“¡Ay! ¡Si tan sólo tuviéramos el análisis correcto de la situación concreta…! ¡Entonces la revolución estaría a tocar!” –suspira una gran parte de la izquierda allí donde se la ve operar. No seré yo quien hable en detrimento de los increíbles beneficios que la teoría guarda a la hora de transformar la realidad, pero aquella creencia infundada puede pecar de teoreticismo no por ser “demasiado teórica” sino justamente por no serlo suficiente: reduce la realidad (y por tanto también la función de la teoría) a la explicación de una determinada “lógica”, dejando de lado todo aquello que podría no ser tan racional o consciente.
Sin duda, una de las principales razones que explican esta minusvaloración de lo afectivo respecto de lo racional en los análisis socio-políticos es que podría parecer a primera vista que cuando empezamos a hablar de emociones nos adentramos en un terreno pantanoso, mucho menos científico que la fría “economía”, por ejemplo –no tenemos un El capital de las pasiones políticas, aunque la Ética de Spinoza quizás sea lo que más se le parecería. Por lo pronto, entonces, necesitamos un mínimo marco teórico para tratar las emociones políticas que han dominado en el Estado español y en Catalunya durante la última década –un marco teórico tan breve y humilde como el espacio de esta columna nos permita desarrollar.
En este sentido, pocos pensadores contemporáneos han puesto tanto énfasis como Martin Heidegger sobre el hecho de que los seres humanos nos encontramos siempre, y antes que nada, bajo determinados estados de ánimo. Frente al ser individual (e indiferente) moderno que no consigue escapar de la “prisión de la conciencia”, en Ser y tiempo el filósofo alemán se atreve a dibujar una ontología alternativa que ya esté mediada desde el principio por el ser-en-el-mundo, el ser-con-otros, el ser-para-la-muerte y, lo que ahora nos interesa a nosotros, el ser-ya-siempre-en-un-estado-de-ánimo. No es cierto que el ser humano se enfrente de buenas a primeras con el mundo, solo y fríamente, desde una posición “científica”, preguntándose qué es la “silla”, la “mesa” o la “vela” en frente de sí al calor de una estufa –tal y como les gusta pensar a filósofos como Descartes; antes bien, esta posición “filosófica” o “científica” emerge tan solo gracias y a partir de un determinado estado de ánimo –y uno marcado quizás por la indiferencia o extrañeza ante el mundo, en este caso. Tal y como dice Heidegger con su fraseología metafísica tan característica: “el Dasein ya está siempre anímicamente templado” (§29). Es por esta razón que los seres humanos nos saludamos preguntando “¿cómo estás?” o que, al levantarnos de la cama, el mundo ya siempre se nos ha abierto bajo un determinado estado de ánimo, antes incluso de hacer ninguna cosa.
Si uno no cree que exista una distancia completamente insalvable entre “sujetos” individuales y colectivos, podríamos aplicar ahora este concepto al análisis político. Entiendo, entonces, por “estado de ánimo social mayoritario” la disposición afectiva en la que ya se encuentra siempre un determinado pueblo y que representa el punto de partida ineludible al cual sus individuos, partidos o grupos reaccionan. Esto no quiere decir que una determinada persona no pueda enamorarse, recluirse o nadar en contra del estado de ánimo imperante en cada momento, por ejemplo. De hecho, creo que este es el “gran tema” –extremadamente ideológico, por otra parte– de la mayoría de las películas producidas por la industria cultural de Hollywood, que suelen contar la historia sobre cómo, justo en el momento de grandes epopeyas colectivas, los protagonistas se recluyen en un viaje afectivo (normalmente, el amor) con indiferencia o incluso rivalizando directamente con el sentir general de la población. (El momento en que Chaplin, en Tiempos Modernos, recoge una bandera por casualidad en medio de la calle, y se le suma por sorpresa una manifestación de trabajadores detrás, representa una de las contadas ocasiones en las cuales se da el camino inverso, de la individualidad a la colectividad, razón por la cual este momento resulta cómico para el ojo americano). La cuestión que hay que retener ahora mismo es que cualquier sentimiento privado que uno pueda tener a lo largo de su vida (optimismo, resignación, amor, etc.) hay que entenderlo siempre en relación o incluso en contraposición al “estado de ánimo social mayoritario” en cada caso.
