El año electoral 2023 se presenta para la izquierda como la crónica de una derrota anunciada. El tiempo pasa y ni de dentro ni de fuera del gobierno se activa el voto progresista. Los partidos de la investidura hace tiempo que no suman en las encuestas. El declive es lento, pero constante, y el abstencionismo se consolida. De persistir desencanto e indiferencia, el retorno de la derecha puede darse por seguro.
Sin embargo, no toda la izquierda lo ve igual. Para el PSOE la derrota podría ser un mal menor. Perder el gobierno, sí, pero a cambio de restituir la disciplina del péndulo bipartidista. Si el espacio de ruptura democrática se sigue achicando a su izquierda, no deja de ser una opción asumible. Un escenario que, mutatis mutandis, recuerda al de 2011: o la izquierda vota, o se autoinflinge un gobierno conservador en su peor versión (absoluta de Rajoy entonces, Feijóo con Vox ahora).
Tras una legislatura crítica (covid, volcán, guerra, clima, inflación…), fiar resultados a la gestión del ejecutivo no parece baza segura. Menos aún si cabe confiar en que Vox, cada día más farsa de su tragedia, active el «voto del miedo». Por si fuera poco, en todas las convocatorias autonómicas, un sector nada desdeñable del electorado ha dejado claro su mensaje: si el ejecutivo no cambia de rumbo, que se atenga a las consecuencias. En Galicia y Andalucía, absoluta del PP; en Madrid, el PP suma más que toda la izquierda; en Castilla y León pacta con Vox. Distintos escenarios, mismo resultado: el PP gobierna. Y lo hace más a la derecha que nunca.
¿Cómo evitar entonces esta derrota anunciada? Aventuremos una hipótesis: los años diez fueron un tiempo de desbordamiento democrático y crisis de régimen que no encontró solución de continuidad en una agencia política capaz de plasmar las aspiraciones constituyentes de las plazas. La tercera ola de democratización logró poner al bipartidismo contra las cuerdas e inauguró un periodo de experimentación electoral hoy concluido. Su «mandato» era rearticular el régimen del 78 en una democracia «real». El balance es una incertidumbre envuelta en pesimismo: ni se ha formado la agencia democrática; ni el régimen ha recuperado su equilibrio, aunque el bipartidismo mejore levemente. Revertir la derrota anunciada requiere retomar el mandato del 15M, actualizarlo y proyectarlo más allá. Y ahí, la configuración de la agencia política sigue siendo la clave.
Tres protagonistas de la democracia
Volvamos la vista atrás en una perspectiva genealógica. Desde los orígenes de la modernidad, tres modalidades de «agencia» –para entendernos: el qué o quien hace qué, como, cuando…, de la política– se han disputado el protagonismo democrático: notables, partidos y movimientos. Las tres han coincidido con distinta intensidad según el momento y las tres se han combinado para dar lugar a los regímenes políticos de cada época. Cada una de estas modalidades conlleva un ideal de democracia (una definición del demos, un grado de participación, una praxis deliberativa, etc.), pero la «democracia realmente existente» solo resulta a cada paso de la correlación que establecen entre sí. En los márgenes de dicha correlación se operan las modulaciones que hacen avanzar o retroceder la democracia. Cada régimen político no es más, ni menos, que su resultado contingente.
En los términos de su composición social, la democracia moderna no surgió como una forma de gobierno «del pueblo, por y para el pueblo», tal y como la entendemos hoy. Por su sociología, el significante «pueblo» (el sujeto de la democracia) se correspondía con una burguesía emergente que disputaba el orden político a la oligarquía del Ancien Régime. A pesar de ello, el concepto mismo de gobierno democrático traía consigo un desequilibrio sin resolver. Al prescribirse como una comunidad de seres libres e iguales, cualquier desigualdad o falta de libertad era susceptible de volverse causa de la disputa por redefinir y ampliar los límites del «pueblo».
