Huertas y Fabre no tienen la razón universal en su Tots els barris de Barcelona, pero su labor fue tan importante como para dejarnos a sus herederos una serie de pistas con mucho valor para comprender la evolución de los barrios y ese que habría sido de en caso de sonar la flauta con otra melodía.
En la sección dedicada al Carmel, muy activo en los años setenta por la profundidad de sus protestas vecinales, se menciona como justo hace un siglo se barajó la opción de construir el Palacio Real en la Montaña Pelada. El hecho hubiera sido copernicano en un sentido de cambio, si bien en aquella época este barrio no tenía la configuración sociológica forjada durante el Franquismo, cuando tras la Guerra devino una cima para la inmigración, según el nomenclátor de la zona de origen más bien castellano.
Antes, basta leer una novela como El carrer de les Camèlies para cerciorarse, su ubicación era perfecta para las villitas de señores, queridas, viudas y todos aquellos ansiosos por alejarse de la ciudad sin irse de la misma. El paradigma popular de este hecho sería la torre Libro del carrer Hortal, hoy en día con mucha pompa añadida en su fachada para recordar el simbolismo de la finca, propiedad en sus inicios del sacerdote y filólogo Antoni Maria Alcover, quien disponía de unas vistas espectaculares en su remanso de paz, más tarde a manos de una familia del negocio de los astilleros.
Esa calma, propiciada en gran medida por la baja densidad poblacional y los dones de la naturaleza, se rompió con el Cautivo y desarmado del primero de abril de 1939. El Carmel se aisló casi por decreto, y a nadie debería extrañar el robo de motos en la Rambla del Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, pues robar esos vehículos a dos ruedas ahorraba a ese outsider de la miseria muchas suelas de zapatos; hasta 1963 no volvió el transporte público a esas cumbres, mientras tanto a rebosar de almas con la esperanza de un futuro mejor.
Mi relación con el Carmel es de puro idilio, no lo voy a negar. Una de mis rutas favoritas consiste en subir el carrer de Sigüenza. Cuando dejo atrás la parroquia de Santa Teresa siempre observo una rareza especial, bautizada por Google como la plaza del Socavón, recuerdo de ese hueco atroz de treinta y cinco metros de profundidad y treinta de diámetro causado el 27 de enero de 2005 por la construcción de un túnel para línea cinco del Metro.

El ágora de este desastre es una nada con memoria sólo para los vecinos del passatge de Calafell y Conca de Tremp, muy conscientes del desalojo de ochenta y cuatro edificios. Un poco más arriba, tras ascender pendientes remediadas en otras calles por escaleras mecánicas, aparecen una serie de inmuebles en pie e imposibles. En sus balcones claman por una reubicación total de los afectados de este enclave, invisible para el buscador geográfico más usado por medio Planeta, incapaz de entender fenómenos como el passatge de Sigüenza, metáfora de problemáticas de presente y porvenir para la barriada.

Estas se resumen en las necesidades de la posguerra. Podían llegar con una mano delante y otra detrás, podían trepar por caminos sin asfaltar ni alumbrado, pero por ello no renunciarían a edificar con sus propias manos las viviendas para disponer de un techo, sin preocuparse mucho por la leyenda de terminarlo antes del alba.
Los habitantes del passatge de Sigüenza toparon con una dificultad añadida. La travesía era, según el mapa parcelario de los años treinta, un barranco consecuencia del curso del torrent del Paradís, hundido bajo la calle y con una orografía con porcentajes medios del 9%. Para enmendar tantos baches, la elección fue generar obra edilicia propia y unir el carrer de Sigüenza con el riachuelo mediante una serie de escaleras en sucesivos ascensos más que angostos, hasta desafiar el ranquin de estreches condales.

