Al ser vecino del Guinardó me resulta muy extraño escribir sobre la plaça Maragall para cerrar estas Barcelonas de 2022, a las puertas de cumplir el quinto año con todos vosotros con el imposible objetivo, deseadme muchos años de vida y palabras, de retratar todos los rincones de la ciudad.
Este en concreto es más bien paradójico, y si mi método suele ser el de documentarme con mucho esmero, aquí no carece de sentido, pero prefiero centrarme en una descripción del lugar para comprender mejor su idiosincrasia, condicionada por aquellos cauces invisibles rotos por el asfalto.

Parte de esta contradicción de la plaza se debe a su constante presencia en el imaginario sin ser importante en su aspecto práctico, es decir, estamos ante un lugar muy mencionado con escasa incidencia en la cotidianidad de las personas, quienes como mucho usan el enclave como una referencia porque en la cercanía puede encontrarse un cajero, un estanco, hasta hace poco un quiosco, una panadería que ni siquiera se halla en el ágora y una plétora de bares.
Si enfoco el todo en la observación la vista, por inercia de la cotidianidad, me lleva a contemplar el sitio primero desde su tramo superior, con varias salidas hacia los dominios de mi Guinardó, tales como el carrer del Doctor Valls o el passatge de Bernat Fenollar, ambos próximos al carrer de la Garrotxa, sin jamás tocar esa supervivencia de la carretera d’Horta.

Ese lado montaña de la plaça de Maragall mantiene cierto ambiente heterodoxo al no estar determinado por la hegemonía de la dureza acuñada por Oriol Bohigas durante los ochenta, destacándose en su interior una exigua zona de juegos infantiles con varias sillas pegadas a la acera y al paseo, sin mucho más contenido desde un sentido de provisionalidad olvidado por muchos, amnésicos de cuando todo este tramo casi se bloqueó para el transeúnte a causa de las obras para la línea 9 del metro, un asunto espinoso, no tanto la parada en nuestra protagonista de hoy, sino más bien la demora en terminar esa combinación subterránea y un exceso de presupuesto muy sospechoso a nivel de agenciarse dinero público de los contribuyentes sin rendir ningún tipo de cuentas.
Durante aquellos años la de Maragall y Sanllehy tuvieron complejo de Gran Berta, dícese de un cañón alemán de la Primera Guerra Mundial obsesionado con París, por sus horribles estructuras temporales. Una vez desaparecidas se produjo una especie de remodelación para contentar al vecindario, más efectiva en el sector hacia els Indians y Navas, donde asimismo un mínimo acierto insinúa una labor de pedagogía urbana, incompleta por ese susurro sin la contundencia de mostrar a las claras sus intenciones.

El torrent de la Guineu, al que dediqué en su momento un bloque de Barcelonas, era la frontera entre Sant Martí de Provençals y Sant Andreu del Palomar, dándose la casualidad, nunca casual, de pasar por las tierras de nuestro interés. Desde una perspectiva ideal, podemos ubicarlo raudo en uno de sus ramales por el passatge de Bernat Fenollar, abierto como muy pronto a inicios de los setenta del siglo pasado, desviándose hasta recorrer el lado mar de la plaza, como hoy en día esbozan los bolardos hacia el passatge d’Artemisa, uno de los debuts urbanizadores en los aledaños con sus casitas para funcionarios erigidas durante los balbuceos de la Segunda República, más o menos hacia 1932, como indica la fecha de una de las fachadas de esa travesía con magnolios hacia esa nada efímera del carrer de Juan de Garay, preludio a la plaça de la Mainada, el passatge de la Companyia y la Urbanización Meridiana, más conocida popularmente como las casas del gobernador.

La arquitectura de este recinto bicéfalo, partido por el passeig Maragall, corrobora la escasa preocupación de las autoridades por sus destinos. Durante la primerísima posguerra deviene un proceso de apropiación franquista del espacio muy poco estudiado al desentenderse la historiografía sobre el municipio de aquella época infausta, algo bastante infantil, como si no hablar del tema supusiera su inexistencia.
Pues bien, durante esos nefastos cuarenta el entorno de plaça de Catalunya y el passeig de Gracia se llenó de inmuebles propios del estilo incipiente de la dictadura. El edificio de Telefónica ganó una particular coronación, el Banco de España cobró señas de identidad y el Español de Crédito reemplazó al Hotel Colón, con demasiada carga rojo-izquierda-separatista y masona para los ganadores. Algo más arriba, en el cruce de Gran Vía con passeig de Gracia, el círculo se cerró con dos entidades bancarias más, el banco Rural y Mediterráneo y el Vitalicio, transformados en nuestra época en piezas capitales para la metamorfosis de esta avenida en un parque temático donde nadie piensa en el origen de la fuente, también de los primeros años cincuenta.

Si volvemos a plaça Maragall, podremos verificar un cometido similar sin tanta ínfula céntrica. Los bloques fundacionales, como introducimos la semana pasada con los del 41-45 del carrer Garrotxa, son de finales de los años cuarenta a ambos lados, con las excepciones de otros alzamientos edilicios más modernos como flanqueadores del passatge de Bernat Fenollar.
Esto sirve para apuntalar una teoría sobre la adecuación de la plaza a las realidades históricas, sin atisbo de inauguración ni ningún tipo de pompa o boato, factor bastante trascedente al exhibir como jamás se ha planteado un lustre para un punto emblemático, vivo y creado sólo por los accidentes naturales, válidos para resolver los inconvenientes derivados de los mismos. Una vez solucionados se dio rienda suelta a un cutrísimo laissez faire laissez passer desde unos mandamientos con toques de magia indignos se mire por donde se mire, pues al fin y al cabo el ágora es una frontera máxima y puerta de bienvenida a varios barrios y topografías colindantes con ese homenaje de mentirijilla al poeta, quien con toda probabilidad nunca pisó estos lares, instalado como estaba en el carrer d’Alfons XII de San Gervasi, al lado de plaça Molina y urgido de intervención desde el nomenclátor, cuya comisión bien haría en sacar al monarca para honrar al autor del Comte Arnau con su nombre allá donde tanto contribuyó a la génesis de la Cultura Catalana, por desgracia con herederos bastante menos críticos que ese maestro sepultado en libros de texto, sin influencia auténtica salvo para ganar partidas de Trivial Pursuit.