Toda Barcelona está en obras, sin ningún irreductible poblado galo en la resistencia. El otro día, una señora me comentó que no veía nada parecido desde las Olimpiadas, algo genial para dar rienda suelta a mi discurso sobre la ciudad en transformación, no en decadencia, término reverenciado por los críticos. 

Al final, aquello de la culpa es de Colau es una frase muletilla en el imaginario del barcelonés, casi una coña surgida por la repetición y bendecida en la redundancia bromista. Cuando la consulté, la inteligencia artificial tampoco quiso dar toda la culpabilidad a la alcaldesa, porque su buena educación le impide atribuir el 100% de algo a una persona en concreto.

En fin. Un concepto muy en boga ante las inminentes elecciones es el de las Súper Islas, sobre todo por su aterrizaje en el meollo del Eixample, destacándose las calles de Girona y Consell de Cent, cambiadas en sus nuevos tramos a lo Alfonso Guerra. La madre que los parió era padre y se llamaba Ildefons Cerdà. Los detractores usan su nombre no sé si en vano, pues no deja de ser un tópico local. En sus quejas alegan la destrucción de la estructura del entramado original, una sandez espectacular porque el mismo fue desfigurándose con el tiempo. Basta ver algunas proyecciones del proyecto inicial para comprobar como la cuadrícula democrática del ingeniero se ha manipulado durante toda su singladura en función de poderes e intereses. 

Balcón de la calle Girona| Jordi Corominas

Otro lamento concierne al tráfico rodado. Volveremos a tan espinoso asunto. En estos párrafos tengo la voluntad de ofrecer varias impresiones posibles sobre la Súper Illa del Eixample, de la que por cierto se recogen infinitas opiniones de personajes mediáticos, no así de la ciudadanía, quizá la más interesada en manifestarse y ser escuchada. 

El primer rostro es el mío desde una doble vertiente. La analítica realiza un barrido mental para recordar todos los modelos de Súper Illa en la capital catalana. Estoy familiarizado con la del Poblenou, inteligente en su condición pionera al entrañar menos riesgo en una zona tranquila, en remodelación y unida, sin que muchos lo comprendan, con el eje de Pere IV, vieja carretera hacia Francia con cuatro quilómetros divididos en un póquer de segmentos.

La otra recurrente es la de Sant Antoni. A mi parecer poco puede reprochársele, sin olvidar como la previa gentrificación del barrio, con el carrer del Parlament erigido en rey de las bodegas, quizá no afecta tanto a la inflación inmobiliaria del entorno, algo temible para muchos barrios donde quiere implantarse la fórmula.

Muchos de ellos tienen vastos espacios casi sin vehículos por la naturaleza de su morfología. Podemos observarlo tanto en el centro de Horta como en Can Baró o Camp de l’Arpa, donde la súper isla, canalizada en el carrer de la Muntanya, huele a potenciar el sector del ocio y asesinar con lentitud al pequeño comercio, actos perniciosos e innecesarios para un vecindario habituado en los últimos tiempos a prevalecer sobre los malos humos.

La calle Rogent de Camp de l’Arpa | Jordi Corominas

El mito de un Eixample hostil a Barcelona en Comú se diluye al leer los resultados electorales de 2019. El partido de Colau quedó en segundo lugar, a tres puntos porcentuales de ERC. Un 19% depositó su apoyo a la interior gestión. El dato es significativo y me hace reflexionar en cómo acogerán los residentes ese giro de ciento ochenta grados. Algunos pueden cabrearse, pero la estadística también podría deparar un vuelco positivo de cara a la cita de mayo. 

La peatonalización del carrer de Girona y un trecho de Consell de Cent se murmuraba desde antes de la Pandemia, desde mucho antes. Estos últimos meses he paseado con asiduidad por las obras, sin pararme mucho para que no me tilden de anciano y cavilar mientras gasto las suelas de los zapatos en lo conveniente de haber aprobado un plan de usos para esta segunda Barcelona sin discotecas ni otros establecimientos tan bien queridos por el PSC y los antiguos convergentes, ambos ultras del despropósito de la ampliación aeroportuaria. 

En Girona con Diagonal me fijé en las excavaciones. Durante algunas semanas parecían restos de asentamientos de antaño, pues la leyenda ve al llano entre la muralla y Gràcia como un páramo despoblado, cuando ni mucho menos era así.

Las lonas tapan la masia encontrada entre Diagonal y la calle Girona| Jordi Corominas

La piqueta reveló una masía en esa ubicación, como en otras exhibió vestigios poblacionales, a tapar para continuar con la meta requerida. Un poco más abajo, a la altura de la Gran Via, tuve una simple y magnífica iluminación. Podía andar, por vez primera en toda mi vida, por el medio de la calle, fotografiarla por entero y cautivarmeal ser el dueño de la misma, sin la competencia de tantos motores. La sensación fue muy lúcida, desde la conciencia de experimentarla tras la Pandemia, algo nada baladí porque durante esos meses de pesadilla uno de los alivios fue disponer del asfalto de manera imperial, sin supeditarme a la industria de las cuatro ruedas, por desgracia aun hegemónica en muchos sitios de la capital catalana, como en Fabra i Puig, donde sólo un 20% de su extensión se brinda al ciudadano de pie porque terrazas y automóviles aún tienen prioridad sobre los humanos.

