Es un placer sentir cierta satisfacción personal cuando juegas a ser detective de una Barcelona desaparecida y sin interés durante más de un siglo por su Historia. El otro día, tras volver del directo con Josep Cuní en el 24 horas de RNE, sentí una especie de punzada emocional en el carrer Muntanya del Camp de l’Arpa mientras miraba su silenciosa inmensidad.
La causa fue la conciencia de haber reconstruido con mucho esmero el relato formacional de ese barrio, algo por lo demás ninguneado por el Ayuntamiento, pero da igual porque ellos se irán y los textos permanecerán para quien quiera consultarlos y descubrir, verbo clave en todo este entuerto.
Con els Indians, lo saben quiénes sigan esta serie desde su inicio, hay tres constantes de oscuridad. La primera es la ausencia de investigaciones previas. Las existentes son malas síntesis, sólo con algunas pistas con valor para ampliarlas. La segunda es la nula identidad de este espacio, confundido por su absurda conjunción nominal con el Congrés, mientras la tercera, un clásico barcelonés, es aceptar lo dicho sin refutarlo, perpetuándolo en un imaginario gandul, sin muchas ganas de ahondar en lo pretérito, algo por lo demás catapultado por los intereses municipales, según los cuales la Ciudad Condal existe desde 1992 para beneficiar su homologación como autopista de consumo.
Habría un cuarto elemento: la frontera y sus limbos. Hoy hablaré, si bien también puedo equivocarme, de un error garrafal presente incluso en la enciclopedia de barrios de Barcelona, cuatro volúmenes bastante dignos, publicados hace ya demasiado tiempo. En ellos figuran varios nombres de ilustres fundadores con propiedades en la barriada dels Indians, entre ellos Domingo Biosca y Galceran, inventor en España de los extintores y fundador de la empresa Mata Fuegos Biosca.

Este hombre, fallecido el 23 de octubre de 1927 a los sesenta y seis años de edad, levantó un verdadero imperio. En sus balbuceos, algo bastante poético, se ubicaba en el 58 de Roger de Llúria, en el meollo original del Eixample, junto a la torre de aguas para abastecer de líquido elemento a la nueva Barcelona nacida tras el derribo de las murallas en 1854.
La marca prosperó, algo comprensible por su papel pionero, el incremento poblacional de la capital catalana y la necesidad de esos aparatos, no en vano la fortuna de Biosca no fue sólo monetaria al ser jefe de mecánicos de los bomberos de Barcelona. La publicidad de la firma aparecía con frecuencia en los periódicos de su época, revelándonos cómo en vida del patriarca tuvo su sede principal en el 58 del carrer dels Almogàvers, algo más tarde trastrocado por su hijo Domingo Biosca García, cabal en sus inversiones.
Estas impulsaron un giro de ciento ochenta grados en la expansión de esta sociedad, con banderines publicitarios a finales de los años veinte, justo tras el fallecimiento del patriarca, en el Salón de Sant Joan, actual passeig Lluís Companys, y en la mismísima plaça de Catalunya.
El viraje supremo se efectuó tras la Guerra Civil, donde no es muy difícil imaginar cómo el clan, dadivoso en donaciones durante la Dictadura, se vio favorecido por los vencedores. En la Gaceta Municipal de 1940 encontramos un breve esencial para solucionar fallos ajenos, por desgracia demasiado frecuentes en la historiografía de nuestra ciudad. En esa fecha Domingo Biosca García adquirió unos terrenos en la manzana comprendida entre Teodor Llorente, passatge de Llívia, el carrer de Xipre y el passeig de Maragall. En el 103 de esta avenida, entonces en plena reconfiguración como vimos en el caso del no tan pobre Ferrer Dalmau, se edificó un nuevo complejo para los extintores, acompañándose con toda probabilidad con viviendas en los números 58 y 60 del carrer Xiprer, una vía en forma de ele desde rambla Volart hasta Maragall.

Buena prueba de esto sería el estilo constructivo de las fincas de su conclusión junto al fatalmente bautizado como paseo, cuando es un amasijo de velocidad automovilística harto indigesto. El 58-60 de passeig de Maragall data, según nuestro amadísimo catastro, de 1950. Las sucesivas, hacia el passatge de Llívia, le son coetáneas. Los Biosca se ocuparon de civilizar ese trozo del Guinardó a las puertas de múltiples limbos, encargándose de todas las mejores correspondientes, como la explanación de ese tramo por lo demás nada carismático y más bien inobservado por los paseantes, quienes sí miraran más hacia arriba descubrirían como aún se mantiene en el muro una placa del nomenclátor en castellano, a proteger con uñas y dientes como algunas más aún existentes, letra escrita para el recuerdo, si se quiere como las placas de las viviendas franquistas extirpadas de sus paredes, una estupidez soberano por su rectángulo hueco, cosas de malas políticas de memoria y una ignorancia superlativa con relación a la pedagogía urbana.

No consta que los Biosca, al hijo le siguieron dos generaciones de Domingos, vivieran o tuvieran una villa en els Indians. El funeral del padre padrone se celebró en los dominicos de Ausiàs March, a la vera de la fábrica de sus amores. Eso sí, para el anecdotario de ese rincón sin cronista quedaba de maravilla esa impostura, un añadido falso como una moneda de cuatro duros, perversión geográfica, tomadura de pelo muy en consonancia con la pésima precisión en este sentido en nuestros dominios.
El taller del 103 de passeig Maragall ahora luce el nombre de una compañía de máquinas recreativas. Los Biosca se hallaban en un limbo purísimo, Guinardó sin serlo, límite, confín, tierra de nadie. Aprovecho esta clausura para enlazarla con el ninguneo de algunos barrios consigo mismo, sobre todo desde la complacencia de las asociaciones de vecinos. En el carrer Villar 62 aún se sostiene una perla de los pueblos del Llano. Se trata de un conjunto de 1885 con dos casitas de planta con un pasajito privado en medio. Se erigieron doce años antes de las Agregaciones del 20 de abril de 1897 y en breve se derribarán para homologar la calle con más bloques de pisos. La asociación, además de no tener mucha sangre, se contenta con pedir la rehabilitación del parc del Guinardó, cuando debería solicitar una moratoria para evaluar lo patrimonial como se hizo en el Camp de l’Arpa. Su respuesta habla de entusiastas grupos amateurs que estudian la barriada, premiados por el Ayuntamiento, fíjate tú qué curioso.

Digo esto porque es deber de todo ciudadano preservar la identidad plural de los barrios de Barcelona. El complejo de Villar 62 debería ser rescatado de su adiós para proporcionar equipamientos y no enturbiar estas bellezas de antaño, dialogantes con el presente para recordarle de dónde venimos, algo demasiado incómodo en esta era de olvido instantáneo.