Dicho todo esto, pasemos ahora a reconstruir la historia de los estados de ánimo que hemos recorrido mayoritariamente como sociedad, tanto en el Estado español como en Catalunya, para entender mejor en qué punto nos encontramos, y para pensar qué hacer a partir de aquí.
Shock: negación, duelo e histeria
Empezamos el 2 de abril de 2007, cuando el mayor fondo de inversión de hipotecas subprime de Estados Unidos, New Century, se declara oficialmente en bancarrota, dando pie a la mayor crisis económica global desde el crash del 29. En el Estado Español, el entonces presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, pasó los dos años siguientes hablando de una “ligera desaceleración (…) focalizada en Estados Unidos (…) con impacto relativamente pequeño en la economía española”, y asegurando incluso que “España está en la Champions League de las grandes economías del mundo”, a la vez que prometía “pleno empleo” para la próxima legislatura. Creo que nos equivocaríamos aquí si viésemos la típica mentira de un político profesional en medio de unas elecciones (que seguramente también); antes bien, la falta de principio de realidad por parte del entonces presidente del Gobierno reflejaba correctamente en este caso el sentir mayoritario de la población, la primera fase de un duelo –la negación– por un mundo que ya no sería más. Por supuesto una parte nada desdeñable de la izquierda siempre había sabido que la Transición y el 23F habían sido una estafa a punta de pistola; la desindustrialización acometida por Felipe González, pan para hoy y hambre para mañana; las Olimpíadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla del 92, una reluciente fachada para un modelo cada vez más basado en el turismo, la liberalización del suelo y el “pelotazo”; y el tratado de Maastricht y la entrada en el euro, un mal negocio a largo plazo. Sin embargo, estas certezas que la izquierda poseía no le restaban importancia al hecho de que el estado de ánimo social mayoritario que ahora se rompía en mil pedazos había sido de “euforia y miedo, sueño y despertar, pares dialécticos de (…) una ambigüedad constitutiva: todo iba bien, pero algo iba mal” –como reseña Eduardo Maura en su libro sobre Los 90.
Llegados a este punto sería un lugar común citar La doctrina del shock de Naomi Klein. Sin embargo, este libro, más citado que leído, no tiene nada de común. En su primer capítulo, Klein establece un paralelismo entre, por un lado, la terapia de electroshocks conducida por el psiquiatra Ewen Cameron en los años 50 en la Universidad de McGill (y financiada por la CIA) para convertir el cerebro de determinados esquizofrénicos en una tabula rasa sobre la que reescribir lo que se quisiera y, por otro lado, el paquete de medidas neoliberales implementadas por Milton Friedman y los Chicago Boys en Chile bajo la dictadura de Pinochet durante los años 70. Con esto quiero señalar que el shock sufrido por la crisis de 2007 y el paquete de medidas austericididas que tenían que seguir, capitaneadas por Mas, Zapatero y Rajoy –sin olvidar la reforma conjunta del art. 135 de la Constitución una noche de verano–, no se trató solo de un shock económico, social, político, e incluso cultural, sino también psicológico, emocional y moral. “La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma”, sentenció una vez Margaret Thatcher. No menos importante es percatarse de que esta nueva tabula rasa creada sumió a una gran parte de la población –sobre todo a la parte que había confiado en el PSOE como opción socialdemócrata en el Estado español, y a la parte del nacionalismo catalán que hasta ahora había mirado con recelo la posibilidad de la independencia– en un estado de histeria. La histeria no es un estado de ánimo cualquiera en el psicoanálisis; no en vano Lacan lo llamó la más “sublime” y “filosófica” de las posiciones subjetivas. Análoga a lo que los existencialistas entienden por angustia, ese momento en el que el suelo se resquebraja bajo los pies es fundamentalmente un momento de escucha atenta, en el que uno se acaba preguntando: ¿che vuoi?, [“¿qué quieres?]. Por fin, al menos ahora, alguien escuchaba; y tanto la izquierda como el soberanismo tenían mucho que decir.
