El relato de hoy es simple en su objetivo, consistente en explicar la centralidad de dos masías para comprender el proceso de formación del barrio dels Indians y el Congrés. Con el final de esta frase la cosa se ha complicado un poco y me corresponderá desmenuzar las partes en cachitos muy finos para facilitar la digestión.
En 1983, los habitantes más comprometidos dels Indians decidieron rebautizar su barrio para conferirle más identidad, fruto de leyendas sobre su origen en torno a un grupo de retornados tras el Desastre del 98, una media verdad, pues el nombre remite a la nomenclatura de las calles, casi todas de evocaciones caribeñas.

Si se repasa la Historia de la zona desde su urbanización a finales del siglo XIX, algo a desgranar durante próximas entregas, comprobaremos como la barriada se reconocía a sí misma como Can Berdura, hasta con local propio en el carrer de Capella, fuera de sus dominios, prueba de su indefinición y escasez de recursos.
Can Berdura era el nombre de la gran masía generadora, si se quiere el núcleo irradiador. Se ubicó en un enclave casi perfecto, junto al torrent de la Guineu, limes entre Sant Martí de Provençals y Sant Andreu del Palomar. Hay documentación de la masía desde 1771, reconstruida en varias ocasiones y superviviente hasta 1956, cuando se abrió hacia passeig Maragall el carrer de Campo Florido.

Los propietarios de la finca sólo debían travesar la carretera de Horta para conversar con los de Can Vintró, asimismo regada por las aguas del torrent de la Guineu, en la actual confluencia de Art con Garrotxa. La convivencia vecinal y sus contractos, los Berdura recibían agua sobrante de su espejo al otro lado de la frontera, muestran un tipo de vida, hegemónica en ese entorno rural de pocos y bien avenidos terratenientes.
En este sentido, los Berdura atesoraron un imperio con un reparto de parcelas esparcido por medio llano de Barcelona, desde el Fort Pienc hasta Vilapicina, rentándolo en régimen de enfiteusis o en alquiler a campesinos, preocupados por lo draconiano de los acuerdos y contentos por trabajar con cáñamo, maíz o cebada. La fortuna es la de un modelo económico aún ajeno a la Modernidad de la capital, algo truncado por el tendido de la separación primordial de esa falsa unidad de Indians y Congrés. En 1867 se cortó la cinta del carrer d’Estevanez, hoy en día Garcilaso, junción de Horta con la Sagrera. Este nuevo camino confirmó el predominio de Can Berdura desde ese radio hasta la carretera d’Horta, configurándose el futuro morfológico del barri dels Indians.

El del Congrés tuvo la denominación oficial de Viviendas del Congreso Eucarístico Can Ros. Lo último nos conduce a la masía por excelencia, aún en pie en funciones de restaurante. Emplazada en la colindancia de la riera d’Horta y la carretera de Sant Andreu a Barcelona, fue de los Peguera desde mediados del siglo XVII. Su hiperactividad los distanciaba de los Berdura, más conservadores hasta en su transigir hacia un cambio de costumbres, simbolizado con las urbanizaciones de adiós a ese pasado tan querido.

En el Ochocientos, la prima donna en mayúsculas de Can Ros fue nuestra amadísima Micaela de Borrás Peguera. Su hijo encendió la mecha para impulsar la refundación de los pueblos en su inevitable absorción por Barcelona desde la tecnología de los medios de locomoción. Joaquim de Ros cedió tierras para urbanizar el carrer de la Mare de Déu de les Neus en Vilapicina, antes fundamental como enlace, reforzado con otra inversión suya en la avenida paralela, Fabra i Puig, a la que intentó aupar con una línea de tranvía.
Algún novelista tendría oro con una hipotética saga de los Ros. No sé si sintieron la amenaza de ser engullidos al crecer tras la riera d’Horta y hacia la Meridiana el barrio de la Jota, bellísimo en su modestia y con un confín aún arcaico con el Congrés, el del passatge de Santa Eulàlia, sin pavimentar, bien cuidado y surrealista si miramos el conjunto en su totalidad, como si el reloj se hubiera quedado sin pilas en ese rincón, también a resaltar por cómo muestra la porosidad de los límites, franqueables sin reverencias.

El último de los Ros en estos aposentos murió en 1947. Había demasiados hijos en el testamento y tanta progenie propició vender dieciséis hectáreas y media para el alzamiento del barrio del Congreso Eucarístico. En la actualidad, la masía asemeja a una fortaleza y es casi quimérico sacarle una buena fotografía si no comes en el establecimiento. Sin embargo, podemos juzgarla como un vestigio a revalorizar si posibilitáramos una rehabilitación desde el paisaje. De este modo brillaría su equidistancia entre el Canódromo y los bloques del Congreso hasta dar luz a una trilogía en diálogo a través de las épocas.
Como hijo del Guinardó puedo ratificar sin pestañeos la permeabilidad de los confines entre estos barrios, casi como si para los demás no contaran y fueran travesías para ir de aquí para allá, cuerpos sin chicha ni limoná, algo idóneo para especular con sus cuerpos desde la nada al ser áreas invisibles hasta para muchos peatones que los andan en su cotidianidad, sin meditar lo pisado.

Si lo hicieran aprehenderían sin sudores como poner en el mismo saco a Indians y Congrés es un absurdo casi interestelar. Can Berdura y Can Ros lo corroboran, ampliándose la discrepancia por la marca de la calle Estevanez en 1867 y en su cronología. Las viviendas del Congrés responden a un plan homogéneo, mientras el poblamiento dels Indians fue más paulatino, encontrándonos con reminiscencias de su avance en Concepción Arenal con Cienfuegos, donde tres viviendas de muy curiosa intrahistoria se confrontan al estilo de los años cincuenta en un silencioso estallido, sin rivalidad. Los ciudadanos de ambas barriadas rentabilizan su anonimato en los limbos y las grandes arterias, como el passeig de Maragall o la Meridiana, donde tienen ejes comerciales de transversalidad territorial. Esa ausencia de bandera es un primor de barcelonismo, aún más poderoso cuando estos barrios desgranen su Historia con rigor y precisión.