Sentirme mimado en esa Súper Illa alcanzó proporciones milagrosas unos metros después, a la altura de las casas Cerdà, prototípicas de cómo debían ser las demás del Eixample hacia 1860, encandilándome la paz de poder admirar sus esgrafiados sin miedo a ser atropellado o insultado por la chulería de los conductores, habituados a ser los amos del corral sin apenas pestañear.

Esgrafiados de una casa Cerdà| Jordi Corominas

La cuestión de los coches canaliza otro hemisferio racional de mi cerebro. A los dieciocho años decidí no sacarme el carné. Puedo ir a todas partes con otros transportes o por mis propios medios, algo que no excluye mi comprensión para una lógica viaria en la urbe. Muchas iniciativas de los Comuns están repletas de buenas intenciones, arruinadas, más allá de su hermosa fachada, por errores de planificación debidos a muchas precipitaciones. En estas páginas hemos esgrimido en más de una ocasión la urgencia de pacificar la vía Laietana, eso sí, desde el sentido común, pues si de golpe y porrazo quitas a los usuarios avenidas rápidas deberás ofrecerles una alternativa igual y no el desierto supremo entre el Paralelo y el passeig de Lluís Companys.

El affaire Laietana condensa todos los pros y los contras. Un partidario de la medida fue tajante en su defensa al plantear la opción de la ronda Litoral como disyuntiva ante el problema, menos gravoso si se potenciara de una vez por todas, no sólo de boquilla o con los masajes tuiteros de Janet Sanz, el transporte público o si se quiere ser más exacto la flota de autobuses. 

En todo este relato hay otro embrollo de proporciones gigantescas y no es otro que la cultura de Barcelona durante el último medio siglo. Porcioles quiso transformarla en una autopista y Maragall como buen alumno prosiguió los planes, afinándolos con las Rondas, aún a mejorar en sus accesos a los sucesivos barrios de su itinerario. El ciudadano tiene muy inculcado el uso del auto hasta para ir al lavabo, consecuencia de esta póstuma victoria franquista, por lo demás muy del gusto provinciano del país.

Si se saliera más fuera podría comprobarse cómo determinadas capitales europeas han adaptado su morfología a este reto de nuestro siglo, bien con peatonalizaciones temporales, bien con una profunda apuesta para con las pacificaciones. En Bolonia se opta por el primer recurso, mientras en Colonia el entramado central está libre de cláxones y frenazos, envolviéndose en sus aledaños de un poderoso anillo automovilístico. 

Podría citar otros lugares, convirtiéndome en un estupendo demagogo si alabara la gratuidad del autobús en Luxemburgo o cómo Roma en breve hará de las congestiones en via del Corso un pesado recuerdo de la locura capitolina. Barcelona es diferente. No lo adopten como lema, no sean como Fraga. Lo es por su propia estructura urbana, y eso en el Eixample es todo, de hecho mi única comprensión con los odiadores de Colau en este sentido es que comparto lo de Cerdà y las líneas rectas si uso mi raciocinio con frialdad, quitándomelo de la cabeza por lo apuntado con anterioridad en este artículo: las ciudades progresan y Julien Gracq, inspirándose en Baudelaire, ya escribió aquello de su corazón latiendo a mayor velocidad que la de los mortales, en esta película fantásticos para refunfuñar y mediocres por no entroncar variaciones desde una perspectiva con el porvenir de frontera. 

Sigo mi ruta por la Súper Isla. En Consell de Cent entre rambla de Catalunya y Balmes sigo entusiasmado con eso de no depender de las aceras. Las venideras estarán al nivel de la calle, como en la Friedichstrasse de Berlín, un lujo estético y un parabién si se generaliza, como ya se hace sin ir más lejos con algunos pasajes, o al menos en aquellos ajenos a la ignorancia patrimonial del Consistorio, una de sus lacras de más enjundia.

Consell de Cent entre Balmes y Enric Granados | Jordi Corominas

Antes de ponerme con este texto pensé introducir a un marciano socarrón, encantado de reírse a la cara de todas esas voces tan autorizadas con deje amargo en sus pronunciamientos. Pueden ser periodistas de renombre, ciudadanos desinformados o políticos de la actualidad, es decir, nulidades sin contacto real con lo acaecido en el exterior de sus despachos.

Todas estas personas deberían enhebrar una balanza mental y situar los pesos a cada lado. La súper isla podría ser un estupendo eje cultural en el Eixample para dar más cancha a los negocios del ramo, exhibir a los paseantes el patrimonio con pedagogía urbana y rematarse con la loa perpetua a la sostenibilidad, palabra que de tanto uso han banalizado hasta los topes.

¿Será así? Tengo muchas dudas, sobre todo por el turismo. Alguien no ha asimilado el antes y el después con la crisis sanitaria. El efecto clausura nos hizo ver a más guiris en 2022. No había tantos. Ahora si vuelven no serán tan numerosos como antes, pero aun así son pánico para muchos barceloneses, quienes con razón albergan sospechas de ser secundarios en una platea que los expulsa de la función por los insensatos alquileres y la misma dramatis personae querida por la economía, amante desde el socialismo contemporáneo del bussiness y el nomadismo digital desde esa izquierda a priori auténtica sin arrestos para gobernar con legislaciones útiles para sus votantes. El deslumbre de belleza se tornará en fealdad si tanto dispendio se dedica a la postal para los foráneos, pasantes sin arraigo, no como nosotros, hijos en conflicto con ansias de retomar Barcelona para gozarla como nos es debido. 

Proyecto del Eixample tal y como lo quería Ildefons Cerdà
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