De la envidia a la indignación
Habiendo pasado por las tres fases restantes del duelo identificadas por Kübler-Ross –la ira, la negociación y la depresión–, y aunque estas tendrían que repetirse y alargarse más a medio plazo, finalmente tanto el Gobierno como la gente y todos los demás actores aceptaron la realidad de la crisis. Normalmente aquí se suele pasar demasiado rápido a la indignación como estado de ánimo social mayoritario, dejando de lado un eslabón intermedio que me gustaría recalcar. En ningún lugar estaba escrito en piedra que la pregunta angustiada o histérica “¿che vuoi?” tuviera que resolverse en un sentido progresista de más democracia, tal y como apuntó el 15M. El deseo no emana de uno como una pulsión interior, sino que está constituido por el deseo de otro(s), y en este sentido se suele olvidar que las fechas previas al 15 de mayo de 2011 estuvieron marcadas por la profunda impresión que ocasionó la Primavera Árabe en general, y la Revolución Egipcia en particular. La izquierda puede pecar últimamente de cierto buenismo respecto a las emociones –la vida vs. el capital, el amor vs. el odio, etc.– pero si estamos hablando aquí de estados de ánimo es porque hay que hablar de verdades feas, y por tanto me gustaría sugerir que es posible que el 15M no estuviera solo marcado por una indignación genuina frente a la injusticia sino por la admiración, los celos e incluso la envidia frente a las movilizaciones populares que, mediante el uso de las redes y con una alta tasa de paro juvenil, hicieron tambalear los Gobiernos del norte de África. Obviamente, y salvando las distancias, esas condiciones también resonaban aquí, y creo que el ejemplo egipcio ayudó a cerrar la pregunta “¿che vuoi?” más o menos así: “¿por qué, con la que está cayendo, no somos capaces de hacer algo parecido nosotros, y aquí no pasa nada?”. Dicho esto, es indudable el efecto que tuvo la obra de Stéphane Hessel en las plazas –¡Indignaos!, un mal libro publicado en un buen momento–, que ayudó a clarificar el estado social mayoritario en uno de indignación –una pasión relativamente alegre frente a otras posibilidades más tristes (la frustración, la humillación nacional, etc.) que nos hubieran aproximado más al fascismo.
Esperanza e ilusión(es)
Considero que gran parte de las discusiones que la izquierda siempre se ve obligada a mantener sobre los límites y posibilidades de la transformación social (reforma vs. revolución, calle vs. instituciones, etc.) pueden ser explicados por el cálculo que cada individuo o grupo haga en cada momento entre los “Dos principios del funcionamiento psíquico”, un texto muy revelador de Freud escrito en 1911. En efecto, un exceso desmesurado del “principio de placer” puede conducir, como en el caso del niño o la niña, a la satisfacción inmediata del objeto deseado (el comunismo, la República, etc.) mediante el sueño, la fantasía, la alucinación o el delirio, sin ningún contacto con la realidad. Por contra, un aplazamiento sin fin del objeto deseado por un exceso de “principio de realidad” puede conducir a la infravaloración de las propias fuerzas y posibilidades, y a la justificación del sistema dado con la excusa de la Realpolitik –o lo que Mark Fisher llama “realismo capitalista”. Entremedias, estamos condenados, cuando hacemos política, a calcular el equilibrio perfecto entre nuestros deseos y la realidad o, tal y como dijo Lenin: “es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”. Esta maravillosa cita del genio ruso inspiró al marxista alemán Ernst Bloch para plantear un tercer principio, más allá de los dos identificados por Freud. En efecto, entre 1938 y 1947 –quizás el momento menos esperanzado de la historia de la humanidad– Bloch escribió su monumental El principio esperanza, en 3 volúmenes, una auténtica “enciclopedia de la utopía”. Frente a los dos supuestos principios de realidad y de placer, Bloch ahora se atrevía a plantear un tercero, “el principio de esperanza”, marcado por la idea de posibilidad: “la idea de que no hay nada concluso, que la realidad es proceso, que lo posible está siempre surgiendo de lo real” –tal y como lo resume Francisco Serra en su prólogo (ed. Trotta, Madrid, 2004, p. 15).
Quizás esta es la mejor manera de explicar afectivamente lo que representó Podemos en un primer momento –de forma sobria, pero sin minusvalorar la ilusión real que despertó. Su propio nombre ya remitía literalmente a la potencia, el poder y la posibilidad como ingredientes indispensables de aquel “principio de esperanza” que representa la reina madre de todas las emociones políticas (recuérdese el paralelismo con los significantes maestros en aquel mismo momento de la campaña de Obama: “yes we can” y “hope”). La alegría politiza más y mejor que la tristeza, no porque una sea una emoción “positiva” y la otra “negativa” como nos quieren vender hoy desde el coaching… sino porque “cuando el alma se considera a sí misma y considera su potencia de obrar, se alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma e imagina su potencia de obrar” (Spinoza, Ética, parte 3, proposición LIII). El poder, en cambio, necesita pasiones tristes para poder controlarlas. En este sentido, no era tan importante conseguir una solución definitiva a la discusión estratégica entre elecciones y lucha social como canalizar todas las fuerzas y energías hacia un único objetivo, hasta el punto de darse cuenta de “lo que puede un cuerpo”, en este caso popular.
