Hay muchas formas de fundar. La de los indianos provenientes de la Barceloneta mezclaba el gusto por la apariencia del ascenso social con el clásico descalabro, rubricado con el adiós a las villitas en pos de la masificación de los años sesenta. Els Indians tienen muchos principios, y cada uno de ellos permite comprender el tejido de sus habitantes. 

Durante muchos años me fijé en Villa Macrina, sita en el 54 del carrer de Matanzas, en esa casi encrucijada con Felip II y Garcilaso. Se construyó en 1927 y no ostenta ningún lujo, salvo la inscripción para coronar su fachada. En esa época el barrio tuvo una consolidación; muchos de sus edificios más antiguos corresponden a ese decenio, al fin y al cabo nada extraño, pues a lo largo de estas páginas hemos comprobado cómo la Dictadura de Primo de Rivera impulsó un sinfín de vivienda social entre la interpretación de leyes anteriores, como la de Casas Baratas, y una voluntad de mitigar el rostro miserable del boom migratorio. 

Villa Macrina, al 54 de Matanzas | Jordi Corominas

Macrina es un nombre más bien inusual. Esas letras rosadas remitían a una mujer capadocia del siglo IV después de Cristo, hermana de Basilio el Grande y Gregorio de Nisa. Fue una de las pioneras en crear conventos para apartarse del mundo, si se quiere como la Macrina de 1927, un enigma a la postre fenomenal para atar cabos, abrir puertas y unir parcelas cercanas, a sólo 100 metros.

¿Quién podría ser esta mujer? En más de una ocasión he manifestado mi amor por el bautizo de una villita con el nombre de ella, abriéndose la caja de Pandora de las especulaciones entre si la propietaria era una viuda deseosa de paz, una amante afortunada o si toda la poética correspondía a un homenaje marital. 

Macrina García González falleció el día de todos los santos de 1962, a la edad, casi valga la redundancia, de sesenta y dos años. Como María Escoté, difunta poco antes, el funeral por su alma se celebró en la iglesia de Pío X, la del Congreso Eucarístico, el invasor del dominio de antaño, sosegado y sin pretensiones pese a los páramos, ahora desaparecidos, de los alrededores.

Acompañaron a la finada sus hijas Emilia y Felicidad junto a sus maridos, José Aznar y Miguel Lloberas, este último de interesante apellido tras leer la necrológica, donde se le asocia con la fábrica chocolatera, tan famosa en esa década por sus cromos, una renovación de esa magia en la parte interior del envoltorio del dulce. 

Esta empresa, clausurada en 2016, tenía una de sus instalaciones en una casa única en el 62 de la avinguda Mistral, por cierto, concomitante con Garcilaso por su función, desapercibida para la mayoría, de enlazar la puerta de la muralla en Sant Antoni con la Creu Coberta de Hostafrancs, en la senda hacia Sants. El inmueble es de 1860 y bien podría considerarse, sin serlo, uno de los más añejos del Eixample, como la Villa Macrina lo es en el carrer Matanzas. 

La casa más antigua de avenida Mistral, donde tuvo su Chocolates Lloveras | Jordi Corominas

El marido de nuestra protagonista temporal había pasado a mejor vida en mayo de 1961. Antonio Sánchez Miguel exhaló su último suspiro con sesenta y nueve años en el 134 de Garcilaso, y aquí es cuando las carambolas aturden por lo inesperado de las conexiones. 

La calle Garcilaso durante el carnaval de este año | Jordi Corominas

Según el Arxiu Municipal, Antonio Sánchez Miguel modernizó su taller mecánico y garaje, una mole para disparar Garcilaso hacia la Sagrera, a principios de los años cincuenta, época en que asimismo fue indemnizado ante los perjuicios causados a su negocio por las obras del metro Transversal Alto. Por si esto fuera poco, el Ayuntamiento solicitaba expropiar la Villa Macrina a causa de la apertura de Felip II para ratificar la preponderancia de lo nuevo. Ellos molestaban por ser un tapón a la expansión de esa vanguardia tan publicitada. El contraste de sus estéticas y morfologías clamaba al cielo. El Franquismo, sin necesidad de estamparlo en los muros, aborrecía esa rémora previa, aunque al final Sánchez Miguel pudo respirar aliviado al incumplirse lo planeado. 

Interior del taller Garcilaso | Jordi Corominas

Hay lagunas sin fin para reescribir la historia de este matrimonio. Sánchez Miguel y García González huelen a maletas con una existencia dentro, más bien en la hornada de los años veinte. Su estación de servicio fue la guinda a toda una trayectoria. Mi duda era averiguar cómo prosperaron. La llave se hallaba en Lloveras. El patriarca del clan murió en 2011 con noventa y tres años, pero los chocolates sólo eran una escala del parentesco, con una rama dedicada a los garajes, con uno homónimo ubicado en el 17 de travessera de Gràcia, hoy en día en pie gracias a una franquicia. 

Villa Macrina y su 1927 fundacional hacia un bienestar de la pareja en ese instante, con una exhibición de poderío por su residencia, señorial en la barriada. Cuando el futuro de los años cincuenta desvanecía sus sueños se mantuvieron firmes. Es maravilloso imaginar, por ejemplo, las conversaciones con Miguel Delgado Rivera, su vecino más o menos desde los años cuarenta, cuando aunó su domicilio con la tienda de ultramarinos, amenazada por la reforma o imposición de Felip II. El pescadero asentía con la cabeza cuando el jefe de ese taller mecánico le desgranaba las ventajas de todo ese embolado para su economía al redoblar la visibilidad de su marca desde la ignorancia que el transcurrir de los años convertirían esa esquina industrial en una leyenda oculta de la periferia barcelonesa, metáfora por trabar dos esferas y recta en su descenso, en realidad una derrota tanto en la geografía de Sánchez Miguel, centrada en la Macrina de Matanzas, como en la dels Indians, desfigurada por ese corte arrollador, una herida tajante en su aniquilado meollo.

Vista de la casa de Mariano Delgado en el cruce de Matanzas con Garcilaso | Jordi Corominas

 

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