Durante este inicio de siglo nuestro país ha enlazado, sin mucho tiempo para digerirlo, la durísima crisis económica de 2008, el mal llamado proceso y una pandemia mundial. Todo ello nos ha situado en la etapa actual, que no me consta haya sido todavía bautizada, pero que quizás podríamos llamar “¿qué hemos hecho para merecer esto?”.

Todos estos momentos han sido gestionados por la clase política, compuesta por formaciones y dirigentes que se han ido relevando en el Parlament y en el Govern de Catalunya. Este artículo pretende analizar de forma crítica la realidad de Catalunya, pero seguro que muchas de las reflexiones pueden ser extrapolables al conjunto de la política de nuestro entorno. A pesar del título, más que de política hablaremos de partidos políticos, que aunque lo parezca, no es exactamente lo mismo. De hecho, esta confusión interesada es uno de los grandes males que nos afectan. La política va más allá de los partidos.

Vivimos una época en la que una parte importante de la sociedad ha desconectado de la política. Aunque los interpelados hagan ver que no se dan cuenta, avanzamos día a día hacia un preocupante descrédito de la política. Cuando hablamos de descrédito, hablamos de la pérdida de confianza y credibilidad que sufre la clase política catalana en estos últimos años. Seguro que parte de esta situación deriva del proceso independentista y de la polarización que ha generado, pero no es la única explicación. También es necesario tener en cuenta la corrupción y el clientelismo en algunos formaciones políticas, la falta de transparencia en la gestión de los recursos públicos, la confrontación entre los partidos y la escasa capacidad de diálogo y consenso entre los diferentes actores.

A todos estos elementos cabe añadir que con pocas y destacables excepciones, la política ha quedado en manos de la mediocridad guiada por consignas de partidos e intereses y egos personales. Y estas excepciones, que curiosamente (o no) son mayoritariamente mujeres, tienen muy difícil actuar de forma independiente y valiente ante el control y vigilancia de los aparatos de los partidos: “quien se mueva, no sale en la foto”. El nivel es muy bajo y el debate político se ha convertido en una irritante y decepcionante repetición de argumentarios a los que se suman discursos prepotentes y fanfarrones que sólo contribuyen a agrandar la grieta abierta entre políticos y ciudadanía.

El único consuelo que nos queda ante este panorama es que sabemos que todos estos que hoy no hacen honor a su compromiso con el servicio público y que actúan a menudo de forma paternalista con la ciudadanía que les ha puesto donde están, pasarán a corto y medio plazo a agrandar el rincón de los políticos olvidados. Salvo Jordi Pujol, que posiblemente gobernó más tiempo de lo necesario, más teniendo en cuenta que después de años de aleccionarnos sobre moralidad él mismo confesó haber actuado de forma inmoral, y Pasqual Maragall, que dejó la política demasiado pronto a causa de la enfermedad y que nunca sabremos qué recorrido habría tenido su trayectoria, prácticamente no hay más figuras políticas en la historia reciente de Catalunya que hayan dejado huella. El resto, los miles de cargos y responsables políticos que han copado los puestos de poder y representación en la Catalunya postfranquista, o están en la papelera de la historia, o disfrutando de retiros dorados con pagas escandalosas asumidas por los contribuyentes o directamente buscándose la vida, como hacemos todos, después de años de vivir de los sueldos públicos. Ciertamente ésta es la parte cruda de la política, pero no debe hacernos perder de vista la dimensión del drama que supone tener una clase política que fomenta con su inacción la desafección y la desconexión de los votantes.

El descrédito de la política ha generado un clima de desafección entre la ciudadanía, que podría manifestarse en una elevada abstención en próximas convocatorias electorales y fortalecer a las nuevas formaciones políticas que buscan representar a los desencantados con el sistema político actual. Para superar este descrédito es necesario romper las dinámicas actuales, que buscan perpetuar la situación y generar dinámicas disruptivas que fuercen a la clase política catalana a trabajar en la recuperación de la confianza de los ciudadanos a través de una mayor transparencia en la gestión pública, la lucha contra la corrupción y el fomento del diálogo y el consenso entre los distintos actores. También es importante que pongan el foco en buscar soluciones y respuestas eficaces a los problemas de las personas.

Decía hace unos días quien fue vicepresidente del Parlament de Catalunya, Josep Costa, que el 1 de octubre fue posible porque la fuerza de la gente amedrentó a los partidos ante la posibilidad de cometer errores que los llevaran a perder votos. Comparto plenamente el diagnóstico y pienso que es extrapolable más allá del proceso independentista. Lamentablemente, los partidos políticos se han convertido en gestorías que sólo buscan su cuota de poder y votos. Y harán lo que sea necesario. Por eso es necesario utilizar la fuerza que tenemos, desde abajo, para provocar cambios y conseguir que los políticos sólo les quede la opción de apuntarse. Desde la calle, en el Parlament, en las redes, en los medios de comunicación independientes, desde los sectores críticos de los partidos,… Hay que activar todas las herramientas a nuestro alcance para incidir y revertir la situación. Nos toca a la ciudadanía recuperar la política como servicio y búsqueda del bien común. Sólo así garantizaremos la calidad democrática perdida y la excelencia en la gestión pública.

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