Si pasamos de la oleada social que sacudió al Estado español durante la última década a la oleada nacional, considero que las movilizaciones que se despertaron en Catalunya a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional del 10 de julio de 2010 contra el Estatut estuvieron igualmente marcadas por el “principio de esperanza” –Som una nació. Nosaltres decidim–, pero con una tonalidad afectiva ligeramente distinta. Es ya un lugar común señalar que el “procés” hacia la independencia que se inició a partir de entonces era el resultado de una tal acumulación de agravios que hacía más fácil imaginar un país nuevo que reformar el existente. Esto hacía que la esperanza o ilusión en Catalunya estuviera anímicamente templada con una sensación más desesperada de último recurso, como la gota que colma un vaso. Sin embargo, el tapón impuesto, por parte del Estado español, a la función histórica de Catalunya como “motor de cambio” y modernización, así como el bloqueo hacia cualquier forma de encauzamiento democrático de la demanda de una mayor soberanía, serán unas de las razones por las cuales dicha ilusión o esperanza adquirirán una particular acritud cuando llegue la derrota total –lo veremos después con la “batalla de Urquinaona”.
Sea como fuere, tanto en el caso de la oleada social como de la nacional, jugar con la esperanza es un arma de doble filo, porque la ilusión de hoy allana el camino a las desilusiones de mañana. Hay que reconocer que ni las izquierdas ni el soberanismo han conseguido hasta el día de hoy cuadrar el círculo: por una parte, ninguna gran transformación ha sido conseguida sin altas cotas de ilusión –nadie nunca ha ganado unas elecciones o ha hecho una revolución diciendo: “mañana, seguirá existiendo el antagonismo, el sufrimiento y los problemas, porque son inextirpables y constitutivos de la sociedad, pero se hará lo que se pueda…”. Por otra parte, como su propio nombre indica, la ilusión es, hasta cierto punto y en determinado aspecto, ilusoria, por lo cual la profunda y afectiva identificación de hoy allana el camino a la des-identificación de mañana…
La deserción del populismo de izquierda: derrota, fracaso y el principio de la frustración (o de la resignación)
Hoy en día, la “polarización” cotiza a la baja. Nueve de cada diez analistas coinciden en su diagnosis: en España hay demasiada polarización, y hace falta que haya menos polarización. ¡Brillante análisis! ¡Y aun mejor receta! Como ya estamos acostumbrados, el “populismo” es erigido como el causante de todos estos males. (Curiosa elección del enemigo, por cierto, el vocablo que justamente contiene la palabra “pueblo” como su raíz, así como también la tiene demo-cracia, aunque en este caso “demos” esté en griego antiguo…). El simplismo de dichos análisis se puede entrever en el hecho de que no explican por qué los diferentes partidos no pueden evitar hacer un constante uso de la llamada “polarización”, a pesar de los sabios y recurrentes consejos de los “expertos”. Es en este momento en el que me gustaría defender una determinada lógica de la teoría populista, hoy vilipendiada. Sin duda es una de las grandes lástimas de la Modernidad el hecho de que solo se enfrenta a la teoría, en los fugaces momentos en los que realmente lo hace, en tanto que “modas”. Y la izquierda en particular ya lleva unas cuantas en la última década, en concreto tres: el populismo (2014-2016), el republicanismo (2017-2021), y la “Nueva Lectura” de Marx (2022-). Por esta razón no hay que tener paciencia con los que se suman en cada caso a la “última moda teórica”, sino con los que son fieles y reconocen el momento de verdad en cada una de ellas.
