
A Franco se le atribuye la célebre frase “haga usted como yo y no se meta en política”. Una paradoja bien estructurada que explica muchas cosas sobre la dictadura, como su carencia de propuesta ideológica más allá del culto al dictador. Pragmatismo franquista, que en un momento concreto, siguió esa misma lógica para autorreformarse y tímidamente convertirse en una democracia. La frase de Franco describe la necesidad del régimen de generar una opacidad sobre el debate político y para despreciar la pluralidad de opciones –incluso entre los adeptos en la figura del General-. Aquí no se habla de política porque mando yo.
En democracia estas actitudes no son tan explícitas, pero una parte de esa mentalidad todavía sobrevive a la ciudadanía. Aún es habitual encontrar a personas que se sienten incómodas cuando hablan sobre sus preferencias políticas o sobre el partido que votaron hace cuatro años. Una muestra de inmadurez sistémica -que no necesariamente individual- y de cierta fatiga con el rendimiento de las instituciones democráticas. Hablar de preferencias políticas debería ser algo normal y socialmente aceptado.
Un fenómeno parecido a éste ocurre cuando alguien se atreve a hablar de manera explícita de dinero. Seguramente es bien tolerado explicar cuánto te ha costado comprar un coche o prenda. Ahora, cuando hablas de alquileres, la cosa empieza a complicarse, encontrando cierta incomodidad del receptor. Sin embargo, en algunas ocasiones éste se atreve a empatizar con tu situación y expresar ante ti el importe que abona mensualmente por su piso de alquiler. Sin embargo, el punto de no retorno se produce cuando alguien habla de salarios o de ahorros. A menudo genera una frialdad en el ambiente y un deseo comunitario de cambiar de tema. Bueno, no es ninguna ciencia, pero es algo que a mí me ocurre a menudo.
La precariedad de mi generación ha permitido que se normalicen situaciones bien anómalas, como tener múltiples contratos en un mismo trabajo público (como en la salud) o el de cobrar salarios muy ajustados. Mientras esta precariedad se lleva todos los flashes y la luz pública, los milenials a menudo imitan a sus padres boomers cuando hay que hablar de salarios: utilizan porcentajes y tenedores para no decir cifras exactas, para evitar poner de manifiesto toda su vulnerabilidad. Para evitar admitir que son unos trabajadores pobres, o que quizás no les va tan bien como parece en su instagram. Debo deciros, yo que vengo de familia de clase bien obrera (por no decir baja), que a mí me molesta profundamente ese tabú. “Coi”, asúmelo y actúa. Al menos cabreate, pon números, habla de esta realidad que marca tu día a día. ¿Cómo puede que ni con tus amigos admitas que en tu trabajo te pagan poco?
Confieso que este tema hace años que me ronda por la cabeza y que he tenido ocasión de testearlo con personas de todo tipo. La incomodidad de mis amigos cuando les hablo de mis orígenes familiares, del salario anual de mis padres o de mi ahorro disponible es palpable. Una vez, de viaje con amigos muy cercanos, tuve la osadía de cuestionarles sobre cuánto dinero tenían en el banco. “¿Qué ahorros tienes?”, una pregunta que alguno de ellos seguro que interpretó como un ataque frontal. Sí, soy un personaje curioso, yo. Qué le vamos a hacer.
Esa misma experiencia la he vivido también en el entorno laboral. Es incluso divertido captar la sorpresa de un superior jerárquico que desconoce tu salario pero sí que es consciente de tu background y experiencia. Alguno seguramente se ha creído que le mentía, o que exageraba mis penas.
Es necesario hablar claro y romper tabúes. Los salarios en nuestro país son una mierda y hasta que no haya un consenso generalizado sobre la necesidad de subirlos, la calidad de vida de nuestra ciudadanía irá menguando. El no hablar abiertamente sólo contribuye a la falsa ilusión de que todos somos de clase media y aspiramos al sueño americano de tener casa, trabajo, hijos y una segunda residencia a diez minutos de la playa caminando. Esta postal idílica quizás la alcanzarán aquellos que esperan tener una herencia arregladita, pero eso ya es todo un nuevo universo. La herencia es el motor de la reproducción de las desigualdades.
Más allá de aspiraciones y autoimágenes deformadas, la realidad se explica con datos. En Cataluña la media de salario bruto anual es de 23.184€, mientras que el salario medio bruto es de unos 27.100€ (2020, datos de Idescat). En el rango de edad entre 25 a 34 años, este salario medio bruto es de unos 22.338,55 €. Mileurismo mal contado en la misma época en que el salario mínimo interprofesional ha alcanzado los mil euros. ¿Recuerda cuando Pilar Rahola decía que la clase media podía llegar a cobrar 90.000 euros anuales? Qué vergüenza.
Es necesario que hablemos de dinero, de salarios, de ahorro, de herencia. Poner sobre la mesa el poder adquisitivo de las personas precisamente para actuar, potenciar la redistribución y evitar que se degrade más la capacidad económica de la clase trabajadora. La grave crisis del coste de la vida nos hace pagar cinco euros por un litro de aceite de oliva de marca blanca, con el precio del gas y la electricidad por las nubes. Y, aún así, ¿a ti te cuesta hablar de tu salario?


