece en algunos planisferios republicanos. Debieron descartarla tras la Guerra, cuando se impulsó la Meridiana motorizada. Ello puede captarse en lo parco de las noticias sobre Tomàs Padró en los periódicos, salvo la excepción de 1946, cuando en enero se habla de alineaciones con vistas a este proyecto para con la periferia. Por aquel entonces, Navas poco a poco adquiría cierto caché, clave para presentar todo el entorno de Trinxant y Oliva como carpetovetónico, sus casas bajas casi resquicios de un esplendor imposible, más aún al compararlas con la aspiración de pantallas inmobiliarias para fomentar esa densidad demográfica, tan del gusto de la dictadura.
La irrelevancia de la pobre Tomàs Padró juega con sus hipotéticos socios a lo largo de la Historia. Se halla a un paso del Rec Comtal y del ferrocarril. ¿Sirvió para algo? Pueden imaginar la respuesta. Dentro de unos decenios toda esa belleza exiliada dentro de sí misma desaparecerá. Lo sabremos con una oferta esparcida en mil páginas inmobiliarias, pisos espectaculares, ideales para parejas jóvenes, precios accesibles, hipotecas flexibles, poesía del siglo XXI. Ninguna placa explicará la masacre y quizá algún político acuda al lugar para ponerse una medalla de estulticia, correcta para las inteligencias en el poder, felices de escupir a lo pretérito porque un presente sin nada detrás es mucho más moldeable al anhelar la implantación de una necedad superlativa.


