El director uruguayo, Gustavo Hernández, dirige la película Lobo Feroz (2023), con guion de Juan Manuel Foode y Conchi del Río, que adaptan a su vez la película israelí Big bad wolves (2013), escrita y dirigida a cuatro manos por Aharon Keshales y Navot Papushado. Esta película tuvo un recorrido exitoso por varios festivales, entre los que destaca el premio a la mejor dirección en el Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya de aquel año. Pero si se convirtió en una película de culto fue porque, pocos meses después, el cineasta Quentin Tarantino la catalogó como la mejor película que había visto en 2013… y había visto unas cuantas.
El argumento gira alrededor de la eterna pregunta filosófica sobre si el fin justifica los medios. Para que la respuesta no sea tan fácil, los sucesos tienen que ver con la tortura, violación, asesinato y mutilación de niñas, y la posibilidad de encontrar las cabezas cortadas desaparecidas, ya que, como una forma macabra de ahondar aún más en el sufrimiento de las familias, el pedófilo oculta las cabezas y abandona el resto del cuerpo martirizado. También aparece la posibilidad de encontrar a la última niña raptada, que podría estar aún viva.
Si bien en la película original aparecía de forma subyacente el conflicto armado (los protagonistas eran exmilitares), con una pátina de humor negro a lo largo del metraje que resultaba sorprendente para el espectador, en Lobo Feroz se realizan cambios importantes en la definición de los personajes y en la inclusión de algunas subtramas que dotan de mayor complejidad argumental a la historia narrada que, de forma muy resumida, sin destripar demasiado la película, consiste en que una madre secuestra en un sótano al posible asesino de su hija con la complicidad de un policía que, justamente, está expedientado, sin placa, por haberlo agredido días antes, al suponer, también, que era el culpable (de hecho, era el único sospechoso), y querer que hiciera una confesión como fuera.
El objetivo del secuestro es, inicialmente, doble: recuperar la cabeza de su hija, por un lado, y vengarse de su asesino, por otro, un pedófilo interpretado de forma contenida por Rubén Ochandiano. Bueno, en realidad es un presunto asesino/pedófilo, puesto que en la película no se nos dan las pistas suficientes para valorar como espectadores si realmente es el asesino o no, de ahí la condición de dilema moral llevada al extremo, al estar presenciando la tortura de un posible hombre inocente, para que revele una información que podría desconocer.

A la involuntaria pareja interpretada por Adriana Ugarte y Javier Gutiérrez, madre y policía, respectivamente, se les une el padre de ella (abuelo de la niña asesinada), encarnado por Antonio Dechent, formando un inusual grupo que actuará fuera de la ley a pesar de que cada uno de ellos sabe que lo que están haciendo no es correcto. Es precisamente lo que el psicólogo Irving Janis definió en 1972 como «pensamiento grupal», en la que cada miembro intenta adecuar su opinión a la que cree que es la consensuada por el grupo, aunque individualmente cada uno esté en contra de la decisión tomada.
La tríada creada tendrá motivaciones muy diferentes. En el caso del policía es doblemente preocupante y tiene que ver con lo que se conoce como el «síndrome de Harry el Sucio», por cierto, personaje de una película donde sucede una trama muy parecida, con una adolescente enterrada viva y una cuenta atrás que hará que el policía interpretado por Clint Eastwood sea capaz de hacer cualquier cosa para saber el paradero del zulo donde se encuentra la joven. En esta mítica película, Harry el Sucio (Dirty Harry, 1971), dirigida por Don Siegel, el policía protagonista se salta todas las normas con la pretensión de conseguir el final deseado, aunque tampoco en esa ocasión quedaba claro que las acciones tendrían el resultado esperado y con la sensación de no saber a ciencia cierta si las acciones ilegales realizadas quedarían impunes o tendrían consecuencias (ya os adelanto que sí las tuvo).
En Lobo Feroz nos planteamos tres preguntas, algunas coincidentes con las que nos hacíamos en Harry el Sucio: ¿Es ese sospechoso realmente el asesino (en la película norteamericana el espectador sí que sabía que lo era, ahora no)? ¿Solo se pueden utilizar medios «sucios» para obtener las respuestas, aunque tampoco tengamos la certeza de que ni así las obtengamos? ¿Suponiendo que se crea que el asesino solo confesará con la tortura, al final realmente confesará teniendo en cuenta que la amenaza es que igualmente lo matarás?

El bien a conseguir, la confesión de un asesino, es tan extraordinariamente bueno para la sociedad que la mínima probabilidad de que realmente sea el culpable justifica la actuación de los implicados, al menos eso es lo que los protagonistas piensan. Aunque la premisa de que personas «normales» actúen de forma excepcional ante una situación absolutamente extraordinaria y emocionalmente tan traumática es forzada en la película, al dotar a la madre y al abuelo de un pasado conflictivo, los dos exconvictos, y con un incidente en su pasado que los marcará de por vida, al sentirse perjudicados por la justicia por un terrible suceso acontecido en la niñez de la ahora madre. En cierta manera, interpretamos que padre e hija construyen una nueva moral, con sus propias leyes y reglas, sintiéndose jueces y verdugos a la vez, convirtiendo la historia en una venganza. A diferencia del policía, que se corrompe él solo a través de sus acciones, ellos se consideran víctimas del sistema y que están autorizados a hacer lo que hacen sin pensar en las consecuencias.
Y es así donde, seguramente, Hernández pretende profundizar en los miedos de la sociedad contemporánea, donde el mayor temor es el mal que le puedan hacer a nuestra familia: «El que no cuida lo suyo acaba vacío», dice el abuelo, casi al final del desenlace. En ese sentido, la simbología del lobo se utiliza en diferentes momentos del largometraje (y en el mismo título), al visualizar un ejemplar mirando a la protagonista. Hay que recordar que el lobo es un animal social y uno de los mamíferos con mayor sentido paternal, tanto hacia sus crías como hacia su manada. Esa característica contrasta con el perfil coincidente del posible asesino y del mismo policía: los dos separados, los dos con una hija pequeña, y los dos destilando, aparentemente, una masculinidad tóxica con sus exparejas (a los dos los vemos, brevemente, hablando por teléfono con ellas, pero es suficiente para asociarlos a un estereotipo determinado). Uno es profesor de instituto, el otro policía.

El hecho de que uno de ellos sea policía es clave, puesto que el dilema moral planteado se sustenta siempre sobre unos cimientos contundentes (que sería la respuesta a la primera de las tres preguntas planteadas): que el sospechoso sea culpable sin ninguna duda. Una situación similar la podemos ver en la película Prisioneros (Prisoners, 2013), protagonizada por Hugh Jackman, Jake Gyllenhaal y Paul Dano, en la que tampoco se sabe realmente si el sospechoso raptado y torturado es realmente culpable, y si podrá decir dónde están las dos niñas raptadas.
De todas maneras, hay una premisa importante en todos los casos y que aparece en la película Lobo Feroz en boca del comandante de la Guardia Civil, cuando le espeta al agente que emula a Clint Eastwood: «Hagas lo que hagas, que no te pillen». Es la clave del pensamiento grupal, pensar que eres impune sea lo que sea lo que hagas. Independientemente de si el sospechoso era culpable o si realmente no lo era, qué prefieres… ¿Qué los pillen o que no? ¿Y si fuera tu hija?
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