En los comienzos, la burguesía deseaba para sí un modelo que imitase el gobierno de los antiguos bajo la libertad de los modernos (mercado, propiedad privada, individualismo, etc.). La ciudadanía no se pensaba universal e incluyente, sino más bien como el club privado de una oligarquía. Iguales entre sí, pero diferentes a todo lo demás. En buena lógica, los notables se constituyeron como agencia privilegiada de esta forma de democracia incipiente, limitada a unos pocos y basada en relaciones interpersonales. Con ellos aparecieron también las primeras agrupaciones informales y alineamientos más o menos estables de élites (los «partidos»). Y mientras tanto se sucedían las revueltas de movimientos que reivindicaban ampliar la participación política en la democracia.
La democracia burguesa
La democratización de España también tuvo en sus inicios a los notables como protagonistas. A pesar de las aspiraciones revolucionarias burguesas, la Instrucción para la elección de diputados a Cortes (1810) y la Constitución de 1812 propugnaban un pueblo que no superaba un tercio de la sociedad. La reacción absolutista no tardó en anular la revolución democrática, que erradicaría en dos ocasiones: en el Sexenio Absolutista (1814-1820) y la Década Ominosa (1823-1833). Con Isabel II la democratización se reactivó. Pero el Real Decreto de 1834 apenas daba el voto a unos 16.000 varones (un 0,1% de la población), ampliados en 1836 a 65.000 (0,5%); en 1837, a 250.000 (2%) y en 1844, hasta medio millón (4%).
Siempre bajo el sufragio censitario, la democracia persistía como monopolio de una reducida élite que se conocía y establecía relaciones directas, sin necesidad de mediación alguna que articulase una participación más amplia. Estos notables mantenían alineamientos y filiaciones ideológicas, pero se manejaban siempre al margen de una inmensa mayoría social. Los «partidos» habían pasado de ser combatidos activamente a ser ignorados por una élite que solo se identificaba en términos ideológicos y se asociaba de manera informal. En la medida en que los movimientos emergentes y sus asociaciones disputaban el orden político a la burguesía, los notables extendieron su selecto club ampliando el sufragio hasta donde era posible sin cuestionar su propia agencia.
En el último tercio del siglo XIX irrumpe con fuerza la política contenciosa. Tras La Gloriosa (1868), la correlación entre notables, partidos y movimientos entra en crisis y busca reequilibrarse. El antagonismo –impulsado por el movimiento obrero, los regionalismos, etc.– ensancha entonces las bases sociales de la democracia: en el Sexenio Democrático y la I República se restituirá el sufragio universal masculino. Y aunque la Restauración, con su ley electoral de 1877, vuelve por un momento al sufragio censitario; a partir de 1890 el sufragio universal masculino se consolida, perdiéndose ya solo con la propia democracia durante la dictadura de Primo.
La emergencia del pluralismo de partidos
Hasta la II República los notables se resistirán a ceder el protagonismo. Así lo atestigua el aura de los grandes nombres de la política republicana. Sin embargo, gracias a la rebaja de la mayoría de edad a 23, pero, sobre todo, a la incorporación de casi siete millones de mujeres al sufragio (1933), la agencia democrática se va a ampliar a la mitad de la población. La participación ya no se podía limitar a una correa de transmisión de los notables.
Ante la emergente «rebelión de las masas» que tanto preocupaba a Ortega, los partidos se reivindicarían con éxito como modalidad de agencia privilegiada para una democracia ampliada. Aún así, la genealogía de los partidos más antiguos hoy en activo nos muestra hasta qué punto surgían y se impulsaban en los movimientos: PSOE (1879), PNV (1895), PCE (1921) o ERC (1931).
Con el «pueblo» abarcando la mitad del país, los comicios requerían movilizar millones de votantes y solo grandes organizaciones como los partidos podían garantizar el proceso electoral. Las instituciones en manos de los notables tuvieron que reconocer y transferir a los partidos su papel protagónico. Lejos de ser evidente, aún haría falta la quiebra de las democracias en Entreguerras y una tercera ola de democratización para que los regímenes hiciesen suyo el «Estado de partidos» (Parteienstaat).
Aunque con retraso respecto a Europa por la longevidad del Franquismo, en España el protagonismo de los partidos llegará con los acuerdos de la oposición democrática (la Platajunta). Cuando se apruebe la Ley para la Reforma Política (1976), los partidos no solo se convertirán en protagonistas de la democracia; la Constitución les asegurará prácticamente el monopolio sobre la agencia política.
