Llegar al objetivo de un máximo de 2°C de aumento en la temperatura global requiere cambios sustanciales y urgentes en los niveles de emisiones. En este contexto, la Unión Europea se ha comprometido a lograr la neutralidad climática en 2050, es decir, a que la economía europea solo emita los gases de efecto invernadero que puedan ser absorbidos por sus sumideros, como pueden ser los bosques. Para conseguirlo, se necesitan cambios a todos los niveles de la sociedad, también en los estilos de vida que llevamos. A través de nuestros patrones de consumo, las familias emitimos el 72% de los gases de efecto invernadero a nivel mundial. Además, las medidas de eficiencia energética tradicionales, como la normativa sobre aparatos eléctricos o exigencias de aislamiento térmico, a pesar de ir en la dirección correcta, son insuficientes para alcanzar estas metas tan ambiciosas y también se requerirían cambios en el consumo energético de los hogares, especialmente en países con rentas altas, como son los europeos. 

Un estudio reciente documenta que los componentes más importantes de la huella ecológica de las familias son los desplazamientos (tanto en coche como en avión), el consumo de carne y productos lácteos, así como la climatización de las viviendas. Por otro lado, las condiciones de vida, como ser dueño o no de la vivienda habitual, y las características demográficas, como el nivel de ingresos, influyen enormemente tanto en las preferencias como en las posibilidades de las personas individuales de reducir sus emisiones, incluso en mayor proporción que el país o la ciudad en la que viven. 

La problemática de luchar contra el cambio climático individualmente

Existen dos conceptos económicos bien conocidos que reflejan algunas de las problemáticas más importantes para conseguir los cambios necesarios en los patrones de consumo a nivel individual: el de externalidad y el de bien público. 

Una externalidad es un efecto indirecto de actividades como el consumo o la producción que afecta a terceras personas o a la sociedad en general. Un ejemplo común sería el de la contaminación del agua o el aire a través de la producción: cuando las empresas contaminan con su producción, están generando un daño indirecto para la población que las rodea. En este caso, una de las vías por las que se optó para mitigar esta externalidad en el Protocolo de Kioto fue la asignación de derechos de emisión de gases de efecto invernadero. De la misma manera, el uso de vehículos contaminantes empeora la calidad del aire que respiramos y contribuye a la destrucción de la capa de ozono. Es por eso que en muchas ciudades se ha optado por restringir su uso. Estos dos son ejemplos de externalidades negativas, pero también existen externalidades positivas relacionadas con el medio ambiente como pueden ser la creación de cultivos ecológicos (donde se utilizan abonos orgánicos), que mejoran la captura de carbono, convirtiéndose en sumideros, o, la compra de productos de proximidad en lugar de otros que requieren la puesta en marcha de grandes medios de transporte y contribuyen a un mayor nivel de emisiones. 

El aire limpio, el viento, la radiación solar o la temperatura del planeta, son claros ejemplos de bienes públicos. Las dos características que diferencian a los bienes públicos de los bienes privados son: la no rivalidad y la no exclusión. La no rivalidad quiere decir que el bien no mengua cuando más personas lo consumen y los recursos naturales renovables son

claros ejemplos de ello. Mientras que la no exclusión se refiere a los bienes que están al alcance de todo el público, a los que todos los integrantes de la sociedad tienen acceso. A diferencia de un bien privado, los bienes públicos son compartidos por definición y, cuando su producción y/o mantenimiento requiere un coste relativamente alto, es muy difícil que personas particulares decidan asumirlo. En el caso del clima, esto supondría que personas individuales cargasen con la responsabilidad de contrarrestar las emisiones de la población total y, por razones obvias, esto sería inviable, a no ser que una gran mayoría de la población tomase parte de responsabilidad. Esto es lo que los economistas llamamos el problema del polizón o el free-rider problem: la producción o mantenimiento de los bienes públicos beneficia igual a quienes contribuyen y a quienes no lo hacen. Y los polizones o free-riders son los miembros del colectivo que se benefician del bien sin contribuir a su existencia. 

Estos aspectos tan particulares generan una fuerte barrera para la resolución de un problema colectivo a partir de decisiones individuales. Por suerte, a diferencia del homo economicus, las personas se preocupan por el bien común y, además de guiarse por su propio interés, tienen valores morales que ayudan a mitigar esta problemática derivada de ver el problema desde una perspectiva individual. De todas maneras, la tensión entre bien propio y bien común es inherente a la resolución de este problema. Los esfuerzos voluntarios individuales tienen impactos muy pequeños a corto plazo y esto hace más fácil que una o uno se escude en el problema del polizón para justificar su no contribución a la causa: “si no veo que los demás estén reduciendo sus emisiones, aunque yo lo haga, no solucionaré nada”; y esta lógica se vuelve más importante cuanto más coste individual tenga la contribución (a pesar de ser más efectiva en la reducción de emisiones). Por ejemplo, la mayoría de encuestados en este estudio estaban dispuestos a comprar productos con empaquetados más verdes (más de un 60%), pero muy pocos (menos de un 10%) a cambiar sus patrones de transporte. Otra problemática importante es la falta de información y concienciación. 

Medios de acción 

A pesar de que, con frecuencia, el foco de la lucha contra el cambio climático se pone en los cambios tecnológicos, los cambios de comportamiento podrían suponer entre un 6 y un 16% de reducción de emisiones de los gases de efecto invernadero. Además, el potencial de estos cambios se concentra mayoritariamente en Europa y vendrían acompañados de otros beneficios colaterales como el ahorro familiar o repercusiones positivas en la salud pública y el bienestar animal. A nivel de políticas públicas, la educación sobre el clima y los programas de sensibilización son claves para conseguir estos cambios. Asimismo, el acceso a crédito o ayudas dirigidas a la mejora de los sistemas de climatización o el transporte en este sentido son clave para que las familias con menos recursos puedan contribuir también a la transición. Políticas que consistan en subsidios, rebajas de impuestos u otras medidas de abaratamiento en el uso de energía más eficiente deben implementarse con cuidado y ser monitorizadas, ya que pueden producir un efecto rebote, es decir, si el coste de consumo de energía es menor, el consumo de energía puede verse aumentado, aunque la magnitud de este efecto parece encontrarse por debajo del 30%. Por último, las medidas que afecten al precio del CO2 buscando reducir su consumo, también deben tener en cuenta los efectos redistributivos, dado que las familias más pobres son las que tienden a verse más afectadas.

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