Ésta es una crónica personal y académica. También puede considerarse académica y personal. El orden de factores no altera el producto. Hacer una distinción me resulta imposible. Sirve como una advertencia para los lectores y lectoras. Como cada día, por la noche –horario de Barcelona– hablo por videollamada con mi familia en Brasil: mis padres están en un pueblo, mi hermana, en Sao Paulo. El pasado domingo 8 de enero no fue una excepción. Justo después de que habláramos, como acto de aburrimiento, abro uno de los portales de noticias de Brasil que a menudo miro sin demasiadas expectativas. Pero la sorpresa fue evidente: primero, los bolsonaristas habían asaltado el Congreso; minutos después, lo hicieron también con la sede del Tribunal Superior de Justicia; por fin, estalla la información de la que están también en el Palacio del Planalto, sede del poder ejecutivo.

Envío un mensaje el grupo “familia” del WhatsApp: ¿habéis visto el terror golpista? Después de un rato, mi padre, un ex-bolsonarista hasta entonces sólo parcialmente reinsertado en la democracia, me contesta con sólo una palabra: ¡Horror!

Primer acto: la llegada al poder

“Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff, voto sí”. Ya era noche en Brasilia cuando, el 17 de abril de 2016, en la votación por la apertura del proceso de impeachment de la presidenta Dilma, el entonces diputado Jair Bolsonaro manifestaba su voto, retransmitido en directo por todas las emisoras de televisión, con la exaltación de uno de los torturadores más bárbaros de la dictadura militar en Brasil (1964-1985). La sociedad brasileña asistía, sin anestesia alguna, a uno de los momentos más surrealistas de su joven democracia.

Es cierto que, como dice, por ejemplo, el jurista italiano Luigi Ferrajoli [i] , entre otros, que la democracia debe garantizar el derecho de las minorías a expresarse. Pero, en ningún caso, puede admitirse con argumentos de que es democrático aceptar los ataques a la propia democracia.

Con la excusa finalista, los medios de comunicación tradicionales, las élites jurídicas, políticas y financieras, y gran parte de las clases medias y altas aceptaron lo que hizo Bolsonaro como algo que debía aceptarse ya que el objetivo mayor era destituir a Dilma y, sobre todo, al Partido de los Trabajadores del poder. Se decía que Bolsonaro era sólo una figura folclórica, un personaje para divertir al claqué, la extrema derecha nostálgica de la dictadura.

Pero, con ese voto, Bolsonaro se posicionó en el imaginario social como el único capaz de ganar las elecciones en contra del PT. Se lanzó, dos años después, en 2018, como candidato a presidencia con un fuerte discurso antisistema. Con una amplia campaña de desinformación en las redes –inspirada por las tácticas del gurú Steve Bannon, el responsable por la comunicación electoral de Donald Trump– y con un atentado contra su vida, en circunstancias hasta ahora no muy aclaradas, Bolsonaro llegó democráticamente a la presidencia de Brasil.

A esta ecuación hay que añadir que el establishment colaboró, inhabilitando y encarcelando a Luiz Inácio Lula da Silva, entonces al candidato con mayor intención de voto en las encuestas. De hecho, el juez que envió a Lula a prisión -por cierto, en una operación comprobadamente ilegal, según determinó el Superior Tribunal Federal de justicia de Brasil, años después- se convirtió en Ministro de Justicia del propio Bolsonaro.

Todo este proceso ha sido traumático para la confianza de una parte importante de la población en las instituciones. Desde el golpe de estado parlamentario que derribó a la Presidenta Dilma, en 2016, hasta la elección de Bolsonaro, en 2018, Brasil ha vivido una crisis permanente. En mi casa, no ha sido distinto. Esto nos generó una crisis familiar. Yo rompí relaciones con mi padre. Aunque no le he dejado de hablar, he perdido todo el respeto y cariño hacia él. No podía creer que mi padre apoyara todo aquello. Y que incluso hubiera votado por Bolsonaro. Desgraciadamente, mi padre era la mayoría. Y no estaba solo.

El bolsonarismo y la economía política del odio

Aunque en los últimos días se ha hablado demasiado de Brasil en casi todos los medios, poca atención se puso en Bolsonaro como un proceso y no como un momento de radicalismo explosivo, tal y como el asalto al Capitolio llevado a cabo hace 2 años por los trumpistas más radicales. Bolsonaro no es Trump, aunque tienen muchas semejanzas. Comparten la misma hoja de ruta en el uso de las redes sociales como herramienta de desinformación y agiprop . Además, ha creado plataformas políticas a partir de un discurso antisistema. Sin embargo, Bolsonaro tiene una agenda propia, muy ligada con sectores conservadores de las élites locales y con valores cerca de las clases medias de las regiones sur y sureste de Brasil.