En el caso del populismo, sus detractores suelen esgrimir como su principal defecto la llamada “polarización”, el hecho de que parte y simplifica la sociedad en dos campos: “el pueblo” y “las élites”. Sin embargo, me gustaría señalar que esto también puede ser una virtud en determinado aspecto, o al menos así lo fue en el caso de Podemos en el Estado español y del soberanismo en Catalunya en algún momento. La razón es que, en realidad, nada tienen en común las distintas luchas que pugnan entre sí, no comparten ninguna “propiedad esencial” que les obligue a tener necesariamente un sentido progresista o emancipador. Podemos pensar, por ejemplo, en un feminismo de “techo de cristal” en contraposición a uno “del 99%”, o en un ecologismo reaccionario que promulgue la idea de un “dictador verde”. Ahora bien, si no hay ninguna cualidad positiva que pueda unir a las distintas luchas entre sí, esto quiere decir que dicha unión solo puede conseguirse de forma negativa. En este sentido, la identificación de “la casta” como adversario político permitió que se encontraran a una serie de luchas que no tenían necesariamente que compartir nada entre sí –la vivienda, la regeneración democrática vs. la corrupción, el feminismo, el ecologismo, etc.– y, no sin inevitables tensiones, coexistir en un plano de igualdad bajo un paraguas común y compartido. Podemos llamar esto un cierto “alivio populista”: al situar el adversario fuera –en los que realmente eran los causantes de esta “crisis que es una estafa”: los políticos corruptos, los capitalistas que gobiernan sin presentarse a las elecciones, etc.– esto también tuvo el efecto secundario de permitir que las distintas luchas convivieran sin que ninguna intentara imponerse sobre el resto.
Pero ya conocemos la historia. La deserción del populismo de izquierda a partir de 2016 –que no fue un “hecho meteorológico”, sino una cascada de decisiones políticas contingentes que se siguieron a partir de las Elecciones Generales del 20D, y que podrían haber sido de otra manera–, así como la caída de “la casta” como adversario común, tuvo el efecto colateral de fragmentar y dispersar las distintas luchas, y de ponerlas a competir entre sí sobre cuál tenía que cargar con la culpa del fracaso y derrota del ciclo anterior. En particular, la sustitución de “la casta” por “la trama” por parte del Podemos posterior puede parecer un ligero cambio discursivo sin importancia, y sin embargo no lo es en absoluto: mientras que la primera denota la identificación de un adversario político, la segunda es un ejemplo paradigmático de lo que Jacques Rancière llama “meta-política” en su libro El desacuerdo. La meta-política es el intento de acabar con el antagonismo propiamente dicho, situando una “verdad escondida” en “lo social” (las fuerzas de producción, la manipulación de los medios de comunicación, etc.) por debajo o por detrás de cualquier contienda entre el orden y “la parte de los sin parte”. Hoy en día vemos como la “meta-política” adquiere más de una de estas formas, por desgracia.
Por el otro lado, en Catalunya, la derrota de la forma populista que había adquirido la lucha por la soberanía (que tuvo su pico máximo los días 1 y 3 de octubre de 2017), pasó definitivamente de la esperanza a la rabia como estado de ánimo social mayoritario en la llamada “batalla de Urquinaona”, el 18 de octubre de 2019, después de conocer la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del “procés”. Considero que sería un error ver aquí, tal y como muchas veces se promulga (o mejor, se desea), el “procés” como un soufflé que se desinfla; antes bien, si no creemos en las fantasías meta-políticas de las “pantallas de humo”, las “caretas fuera” o las “verdades desenmascaradas”, y atendemos por una vez a las emociones políticas, veremos que la que prima en Catalunya ahora mismo es la resignación. La resignación es una emoción estoica interesante: por un lado, es verdad que renuncia a intervenir en la realidad práctica porque la considera demasiado inconmensurable e inmóvil como para ser cambiada por el momento. Pero, por el otro lado, no es menos cierto que la resignación permite mantener intacta en el interior una certeza hasta el punto en que se den condiciones más favorables para su realización. De esta forma resignada creo que va a pervivir el anhelo de una mayor soberanía en Catalunya durante los próximos años, sin llegar nunca a desaparecer, y que contrasta con la frustración creciente que emergió en el Estado español después de la derrota o fracaso del proyecto populista. Sin embargo, una sola cosa une tanto a la resignación como a la frustración, y es que ambas dan pie al último estado de ánimo que tenemos que considerar aquí: el resentimiento. O, tal y como apunta lúcidamente Pablo Bustinduy en su prólogo al libro de Jorge Tamames, La brecha y los cauces: “si hoy el ambiente político y cultural tiene ese tinte turbio, esa agresividad, esa capacidad de horadar pozos y quedarse a vivir en ellos, es probablemente por obra de un inmenso repliegue político-afectivo: estamos ante algo así como el reverso de aquella política de la esperanza que, desorientada ante el paso del tiempo, ya no es capaz de mirar afuera y suple esa carencia contemplándose obsesivamente en el espejo, poniéndose cada vez de peor humor”.
