En la columna del mes pasado reflexionábamos sobre las posibilidades de un ecologismo plebeyo, capaz de constituir una fuerza política y cultural con capacidad para orientar el campo político plebeyo. Contraria a esta perspectiva, y como contrapunto polémico, nos preguntamos ahora por la dimensión teológica implícita en las miradas moralizantes que se proponen convertir a cada persona en su propio enemigo; la culpa como vector de consumo verde y responsable.

Algunas concepciones morales del ecologismo -que atraviesan diferentes prácticas discursivas, programas educativos, campañas públicas de concienciación o medidas verdes adoptadas por las grandes empresas-, contienen conceptos teológicos secularizados que vienen a ocupar un lugar análogo en nuestros perímetros morales ecológicos. Existe una correspondencia entre imágenes metafísicas del mundo y preceptos normativos y deontológicos.

En la Europa medieval, la vocación divina exigía votos de pobreza, castidad y obediencia, lo cual aseguraba la recompensa de la eternidad celestial. Por el contrario, el trabajo ordinario carecía de reconocimiento. Sencillamente, se trataba de la actividad necesaria para asegurar el pan y un techo. La vocación divina, la «llamada» [vocare] señalaba a quienes habían sido llamados especialmente por Dios para desempeñar su función. Según Max Weber, Lutero se opuso a esta concepción de la vocación, pues suponía introducir la desigualdad como principio constitutivo de la comunidad de creyentes. En la medida que se consideraba la existencia de un tipo de vocación especial, pareciera que unos creyentes erab más religiosos que otros. Por lo que Lutero se propuso secularizar la idea de vocación, dando el mismo estatuto de dignidad e importancia a la labor desempeñada por el sacerdote, el campesino, la monja o el comerciante.

Hoy asistimos a una suerte de secularización del ecologismo moralizante: todos estamos llamados en pie de igualdad en la lucha por la madre tierra, ergo los dueños de las eléctricas, el indígena de la Amazonas y el trabajador de la SEAT comparten la misma responsabilidad. Las tareas, por nimias, insignificantes y cotidianas que sean, parecieran deberes ecológicos a los que Dios, o sea, la madre naturaleza, les ha otorgado importancia religiosa, como Lutero hizo con el trabajo cotidiano en el mundo. El hábito del sacrificio, la disciplina, el ahorro, la simplicidad, el esfuerzo.

Calvino, creador del sistema doctrinal protestante, ofreció la conocida «doctrina de la predestinación»: sólo Dios puede determinar el destino eterno de toda la humanidad. Los «elegidos» van al cielo y los «réprobos» son condenados al infierno. De la misma manera que el protestante carecía de los mecanismos habituales para conseguir la salvación eterna del alma, y era arrojado a la angustia interior ante la imposibilidad de conocer los designios divinos, hoy nos encontramos todos igualados en el temor que nos despierta dañar a la Naturaleza, que ya habría decidido el destino de toda la humanidad. Desde esta angustia, que toma hoy el nombre de «ansiedad climática», habríamos de vivir tal como la verdadera fe ecológica requiere: sobriedad y frugalidad, ofreciéndonos enteramente a la Pachamama como sus siervos en el reciclaje individual, en la vida saludable o montando en bicicleta. Y así, con idéntica ingenuidad que los protestantes, creer finalmente que el Mundo será salvado. Una disposición psicológica óptima para que al interiorizar nuestra culpa no señalemos a los responsables del ecocidio presente. La versión «eco» del libro de Weber se podría titular «La ética eco-protestante y el espíritu del ecologismo moralizante». Se trataría en este caso de una «ascética intramundana», una disciplina individual, una conducción ecológica de nuestra vida cotidiana y una privación voluntaria.

En el dogma propuesto por Calvino, el designio, la predestinación, escapa a toda comprensión humana y a todo empeño humano por querer saber, lo que era motivo de angustia para el hombre común. Ante Dios, el hombre se encontraba en la más absoluta soledad. No podía recibir la ayuda de los sacerdotes, de los sacramentos, de la Iglesia ni del mismo Dios. Algunos ya habían sido salvados; y otros condenados a una muerte eterna. El único consuelo que les quedaba, sostenía Calvino, era el de la verdadera fe, la obligación de considerarse elegido, vivir esa ficción, como si le esperase la salvación eterna, y ahuyentar cualquier duda que pudiese albergar al respecto. Había que tener fe y confianza. Para ello, la recomendación consistía en comprometerse con un trabajo constante, una incesante actividad entendida, ahora sí, como vocación, al servicio de Dios.

Nuestra particular declinación verde de la teoría de la predestinación también estimula determinadas relaciones entre el hombre y la naturaleza. Pobres y ricos deben ocuparse del trabajo ecológico para mayor gloria de la naturaleza. Mientras más reciclemos, mientras más actividades sostenibles desarrollemos, menos dudas tendremos de que efectivamente nuestras acciones individuales van a salvar el planeta, y lograremos así ahuyentar nuestra angustia. Entiéndase, no se trata de la aceptación racional de los principios ecológicos, sino de un impulso interior, de un sentimiento de culpa que nos atraviesa cuando no realizamos tales acciones. He aquí el eco-ascetismo protestante. La Naturaleza nos convoca a una vida seria y restringida, de privaciones individuales y cálculo cuidadoso, como marca de elección eco-divina, nuevos elegidos, portadores de una carga impuesta, incapaces de darnos gratificaciones pecaminosas. 

Weber se interrogó sobre el enigma del origen del capitalismo. Se propuso explicar por qué existieron sociedades, en un momento específico de la historia, cuyos modos de existencia respondían a un evidente absurdo: seres humanos desempeñándose sin descanso en una frenética actividad mientras renunciaban a los frutos de ese trabajo. El esfuerzo en el trabajo no comportaba un mayor bienestar, mejoras materiales ni un aumento de los bienes, sino una serena y amarga renuncia. Tal como explica Weber, acción y renuncia estaban condicionadas recíprocamente. Algo similar ocurre en nuestras pautas de comportamiento individual: somos conscientes de que la mera actividad individual no va a salvar al planeta de su destrucción, pero aun así seguimos empeñados en la renuncia. Hay un estado afectivo al que estamos abocados. Lo importante es la vivencia que se deriva de un antagonismo mal entendido o, sencillamente, de la carencia de antagonismo. Cuando no hay politización, sólo nos quedan modos de vida definidos por sus conductas prácticas.

Este racionalismo ético-metafísico y el individualismo metodológico condicionan formas de racionalismo práctico, el homo ecologicus, un ethos, obligaciones, hábitos morales. Los fundamentos práctico-morales de esta conducción metódica de la vida y el disciplinamiento de la conducta tienen que ver con una mala comprensión de la agencia política del ecologismo: una ética que objetiva la naturaleza como el escenario de intervención y transformación desde una perspectiva meramente individual. Esta concepción de la ética ecológica contiene una fuerte impronta religiosa, orientando la conducta hacia la eco-salvación. Se propone un deber ser, las acciones individuales ecológicas como fin en sí mismo, a cuya consecución nos sentimos todas y todos igualmente obligados para dar cuenta de nuestra responsabilidad y altura moral, signo de virtud cívica. De aquí nace un particular ethos racional ecologista, consolidando una mentalidad singular. Esta ascética religiosa se contrapone hoy a la dimensión inherente de lo político: el antagonismo.

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