En julio de 2020 la revista norteamericana Harper publicó el texto «Una carta sobre la justicia y el debate abierto», un manifiesto contra la cultura de la cancelación (CC en adelante) firmado por más de 153 intelectuales, conocida como «Carta de los 153». En ella se dice que «las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno», pues vivimos una época en la que se busca cancelar y silenciar cualquier disidencia. El objetivo de la acción canceladora es que tenga consecuencias concretas, que alguien sea anulado o apartado de la tarea que desempeña, se persigue su muerte social. Se condena al ostracismo a quien se considera opositor y contrario a nuestras ideas o marcos ideológicos: editores despedidos, libros retirados o rescritos, periodistas vetados, conferencias suspendidas o profesores universitarios obligados a renunciar a su vida académica. En apoyo al manifiesto estadounidense, la revista española Ethic publicó poco después «Una carta española contra la censura y la cultura de la cancelación», haciendo referencia al «linchamiento como medio para conseguir cualquier fin», al temor a «la repercusión negativa que para ellos pudieran tener las opiniones discrepantes con los planteamientos hegemónicos en ciertos sectores» y a la «conformidad ideológica que trata de imponer la nueva radicalidad».

Desde posiciones liberales se considera que la CC es una de las funestas consecuencias del «giro posmoderno» que adoptó la izquierda hace décadas. Para estas perspectivas, la izquierda ha asumido una nueva ideología, «el posmodernismo», que ha despolitizado las desigualdades económicas y eliminado cualquier objetivo realmente transformador y emancipador. Lo propio de la posmodernidad, sostienen, es el protagonismo de un nuevo imaginario político expresado a través de las políticas de la identidad y la politización de la diferencia. La crítica al esencialismo marxista de la segunda mitad del siglo xx habría tenido como resultado una proliferación de subjetividades fragmentadas carentes de cualquier horizonte común. Un desplazamiento, sostiene Rorty, «de Marx a Freud o de la problemática del egoísmo a la problemática del sadismo». La gramática política propiamente posmoderna, su creación más genuina, serían las luchas culturales e «identitarias» (feministas, ecologistas, luchas antirraciales, LGTBI, etc.) presentadas siempre de manera despectiva, peyorativa y puestas bajo sospecha. 

Entiéndase, ningún liberal querría ver resucitar los impulsos revolucionarios del movimiento obrero de principios del siglo xx ni el derrocamiento del orden burgués. Lamentan que la izquierda haya abanderado las luchas identitarias y se abstraiga de la lucha de clases como manera de buscar la polarización social. Hemos de suponer, entonces, que la lucha de clases, vista desde la óptica liberal, siempre tuvo como objetivo lograr grandes consensos y armonía social. Es evidente que la impostura nostálgica del lamento «rojo» con el que se presenta la crítica liberal a la CC y a las «políticas de la identidad» ha de ser entendida desde otro lugar. Lo que está en juego es la defensa liberal tanto de un materialismo que reduce el cuerpo a la razón cartesiana como de una concepción abstracta del individuo, sin sexo, sin raza, sin género. Ya Silvia Federici exploró con sumo tino el modo en que Thomas Hobbes, padre teórico del individualismo metodológico, propuso una nueva conceptualización mecanicista del cuerpo. La ligazón entre liberalismo y capitalismo está asociada a la aparición de la ciencia del trabajo y, con ella, al presupuesto de un cuerpo reducido a herramienta y mecanizado, operación filosófica fundamental y necesaria para justificar la sumisión del individuo al poder del Estado y a las formas disciplinares del trabajo capitalista.

