
Se han cumplido nueve años desde la presentación de Podemos en el Teatro del Barrio. Era 17 de enero de 2014. Poco antes se había hecho público el manifiesto Mover Ficha. Lo suscribíamos un pequeño grupo de activistas, intelectuales y profesionales llamando a desencallar el bloqueo de la izquierda ante la mayoría absoluta del PP. A pesar de las mareas contra el deterioro de los servicios públicos, contra los desahucios y tantos otros efectos de la crisis financiera global, lo cierto es que el país se había quedado en manos de Rajoy y la izquierda parlamentaria no reaccionaba. El PSOE había avalado incluso las políticas de austeridad al final del gobierno Zapatero (reforma del artículo 135 de la Constitución); IU era incapaz de alterar el tablero político y no por falta de movilización. Para alterar el guión prescrito por el régimen del 78 había que hacer algo diferente.
Otro discurso, otra institucionalidad
Los sorprendentes resultados de Podemos lograrían modificar el curso previsto: por todas partes se produjo una eclosión de participación popular en torno a los llamados círculos; los municipalismos cívicos, que aspiraban a lograr entrar con fuerza en las instituciones, se hicieron incluso con las alcaldías de las principales ciudades; el bloqueo había cambiado de bando. Al no resignarse tras las europeas con lo que se consideraban unos estupendos resultados para una formación de izquierda, Podemos despegó. A final de año encabezaba en las encuestas: se había salido a ganar y era posible.
Por la propia genealogía de Podemos su éxito se identificó rápidamente con lo que era más evidente: un tertuliano con indudables dotes comunicativas –acompañado por un equipo de portavocías plural y no menos competente– había irrumpido en los hogares de la crisis desde los platós televisivos superando el discurso tradicional de la izquierda. Décadas después del hundimiento del PCE y la promesa incumplida de IU como movimiento político y social, un discurso ambicioso planteaba lo que hasta entonces parecía un tabú: ganar unas elecciones generales.
La «hipótesis populista», importada con éxito evidente de América Latina, entusiasmó a toda una generación de activistas. Se leyó La Razón Populista de Ernesto Laclau como antaño se había leído Qué hacer o Estado y la Revolución. La España politizada (y parte del resto) descubrió que existía el «significante vacío» o el «núcleo irradiador»; que el «pueblo» no era algo sustantivo, un dato objetivo, sino un significante en disputa; que el eje izquierda-derecha era una trampa para disputar la centralidad (que no el centro) y que la correlación de fuerzas era determinante para definir una estrategia ganadora.
El discurso político se confundió con un conjuro; el relato adquirió dimensiones mágicas. En aquellos días reinó la sensación de que bastaba algo tan barato y abundante como las palabras para provocar un cataclismo en el régimen del 78. Más que líderes, las caras visibles de Podemos aparecían envueltas en un aura chamánica. Su mensaje disponía de un poder más taumatúrgico que estrictamente político.
El laboratorio de una institucionalidad diferente
Bajo el éxito de la comunicación política, sin embargo, lo que venía operando era la promesa de alcanzar una democracia real. Aquel horizonte democratizador se ha diluido, pero en el inicio fue bien real. El 15M había convertido el ciclo electoral 2014-15 en una estructura de oportunidad subjetivamente favorable (el CIS venía anunciando el fin del bipartidismo desde 2011). Y Podemos acertó en traducir el 15M a una gramática política popular (un buen contraejemplo sería el Partido X). El cambio en la composición social del 15M a Podemos así lo demostró.
Pero la ardua e ingente labor de democratizar el régimen del 78 no se podía sostener sin una estrategia a medio y largo plazo. En otras palabras precisaba de una institucionalidad diferente. La cosa no empezó mal: un código ético proponía eliminar barreras a la participación por medio de las consultas cibernéticas, nadie podría permanecer en un cargo más de dos legislaturas, nadie cobraría más de tres SMIs y el excedente de sueldo sería destinado a financiar proyectos sociales. Toda una serie de medidas ponía en marcha el mayor laboratorio de experimentación política de nuestra democracia.
El ciclo político de Podemos finalizó en 2019, aunque en rigor agonizaba desde Vistalegre II, sino antes. La razón no fue de índole comunicativa, por más errores que se cometieran. Culpar a los medios es excusa de mal pagador. Quien quiera entender de forma honesta lo sucedido debe plantearse el problema de la institucionalidad, su encaje estratégico, territorial, etc. Y por supuesto discursivo. El reto persiste. A la espera de otros cambios, ahí está la clave.