Un triángulo. Un matrimonio. Él esconde algo. Ella quizás lo sabe. Siempre domina la situación. Aparece un chico joven, aprendiz de sastre, que quiere hacer caftanes, espléndidos trajes artesanos de una belleza que impresiona.
Este traje se convierte en una metáfora de lo que sienten los tres personajes.
Ya tenemos el conflicto y ya intuimos lo que intenta esconder el sastre.
No espere tan escena tórrida. No espere la pasión desbordada, esa pasión tan vista en el cine, cuando la pareja se desnuda en la escalera, entran en el piso y él la empotra contra la pared -movimiento nada aconsejable sobre todo si sufrimos dolores de espalda- y se acaban de desvestir y llegan a la habitación y caen sobre la cama como si fueran sacos de grano. No, aquí todo es más sutil. No se tocan, se miman como decía, me parece que era Van Manen cuando defendía que en educación no tocamos, sino que mimamos porque tocar es invasivo y mimar es invitar a una relación que haga brillar la ternura. Los amantes, sea la pareja que sea, se miman como miman los hilos y las telas para hacer los caftanes. Se miman con la punta de los dedos como cuando cogen las agujas para hacer los repuntes y con la mirada. Ternura, sobre todo cuando el secreto sale a la superficie.
Se miman con la punta de los dedos como cuando cogen las agujas para hacer los repuntes
Buena y hermosa historia de amor, uno de los temas universales de las bellas artes. Una espléndida contribución a este género que no nos muestra en muchas ocasiones el mundo árabe, las calles de Marruecos, esas calles estrechas que serán el paisaje de la última escena, porque en las bellas historias de amor siempre se asoma la muerte -recuerde los amantes de Verona o la película “Restless”.
Los tres intérpretes -Lubna Azabal, Saleh Bakri y Ayoub Missioui- hacen un trabajo espléndido como espléndida y esmerada es la dirección de ésta, por obra maestra.