Estos últimos días he dado muchas vueltas a cómo seguir la serie dels Indians, decidiéndome por colmar un vacío nada grave, pero significativo en mis recorridos por el barrio, donde tengo varios puntos de entrada, gustándome mucho la de Puerto Príncipe desde plaça Maragall y la de Jordi de Sant Jordi desde Olesa o el passatge de la Companyia, un limbo casi secreto entre la Urbanización Meridiana y su antecesora en este perímetro barcelonés.
Jordi de Sant Jordi y Olesa tienen riñas sólo con sus nombres. La segunda se llamó en sus inicios Juan Boscán, equiparándose en lo poético a nuestra gran protagonista de hoy, antaño denominada de La Habana en sintonía con el espíritu de la barriada, donde lo lirico llegó a su apogeo con el bautizo de la carretera de Horta a la Sagrera como Garcilaso.
Antes, Olesa terminaba más o menos en su contacto con Jordi de Sant Jordi. En su haber tenía la fábrica de punto Hernández Berni, la más destacada en una zona a la postre repleta de este sector industrial.
Jordi de Sant Jordi contiene dos artificios de la leyenda indiana con sus plazas dedicadas a les Havaneres y el Rom Cremat Son ágoras sin nada que objetar, pues surgieron de huecos otorgados a los vecinos de unas calles con escaso verde en los aledaños. Su único error parte de prolongar el mitro ultramarino para consolidar una mentira agradable.
Mi intuición para conocer mejor Jordi de Sant Jordi se dirigió hacia el cruce con Pinar del Río junto a la plaça del Rom Cremat, inaugurada en 2007 tras el derribo de varias naves con talleres, y al anónimo pasaje de Ramón, asimismo vinculado con el textil y sin vecinos a su cargo, huérfano hasta de numeración, honor compartido en la capital catalana con el carrer de Abd El Kader, en el Baix Guinardó.
Esta esquina me interesó al conservar una trilogía de inmuebles de finales de los años veinte, la fecha indicada en la coronación del número 12 de Pinar del Rio, carismático por la panadería Mistral, en activo desde 1931.

El 12 de Pinar del Río no está hermanado con el 14. Lo demuestran sus alturas dispares. Ambos números nos conducen a un par de Historias sobre quiénes fueron los artífices del crecimiento dels Indians durante los años veinte, cuando un vendaval edilicio nutrió de obras y cemento a toda la ciudad condal.
El número 12 no es cómo deseaba su propietario, el sin par Ginés Inglés, casado con María Pérez. En sus previsiones, de las más hermosas de la documentación municipal, quería un bloque con remate a lo modernista firmado por un arquitecto menor, Arnau Calvet, autor del mercado de Sarrià.

Ginés Inglés vio culminada la obra en 1929. Su residencia originaria era el 19 de Conde de Asalto, Nou de la Rambla, asimismo sede de su sombrerería. El negocio, ubicado en una arteria llena de tiendas relacionadas con la vestimenta, debió prosperar, invirtiéndose parte de sus ganancias en fincas adquiridas de modo estratégico en la cercanía de vías de primer orden en los márgenes, como atestiguan sus posesiones en el 35 del carrer del Guinardó, a nada del passeig Maragall y Concepción Arenal, o las de Pinar del Río, a escasos metros de Garcilaso.

Ginés Inglés era hijo de un inmigrante cartagenero establecido en el Raval, un hombre atormentado a tenor de un breve del 27 de septiembre de 1892 sobre su intento de suicidio, disparándose con un revólver en la sien por motivos ignotos.
Los Inglés encajan como anillo al dedo en la bonanza de hace justo un siglo, asegurándose beneficios al apostar por el ladrillo en la periferia en crecimiento. Eran, como muchos otros, los herederos de las mujeres de 1898, pioneras en hacerse con un terreno en Pinar del Río o Jordi de Sant Jordi.
María Mas y Joana Guitart confiaron en el inevitable Josep Graner para erigir sus casas. Los hermanos Escofet Sabanés dieron las riendas del 14 de Pinar del Río a Josep Alemany, reconocido a nivel popular por el Camp de les Corts o la fachada del Molino, si bien mucha de su trayectoria se esparce en villas y similares en barrios como el Camp de l’Arpa.
Los Escofet Sabanés son uno de esos hilos invisibles dels Indians. Las pocas fuentes fiables los asocian tanto con un taller mecánico en la misma Pinar del Río, su imperio, propulsado desde 1951 con la pista de baile Río de Janeiro en el 40 de Matanzas, precursora del homónimo cine, uno de los clásicos para cualquier vecino de sus alrededores.
Los hermanos no se conformaron con el Río, ampliándose su labor en el Selecto de Gran de Gràcia, presente en La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda cuando era el Trilla, más genuino y descriptivo de la geografía de esa avenida tan poco valorada por culpa del tráfico rodado.
Los Gil Inglés y los Escofet Sabanés tuvieron una tercera compañía en el empresario Eugenio Moragrega, muy piadoso con los vencedores y desde 1942 con un taller de género de punto en el 13 de Pinar del Rio. Los números anteriores de la calle copaban la plaza de hoy en día tras la finalización de la Guerra Civil. Como Moragrega, habitante del Eixample, se anunciaba en 1920 como fabricante de papeles de todo tipo, no sería nada descabellado imaginarlo como gran potentado económico de este ángulo brújula junto a Jordi de Sant Jordi, monopolizándolo con otros ingenios provechosos para sus tejemanejes.

Moragrega, con hectáreas de Sant Gervasi a Vallcarca, falleció en 1976. Su muerte fue coetánea a la deslocalización fabril. Sus firmas no emigraron al sudeste asiático, como mucho a la Pobla de Claramunt, localización de Emosa, castigada a finales de los setenta por la crisis con más de cien fulminantes despidos.
El adiós de Moragrega susurraba el de toda una era. Nunca más se supo de los Gil Inglés. El cine Río sobreviviría en una larga y bella agonía. El taller del 13 debió pasar por la piqueta hacia 1978, aupada por el deceso del dueño y el traslado de sus affaires fuera de Barcelona. La futura plaza del Rom Cremat, esa trola del relato, sólo debía atender al instante de cortar su cinta, cuando sin quererlo se convirtió en un quilómetro cero para navegar por los Indians con garantías.