Han pasado más de setenta años desde entonces y la calidad se ha resentido. Durante la Pandemia se desalojó de urgencia a los inquilinos del número 95, algo emulado a posteriori con los del 93 y los del 97, realojándose los damnificados a través del Centre d’Urgències i Emergències Socials de Barcelona, el Centre de Serveis Socials del Carmel y la Oficina d’Habitatge d’Horta Guinardó.
El Consistorio tiene el objetivo de expropiar el grueso de números impares del pasaje para reconstruir desde la protección oficial. En la entrada del mismo, el grupo de ERC ha colgado una nota donde se resume muy bien el estado de la cuestión: La modificación del Plan General Metropolitano del Carmel se estipuló en 2010. Ha transcurrido más de un decenio y la situación es de incumplimiento de lo acordado. Esquerra, algo obvio en un partido con aspiraciones de ganar las próximas municipales, quiere aprovechar la jugada en su beneficio, por eso pone en tela de juicio la actuación del gobierno de izquierdas, cuyo máximo representante socialista se personificó en este rincón olvidado con la ingenuidad de querer arrancar algunos votos de la desesperación.
La inminencia de la cita electoral ha generado una especie de caos entre la ciudadanía, a la que se vende, no sin desaprobación en muchas encuestas, el hito de la Súper Illa del Eixample y los trabajos en la Diagonal en pos del tranvía unificador. Los cachivaches del inmenso extrarradio barcelonés salen poco en prensa; en estos últimos meses servidor ha podido comprobar en más de una noticia la negligencia periodística a la hora de dominar la geografía barcelonesa, muestra inequívoca del maltrato proverbial a todo aquello fuera de foco.
Entre mis preocupaciones en torno al passatge de Sigüenza está su conservación morfológica. Sería demencial, quizá no tanto desde la lógica del poder, perder esa línea oscilante. No debemos descartarlo desde el historial de la plaça de Sant Jaume, siempre deseoso, al menos desde los años cuarenta, por destrozar el riquísimo legado de los pasajes, en general siempre con una explicación sobre su existencia para mayor molestia de los fanáticos del cemento en cualquier centímetro urbano.

Por ahora aún respiramos sin sofocos. Si sobrevive el passatge de Sigüenza, no cabe atender mucha atención patrimonial. La comisión del ramo cataloga a toda velocidad, sin agradecer mucho los servicios prestados, sin pensar en cómo todo lo realizado por nuestros antecesores meritaría algo más que fichas de archivo. Debemos darlo a las personas desde la información y el conocimiento, no sólo para tener los nervios a salvo por tanta hipocresía.
Si alguno de los responsables de estos varios embolados lee estas páginas podrá refutarme con facilidad; desde el socavón nada es lo mismo en el Carmel. Deberían meditar si el logro es suyo o de una resurrección de ese exhibir sus vergüenzas por la desidia, causa del ponerse las pilas en 2005, así como en esos prodigiosos setenta de los carmelitas desatados hasta ocupar un Pleno Municipal y forzar la expulsión de Porcioles de su poltrona.
Al fin y al cabo, sin ratificar la frase sobre el neoliberalismo de los Comuns travestido de progresismo de postalita, el alcalde franquista fue un abanderado del abandono y la verticalidad contra viento y marea, con el agravante, estupendo para sus fines, de no tener ningún tipo de moralidad, algo aún por determinar en los actuales gobernantes.

El torrent del Paradís bajaba de la montaña del Coll y luego confluía con el del Carmel en el escarpado carrer Llobregós. Según el planisferio de los treinta, este corriente proseguía por el carrer dels Agudells, quien sabe si por esa escalerita agazapada rodeada de hierbajos, junción en la contemporaneidad del barrio con el carrer del torrent del Carmel, en la falda de Font d’en Fargues y encaminado hacia passeig de Maragall. En la esquina de este con Peris Mencheta hay unas estructuras con claro aspecto de estar vinculadas a lo fluvial, supervivientes pese a la erección de un nuevo bloque en lado de mar, fundamental para borrar de la superficie el curso del torrent de la Carabassa.

En el sector montaña de Maragall damos con la homónima calle del riachuelo, una senda de arena con mucha vegetación en su fondo, una puerta como indicio de Humanidad y un muro para parapetarnos en nuestros progresos por ese secreto. Si se rehabilitara, podríamos contar con un área pedagógica y un jardín para este tramo, a mi parecer urgido de los mismos, si bien todo lo dicho no tiene pinta de concretarse desde las prioridades más propagandísticas.
El torrent de la Carabassa fue esencial para muchas masías carmelitas y hortenses, sin omitir el ahora famoso carrer de Aiguafreda, junto a las casitas de Can Mateu, derribadas durante la Pandemia, una época genial para la premeditación y la nocturna alevosía, desde la promesa de viviendas sociales rematada con una performance sobre el agua durante la Fiesta de la Arquitectura dentro de ese cinismo de luz y de color tan propio de la progresía a los mandos, nada inusual en este país de banderas, recortes y poco reflexionar sobre la redistribución de la riqueza para subsanar tantos males en las Barcelonas suburbiales, en peligro de ser un Zara más de la homologación, fantástica para los nómadas digitales de los me gusta en Instagram y pésima para los empadronados, expulsados de la ciudad para afianzar esa particular interpretación del bien común.