
Días atrás uno de los principales diarios del país hacía un titular ciertamente provocador: “El Estado del bienestar, una idea revolucionaria en crisis”. El artículo y la noticia que seguían a esta introducción trataban de explicar que el planteamiento del Estado protegiendo a la persona desde el nacimiento hasta la muerte está en serias dificultades producto, supuestamente, de las crisis económicas de los países y de las pirámides poblacionales invertidas. La argumentación seguía afirmando que el Estado del bienestar muestra signos de debilidad evidentes y que los expertos atribuyen la fragilidad de las democracias al debilitamiento del papel social del Estado.
Ciertamente, el debate sobre la viabilidad de los diferentes modelos de Estados del bienestar está muy presente en diferentes espacios y círculos de reflexión política. Sin duda, la creación y desarrollo del Estado del bienestar en nuestro país que trajo la democracia, un Estado del bienestar desde la óptica del modelo mediterráneo en contraposición a otros como los modelos nórdicos o los anglosajones, permitió hacer frente a las grandes desigualdades sociales generadas por una larga dictadura fundamentada en la autarquía, la corrupción y los intereses de las élites dominantes. Posteriormente, las diferentes crisis económicas y la pandemia han puesto contra las cuerdas a los servicios básicos y han abierto una nueva etapa de reflexión para repensar el modelo. Pero que desde Europa, cuna del “welfare state”, que debería garantizar la cohesión social y la protección de la ciudadanía, se pueda hablar de idea revolucionaria en crisis, no dejar de causar perplejidad y preocupación a este analista.
El Estado del bienestar tal y como lo hemos conocido podría entenderse como idea revolucionaria en el contexto de la posguerra en los años 40 y 50, pero casi un siglo después podemos concluir que no ha hecho todo el recorrido que muchos preveían ni ha provocado los cambios deseados. ¿Revolución? Limitada y controlada. ¿En crisis? Seguramente es la idea de que algunos pretenden que cale entre la opinión pública.
Al contrario, somos unos cuantos los que pensamos que la verdadera transformación pasaría por evolucionar del Estado del bienestar al Estado social. Nos referimos a un modelo que garantice los servicios públicos esenciales, la vida digna de las personas y su participación real en la vida económica y social. Más allá de los debates académicos que genera la conceptualización del Estado social de derecho, en contraposición al Estado del bienestar, desde los fundamentos ideológicos que sustentan cada una de las propuestas, hablamos de una propuesta que permita avanzar de la atención a los colectivos más desfavorecidos en una sociedad más igualitaria.
Un sistema social, político y económico que haga posible fortalecer servicios y garantizar derechos, para permitir a todo ciudadano mantener el nivel de vida necesario para participar como miembro pleno de la sociedad. Acceso a servicios sanitarios, educación, prestaciones de desempleo o atención a discapacitados y personas mayores. Pero también a trabajo y vivienda digna, cultura, ocio para los niños o defensa jurídica. Un estado que garantice también la participación social y política y asegure la redistribución de la riqueza mediante una fiscalidad justa y equitativa.
Tal y como decía el arquitecto y diseñador Buckminster Fuller, “no cambias las cosas combatiendo la realidad existente; cambias algo construyendo un nuevo modelo que hace el modelo existente obsoleto”. Por eso habría que preguntarse cuál sería el modelo económico que podría favorecer a este Estado social. Ciertamente, el capitalismo más crudo y especulador no sería la opción. Si que lo sería un modelo vinculado a las propuestas de la economía social y del capitalismo consciente. Un sistema económico enfocado en garantizar los derechos de las personas, la distribución de la riqueza y la justicia social. Y con una apuesta radical por la democracia plena. ¡Esta sí que sería una propuesta revolucionaria!
Es tiempo de revoluciones. Las dinámicas analizadas, que deberían conducirnos a un cambio de contrato social, podrían verse favorecidas por dos movimientos tectónicos que interpreto, con optimismo, como imparables e irreversibles. Hablo de la revolución digital y de la revolución feminista.
En próximos artículos me gustará profundizar en los cambios que se están produciendo en estos dos movimientos y la trascendencia que tendrán en el futuro inmediato. De hecho, éste es el primer error que acostumbramos a cometer cuando nos aproximamos a ambas revoluciones: pensar que hablamos de cambios transformadores del mañana, cuando de hecho, ya hoy estamos inmersos en una nueva realidad que no tiene vuelta atrás.
Cambio social, transformación digital y revolución feminista; tres ejes que, bien gestionados y superando las fuertes resistencias que se van a oponer al cambio, pueden acabar confluyendo para conducirnos a una sociedad más igual y democrática.