Nuestra época, consideran los liberales, está asistiendo al surgimiento de un cambio de paradigma moral, una inquisición digital, una vocación pastoral y puritana, una mojigatería y meticulosidad moral, un espíritu de época censor marcado por la interiorización de la autocensura moralista impuesta y autoproclamada por las nuevas minorías y sus luchas de género, raciales o LGTBi. Se trata de la imposición de un único tipo de moral, una moralidad restrictiva que remite a un mundo orwelliano. La izquierda nos dice qué decir y qué pensar en una época de permanente criminalización. La mayor parte de las políticas en favor de las minorías y las intervenciones sobre formas históricas de dominación reciben el nombre de «agenda política tóxica». A ese mundo orwelliano se refirió George H. W. Bush cuando en 1991, en un discurso en la Universidad de Michigan, dijo: «de manera orwelliana, las cruzadas que piden un comportamiento correcto destrozan la diversidad en nombre de la diversidad». Las políticas de la identidad serían una reactualización de la otrora caza de brujas, una moral aplastante que nos hace padecer el miedo al destierro, al silencio interno, a la repetición infinita de lo mismo. 

«Ya no se puede decir nada» sería el lamento de época de la gente normal y corriente.  Macarena Olona, candidata de Vox a las elecciones del Parlamento de Andalucía en 2022, dijo echar de menos recibir piropos jocosos de los obreros subidos en los andamios. Se describe a un hombre blanco heterosexual angustiado por no saber si la pronunciación de una frase, una expresión, una mera palabra o, incluso, una leve mirada, pudiera acarrearle una terrible sanción social dada la ortodoxia asfixiante e histeria moral creada por la izquierda hipersensible, policías del pensamiento, guardianes de la pureza, fiscales morales: «desde nuestra recién descubierta sensibilidad que decreta que los únicos héroes posibles son las víctimas, el varón blanco americano empieza también a reclamar su status de víctima».

En este contexto, la izquierda progresista se habría convertido en refugio de las esencias puritanas, preocupada por su integridad ética en torno a una nueva constelación de exigencias morales. Una hipocondría moral de tiquismiquis e hiperventilados: «queremos crear una especie de Lourdes lingüístico, donde la maldad y la desgracia desaparecerán con un baño en las aguas del eufemismo». Lo que se ha venido a llamar «lo políticamente correcto» es psicologizado y señalado como lo propio de una cultura neurótica, de una hipersensibilización egocéntrica, como si de una cultura terapéutica se tratara, que quiere proteger a las minorías del trauma fetichizando su posición. «Hacerse la víctima» sería la manera de solicitar reparación y recibir compensaciones. La CC, pues, como lo propio de una actitud moralizante cuyos valores han alcanzado el estatus de dogmas incuestionables. Esta tiranía de las minorías tendría como consecuencia la hostilidad hacia la libertad, en el marco de una nueva cultura moral contraria al derecho de expresión. Pareciera, entonces, que las coerciones a la libertad de expresión ya no son patrimonio del autoritarismo conservador sino de las exigencias de corrección política de los progresistas. Una extrema sensibilidad moral similar a las culturas de honor del pasado.

Así pues, los liberales consideran que la CC da cuenta de expresiones restringidas, estrategias diabólicas, minorías enardecidas, puritanismos teatralizados, movimientos espontáneos de estampida, persecuciones concertadas, infantilización generalizada, clasificaciones maniqueas, introspección del miedo que nos lleva a la autocensura, una enfermedad que nos acecha, destierro, suspensión de la voz, silencio, aniquilación, control moral, ejecución de los impuros, tribus lloronas, verdugos doctrinarios, religión obligatoria, juicios sumarísimos, iluminados de verdad única, curas posmodernos, nuevos credos, histerismo victoriano, furia descontrolada, liberticidas, bandas justicieras, vanidosos vigilantes, militancias obsesivas, dogmas cools, ritos de castigo, autoritarismos disfrazados, leviatán suavizado, psicosis colectiva, narcisos censores, puñales digitales, lo irracional, lo histérico, muchedumbre resentida, moral sacerdotal, cólera, condenas a priori, ostracismos, control hermenéutico sobre las representaciones y el lenguaje, control sobre la recepción de los productos culturales, diálogos asfixiados por la permanente atención a las nuevas sensibilidades y ofensas, elaboración de listas negras, clima de purificación, nuevas formas de intimidación pública, personificación del boicot, escarnios públicos, encarcelamientos algorítmicos, odio virtual, macartismo de izquierdas, nuevo catecismo, oficinas digitales permanentes de denuncia, patrones sociales de sumisión, dictadura woke, demagogos oportunistas, supremacía de sensibilidades particulares, hipertrofia del yo, moralismo pecato e intransigente, susceptibilidades empobrecedoras, fangos post-alfa, clichés fantasmales, caza de brujas digitales, punitivismo plebiscitario, activismo liberticida, rabietas terapéuticas, puritanos sin frontera, maniqueísmo progre, educadores ortodoxos, minorías mojigatas, hipocresía biempensante, casta de censores, fanatismo paranoico, hostilidades identitarias e intelectuales calenturientos, que buscan cancelar posiciones incómodas y anular moralmente al otro señalando, desprestigiando y atacando.