En este sentido, el bolsonarismo ha resucitado el discurso del comunismo y lo asoció como propio del Partido de los Trabajadores. De ello se despliega la apertura de un clasismo y racismo estructurales que permitió a su gobierno desmontar todas las políticas públicas de inclusión o justicia social instauradas por los anteriores gobiernos. Se da un giro al discurso simplificador de la meritocracia, exaltando valores como la familia, la patria y la propiedad privada. A todo esto hay que sumar el fanatismo de varios líderes religiosos oportunistas.

La ignorancia se hizo virtud y la violencia se institucionalizó como política de Estado. En la pandemia de la Covid-19, por ejemplo, se impulsó desde el Ministerio de Sanidad medicamentos ineficaces, se desmotivó la vacunación y la ciencia como un todo. Por otra parte, según la ONG Artículo 19 [ii] , el gobierno Bolsonaro y el presidente en concreto, fue responsable directo del incremento de la violencia contra periodistas, sobre todo, contra las periodistas mujeres.

Polarización y radicalismo: una diferencia necesaria

Mi hermana siempre decía que, políticamente, en casa éramos distintos. Que yo iba por un lado y nuestro padre iba a otro. A esto mi madre añadía que hay que respetar a los contrarios. Todo ello de sentido común. Yo decía, pero –y hasta hace poco no aceptaban– que la defensa que hacía –en contra de todo lo que hemos vivido en Brasil desde el 2016- no representaba una polarización. Oponerse a la extrema derecha no es ser de izquierda, centro o de derecha.

En España y en los medios de comunicación, a menudo se hace este uso y abuso de la terminología polarización. Algo es entender que movimientos radicales de extrema-derecha como el bolsonarismo, el trumpismo, Le Pen o Vox, entre otros, necesitan tener siempre un enemigo señalado y un estado de guerra permanente. Sin embargo, esto no quiere decir que quien se oponga está polarizando. La físico-química nos enseña que los polos son opuestos, pero dentro de un sistema de equilibrio de fuerzas. No se puede polarizar con los que no están en el mismo sistema y quieren romperlo todo.

La democracia como horizonte ético a pesar del Bolsonarismo radical

El recorrido familiar que comparto me permite llegar al análisis de los hechos del asalto a las instituciones en Brasilia del pasado domingo con un bagaje de previsibilidad. Aunque, después de la pandemia, mi padre dejó de apoyar a Bolsonaro, él continuó con un odio violentamente profundo hacia Lula y su partido, el PT. La nostalgia del pasado –de una sociedad de orden y con “valores”, que nunca ha existido- le hace pensar que los cambios hacia una sociedad más justa –social y económicamente– implica empobrecerla o sacarle derechos.

Este delirio se institucionalizó en el imaginario de unas clases medias, blancas, con estudios y más de 55 años. A todo esto hay que añadir un dato primordial: con redes organizadas como estructuras moleculares por la que se difunde continuamente desinformación, sea por grupos de WhatsApp o Telegram, el bolsonarismo mantiene el discurso mesiánico de que es necesario combatir el comunismo para salvarnos. La lectura del mundo por unas lentes manipuladas genera una realidad paralela propia de los estupefacientes. Hay mucha gente en Brasil en ese tráfico.

En ese sentido, Bolsonaro ha ganado la partida. Ha constituido un movimiento molecular que se va a quedar. Aunque un 93% de la población ha rechazado la violencia empleada en los actos del asalto a las instituciones [iii], un 38% cree que puede justificarse de alguna manera. Seguramente después de la acertada y proporcionada represión a los grupos radicales que han destruido las sedes de los tres poderes del Estado brasileño, el bolsonarismo radical disminuirá, pero todavía estará presente. El vínculo con la democracia y los valores éticos universales será el mayor reto del gobierno Lula.

[i] Ferrajoli, L. (2009) Derecho y Razón. Madrid: Trotta.

[ii] https://www.article19.org/resources/brazil-82-attacks-on-journalists-covering-the-coronavirus-pandemic/

[iii] https://www.cnnbrasil.com.br/politica/pesquisa-datafolha-aponta-que-93-condenam-atos-criminosos-em-brasilia/

Share.
Leave A Reply