El resentimiento político, la categoría que mejor ilumina el momento actual
“Detrás de cada fascismo, hay una revolución fallida”: así resume Zizek la principal enseñanza de Walter Benjamin sobre el nazismo. Aquí, el creciente resentimiento por los tres proyectos emancipadores no plenamente realizados (Podemos, el soberanismo y el feminismo), sentó el mejor terreno de cultivo para el auge de VOX a partir de 2017. Es imprescindible notar como este partido neofascista no pudo brotar (a pesar de no dejar de intentarlo desde 2013) mientras el estado de ánimo social mayoritario fue más o menos alegre en la forma en la que lo hemos definido antes (indignación, esperanza e ilusión); y solo pudo despegar realmente cuando este empezó a agriarse. Esta correlación puede ser elevada a ley general. Pero antes de empezar con la nueva y última emoción que nos toca tratar aquí hoy, me gustaría señalar que no vamos a hablar del “resentimiento moral” (en el sentido estrictamente nietzscheano), ni del legítimo “resentimiento de clase” –sobre el cual considero que la reciente Premio Nobel de Literatura francesa, Annie Ernaux, ha ido haciendo un trabajo muy revelador, así como otros exponentes de la literatura obrera actual tales como: Didier Eribon, Edouard Louis, Kike Ferrari o Valentín Roma. Antes bien, vamos a intentar abrir un espacio para estudiar el resentimiento fundamentalmente político. Las clases sociales nos interesan, en este sentido, no tanto como posiciones económicas o culturales, sino como sujetos políticos que actúan. Y lo que queremos entender, entre otras cosas, es por qué la clase trabajadora y la media, unidas en un primer momento en un proyecto populista común en contra de las élites, parece ahora que se han desmembardo, separado e independizado políticamente, generando un enorme resentimiento entre ellas.
“Re-sentimiento” quiere decir, literalmente, “volver a sentir”, normalmente un dolor, un agravio o una injusticia, de la cual uno se quiere vengar desplazando la culpa hacia fuera, en un otro. Nietzsche, quizás, es el mayor crítico del resentimiento, y quien populariza el término. Siguiendo aquí sus pasos, nuestra crítica al resentimiento no va a ser la de un alma bella que la considera una “emoción negativa” –de hecho, Nietzsche defiende el desprecio, la agresividad o el odio (bien conducidos)–, sino por ser seguramente la peor forma de sobrellevar y conducir la negatividad. Veamos por qué. Nietzsche esgrime dos razones por las cuales el resentimiento es un veneno improductivo donde los haya: una tiene que ver con el tiempo, y la otra, con la im-potencia. La primera razón es que, al “volver a sentir” un agravio ocurrido en el pasado una y otra vez, uno corre el riesgo de dejar de actuar en el presente. En el próximo artículo me gustaría explorar cómo el (quizás excesivo) foco en las demandas del presente característico del populismo de izquierda en los años 2014-2016, generó como reacción una vuelta nostálgica al pasado a partir de 2017 bajo las más diversas formas: el rojipardismo, el obrerismo o el “retorno a Marx”. Esto es importante porque hoy se habla mucho del “nuevo ciclo”, pero está aun por dirimirse si el supuesto “nuevo ciclo” va a ser alguna cosa más que el resentimiento hacia el ciclo anterior. Pero, por ahora, pasemos a la segunda y más importante crítica al resentimiento político hoy imperante. La cuestión que hay que entender es que el resentimiento es fundamentalmente impotente. Al reaccionar a un hecho del pasado (que no se puede cambiar), situar autocomplacientemente toda la culpa fuera, en un otro, y buscar una venganza imaginaria, el resentimiento no re-acciona actuando, sino solo sintiendo, separándose de “lo que puede” realmente.
