Son las cinco y media de la tarde del domingo 19 de marzo, estoy en el sofá leyendo las últimas páginas de “El Príncipe y la muerte”. Me caen las lágrimas, respiro hondo y cierro el libro, antes, pero voy a la primera hoja, y leo de nuevo la dedicatoria que nos escribió Laia (Folch) a la familia, cuando nos lo regaló, y ahora lo entiendo mucho más, encuentro el sentido que ella pretendía. Mientras cierro el libro, un libro valiente, un viaje intenso y en primera persona de Daniel Vázquez Sallés, quien tras la muerte de su hijo Marc busca refugio en Kufonissia, donde desde la soledad del invierno de esta pequeña isla griega emprende este viaje que parece querer robarle tiempo al tiempo, donde cada minuto y cada momento cuenta, un homenaje a su hijo Marcos, donde la vida y la muerte y la muerte y la vida parecen disputarse su sitio.

Levanto la vista, veo que alguien de casa se ha dejado la TV encendida, y mientras cojo el mando para cerrarla me llama la atención una imagen de la película que se da, dos personajes tienen tatuado en el brazo en amarillo fosforescente una serie de números. Subo el volumen; hablan del tiempo, del tiempo que tiene cada uno, del tiempo que les queda de vida. Subo más el volumen… la ciudad está dividida en dos zonas, casi imposible de cruzar de una a otra. Los pobres van corriendo en todas partes, deben ganar tiempo al tiempo, los ricos se lo toman con calma, les sobra el tiempo, no se llegarán a gastar nunca, son eternos. La moneda de cambio “vital” es el tiempo.

Al cabo de un rato pienso que ya tengo suficiente… y apago la tele. Pero sigo pensando y de ahí me voy a la película que vi en el cine el viernes por la noche, “El Triángulo de la tristeza”. Una película que por su título nunca le hubiera ido a ver si no hubiera sido porque mi hija me insistió en que fuera. Me costó reaccionar sobre lo que había visto, no porque fuera difícil ser sutil, con intenciones o mensajes escondidos, indirectos, sino por todo lo contrario. Creo que nunca había visto una película tan directa, sin filtro, tal y como mana. Arranca con una especie de preámbulo en “tierra firme” que parece no formar parte de lo que ocurrirá después donde unos personajes de distintas procedencias y que por motivos distintos coinciden en un crucero de lujo. Estos, clientes del crucero, desde el primer momento los identificas, los “clises”, nos los presentan sin tapujos, como si cada uno de ellos llevara una etiqueta a simple vista; éstos viven, no conviven, con la tripulación, que no sólo les diferencia y les identifica su uniforme y su puesto de trabajo, sino su actitud, casi servil.

Según el viaje avanza, una serie de hechos que van sucediendo giran y revuelven el devenir del que allí pasa y de cada uno de sus personajes. Del barco pasamos a una isla, donde no tiene cabida el lujo, ni el dinero, ni las clases, o quizás sí, siguen las clases, pero se han cambiado los roles. No hay tiempo ni escrúpulos y todo vale para sobrevivir. Y quien no nos dice que algunos de estos personajes, si la trama hubiera continuado, no habrían terminado practicando el “canibalismo”. Concepto en el que pivota el opúsculo que Albert Pijuan presentó este mismo sábado en la librería Finestres de Barcelona bajo el título: “¿Por qué no pensamos el canibalismo?”

En resumidas cuentas, directo y sin “pelos en la lengua”, tal y como nos tiene acostumbradas, Pijuan plantea esta pregunta como posible solución sostenible para salvar el planeta, eso sí, organizando este consumo de carne “de animal no-no consciente” en dos categorías, regular o de gama alta. Al título principal le acompaña “Una propuesta modesta”, ensayo satírico del autor irlandés Jonathan Swift, que ya en el siglo XVIII revolucionó la sociedad del momento con su propuesta para paliar el hambre en Irlanda, vender a los hijos de los campesinos pobres a los terratenientes ricos para que éstos se los coman. Su fórmula fue tasada de mal gusto… Pijuan reformula la propuesta de Swift, actualizándola en los tiempos que viviendo.

Menos mal que fue el viernes mediodía y no el sábado después de asistir a la presentación del libro de Pijuan en la Finestres donde al público asistente nos brindaron con un vermut-degustación de queso hecho con bacteria de los pies de David Beckham, que me deleité con “el brazo más delicioso de la ciudad de Barcelona”, en compañía de buenos amigos y amigas, en la Granja del Pont en el barrio de Gràcia.

Mientras sigo desenfilando, casi sin darme cuenta de lo que he vivido y percibido este fin de semana que ya se acaba, me cambio y salgo corriendo porque hago tarde en el partido de voleibol de mi hija, y me doy cuenta que a pesar de parecer no tener nada que ver unos hechos con otros, todo está en lo mismo: Es necesario que nos pensemos. (con permiso de Albert Pijuan).

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