El desbordamiento que retorna
Tras la Guerra Civil, la represión persiguió a notables y partidos republicanos. Condenados a la clandestinidad y el exilio, su actividad se redujo a la mínima expresión. Al tiempo, sin embargo, una ola de movilización comenzó a abrirse paso en la dictadura. Desde la Huelga de Tranvías de Barcelona (1951) hasta la Huelgona de la minería asturiana (1962), los movimientos se erigieron en protagonistas de la reivindicación democrática. En su seno se reconstituía la actividad clandestina de los partidos democráticos y resurgían los notables en la figura de intelectuales, profesores, artistas, etc. Hasta tal punto la movilización social se convirtió en el principal enemigo de la dictadura, que en 1969 el régimen tuvo que declarar el estado de excepción en una última tentativa por contener el desbordamiento democrático.
Solo con la Constitución de 1978 se haría posible restaurar la agencia democrática y situar al partido en el centro como su protagonista privilegiado. Al tiempo, los constituyentes se cuidaron de no formalizar un diseño constitucional que favoreciese la movilización ciudadana. Esta podría volver, pero no en los márgenes institucionales del régimen, sino contra este, como reivindicación civil. Lo hará en tres olas sucesivas y crecientes de movimientos antagonistas. Lejos de haber encontrado un diseño democrático definitivo (si acaso algo así fuese posible), el régimen del 78 se ha venido resquebrajando por su incapacidad para replantear la redefinición de la agencia democrática.
Desde la instauración del régimen no han faltado intentos de experimentar modulaciones de agencia que cuestionaban la exclusividad del partido. No es difícil de observar si se atiende a los nacionalismos (el MNLV de la izquierda abertzale, el frentismo del BNG, etc.) o a la izquierda (extensión del PCE a IU como «movimiento político y social», Espacio Alternativo como antecedente de Izquierda Anticapitalista, etc.). Con todo, esta casuística siempre ha venido informada por el paradigma leninista y la centralidad del partido dirigente.
What’s next?
La irrupción del 15M marcó un punto de inflexión a todos los efectos. La demanda de una democracia «real» puso en cuestión la centralidad de los partidos («no nos representan») y reivindicó el protagonismo de una ciudadanía activa. La apertura del campo político desde la movilización permitiría explorar modulaciones de la agencia democrática que reubicasen notables y partidos. En este contexto se plantearon distintas opciones: el paso de las CUP al Parlament, el primer Podemos, las candidaturas municipalistas, etc.
En los Años Diez, los notables que irrumpieron en la escena electoral (Colau, Errejón, Iglesias, etc.) no procedían de partidos, sino de movimientos. Aunque en distinto grado y manera, se reivindicaban como activistas antes que como dirigentes de partidos. Desde ahí establecieron sus relaciones con los partidos existentes y trazaron trayectorias diferentes. Por el camino, no obstante, se fue quedando la cuestión de la agencia. Ya en las instituciones se operaría una homologación acelerada a los notables de partido.
Y a día de hoy, ¿cuál es la situación? Hace cosa de año y medio Yolanda Díaz presentó Sumar. En este tiempo sus declaraciones esbozan un discurso sincrético con aportaciones limitadas de los Años Diez. Entre estos, junto a reivindicar el protagonismo ciudadano, destaca un rechazo explícito a los partidos, que no obstante, siguen haciendo valer su protagonismo.
Por otra parte, no hace tanto que Díaz avalaba su proyecto con una lista de notables de elevado perfil técnico. Una «tecnocracia» que no por progresista deja de generar una variante de notables. Como quiera que sea, de momento Sumar ha rehuido cualquier desbordamiento institucional, orientándose hacia la gestión pública por encima de la movilización civil.
Queda por ver si con estos mimbres (y su modalidad de agencia) dará con el gesto preciso que active la deserción civil de la política de partido frente a la ofensiva de la derecha o si, por el contrario, hará de las encuestas una profecía autocumplida. Entre tanto, el PSOE del XL Congreso se afirma en apostar por el retorno al bipartidismo a riesgo incluso de no revalidar su mayoría. Política de mal menor y agencia democrática del 78. El gesto sigue pendiente.