Cualquier parecido de la descripción anterior con la realidad aquí es mera coincidencia. El errejonismo, hoy, bien podría criticar al pablismo haber renunciado a la búsqueda de la hegemonía y la transversalidad después del 20D de 2015. El pablismo, a su vez, podría responderle que no atacó suficientemente la trama corrupta del poder mediático. Por su parte, autonomistas, anticapitalistas y municipalistas podrían criticar a ambas corrientes el haber dejado de lado la democratización de Podemos en los dos Vistalegres –y tendrían razón. Del otro lado, el independentismo catalán podría criticar a todos los anteriores haber minusvalorado la que ha sido la mayor movilización popular contra el Estado español hasta la fecha (el 1O). Sin embargo, ellos les podrían contestar que la constante subordinación a la antigua Convergència no ayudó precisamente a unir la lucha social con la lucha nacional. Aun más, el rojipardismo podría criticar a todo el resto su casi absoluta desatención a la nostalgia del pasado, y los otros podrían responder que esta es una pendiente resbaladiza que puede conducir a comprar el marco de la extrema derecha. Por último, el nuevo y emergente Movimiento Socialista bien puede ahora tildar a todas las demás fuerzas de “socialdemócratas” por no prestar suficiente atención a la “forma-valor” en sí misma; aunque, creer que un movimiento tan radical podía tener lugar después de la derrota histórica del comunismo sin pasar por fases intermedias denota cuanto menos un alto “principio de placer”. Los interesante de todas estas críticas es que cada una tiene su momento de verdad. Y sin embargo, los unos por los otros, y la casa sin barrer, como suele decirse.
Olvido o perdón, pero afirmación
No es que no se pueda criticar o negar la estrategia del compañero o compañera de al lado. La crítica, hecha dentro de un todo orgánico vivo, es imprescindible y enriquecedora. El problema de hoy es que solo hay eso, y por tanto prima nihilistamente el No sobre el Sí, la negación sobre la afirmación, y la reacción sobre la acción. ¿Qué hacer, frente a esta situación? Nietzsche, por su lado, pone el dedo en la llaga cuando señala algo que a los seres humanos siempre nos resulta difícil de aceptar: “en toda acción hay olvido; (…) el agente olvida la mayor parte de las cosas para hacer una sola, es injusto con lo que queda atrás y no reconoce más que un solo derecho, el derecho de lo que en ese momento ha de ser” (Intempestiva II). Por otro lado, para una gran parte de la izquierda Nietzsche puede no ser su autor favorito, comprensible y legítimamente, al provenir más bien de una tradición hegeliano-marxista. Pero es que Hegel tiene, mutatis mutandis, el mismo pensamiento, solo que él lo desarrolla secularizando el concepto de “perdón”. En efecto, al final de la Fenomenología del espíritu, cuando la conciencia que actúa, escapando de las limitaciones del alma bella, se vuelca en la acción y se atreve a transgredir la ley universal imperante, no puede evitar sino confesar que su “buena acción” está inevitablemente ligada a su singularidad, determinaciones y circunstancias, y en ese momento la dura conciencia que juzga se deshace, y la perdona. Aquí se ve claramente que no se perdona u olvida la acción ajena solo cuando reconocemos el error en el otro, sino que también se hace para uno mismo, para poder convertirse en algo nuevo y distinto, y poder volver a actuar nuevamente. Personalmente, yo no sé si la mejor forma de dejar atrás el resentimiento es el perdón o el olvido –sinceramente, le veo algunos problemas a ambos– pero estoy convencido de que la izquierda necesita operar alguno de estos mecanismos para volver a afirmar(se) de nuevo.
Hoy en día tenemos la idea de que argumentar bien políticamente es ofrecer los argumentos más racionales para defender una determinada posición. Esta es una visión secundaria, romana, heredera de El orador de Cicerón. La visión griega original, sintetizada magistralmente por La retórica de Aristóteles, es que argumentar significa empatizar con una determinada emoción, para moverla a otro lado –“em-patía” significa literalmente en griego antiguo “estar dentro de un pathos”, de una pasión. Para quien quiera defender en la plaza pública el “No” a una determinada guerra, por ejemplo, no son tan importantes los argumentos o datos que se suministran, como empatizar con el estado de ánimo social mayoritario para virarlo hacia uno de más pacífico. El primer paso para solucionar un problema, por tanto, es reconocerlo, como suele decirse. En este sentido, nosotros hemos intentado aquí identificar qué nos ha pasado emocionalmente durante la última década para ver si podremos volver a afirmar algo de nuevo en el futuro. Pues, “¿en qué crees? –en que tiene que determinarse de nuevo el peso de todas las cosas” (Nietzsche, La gaya ciencia, § 269).