Desde posiciones liberales se dice que la CC ha erosionado y fragmentado la esfera pública, cuya consecuencia más inmediata es la ruptura de la cohesión social. El lamento liberal pone en la diana la actual digitalización de la esfera pública que ha quebrado el monopolio relativo sobre la opinión que detentaban los medios tradicionales en su función moderadora: «esta fragmentación creciente de la conversación pública da lugar a un pluralismo demasiado agudo […] el desorden conversacional derivado de la digitalización quizá no compense la ganancia en libertad de expresión y en acceso a la información». Se describen a sujetos narcisistas, encantados de conocerse a sí mismos al emitir sus opiniones; una fetichización de su lugar de enunciación como manifestación y representación de «lo irracional». De lo que se trata, entonces, es de volver a monopolizar el espacio público bloqueando por arriba las irrupciones plebeyas por abajo.

Se propone, entonces, un retorno nostálgico a aquella esfera pública carente de tensiones y antagonismos, sin ruidos ni estridencias, o sea, una vuelta a ese silencio que apartaba a las mujeres del espacio público y donde nadie elevaba la voz por haber sido agredida sexualmente. Igualmente, alguna vez existieron tranquilos espacios de deliberación donde no se planteaban debates sobre la raza porque era considerado un tema menor. A quienes añoran una esfera pública no claustrofóbica, habría que preguntarles para quién no resultaba asfixiante. La República de Platón, por ejemplo, no era asfixiaste, era calma y serena, cada cual en el lugar que le correspondía. Mientras el esclavo fuese esclavo la República sería justa. 

El liberalismo entiende la ‘esfera pública’ como «isegoría», la posibilidad de la comunicación política justamente distribuida. Se define como un espacio de discusión y deliberación colectiva sobre cuestiones de interés general, siendo la búsqueda del consenso el objetivo fundamental de las perspectivas democrático/deliberativas. De ahí la preocupación por la calidad de la conversación pública, por un sistema de comunicación racional y un lenguaje público, transparente y compartido. A través del intercambio de razones con los otros, guiados por la fuerza no forzada del mejor argumento, tratamos de encontrar el mejor argumento público. Desde una comprensión idealista de la comunicación humana, se señala el carácter virtuoso de los procedimientos deliberativos. Es posible alcanzar un lenguaje de significados compartidos y libre de elementos coercitivos. Por eso la univocidad es la precondición de la comunicación pública. A través de ella los sujetos forjan el consenso sobre las estructuras del mundo y buscan una sociedad justa e ideal.

Esta concepción de la esfera pública y del lenguaje contiene implícita una antropología y una metodología: el individualismo metodológico. Considera al individuo el actor político fundamental, el punto de partida de lo político, un sujeto dotado de racionalidad que le permite alcanzar acuerdos. La mirada liberal no atiende a los procesos de subjetivación, esto es, de construcción de los sujetos, pues los sujetos son ya individuos con racionalidad. Por ello es posible un diálogo intersubjetivo entre ciudadanos libres, a través de una argumentación racional, entre individuos con una igual competencia político-moral. Esta concepción de la esfera pública pivota sobre la legitimación procedimental que otorga una forma colectiva a la toma de decisiones. Y las instituciones público/discursivas son las garantes de una isegoría reducida a procedimiento como fundamento de las democracias representativas.

Pensar la esfera pública como un procedimiento abstracto, ideal y formal en el que cualquier conflicto social queda subsumido dentro de un equilibrio estable; como el lugar de encuentro de los individuos y sus intereses privados; y como espacio en el que no existen relaciones de fuerza ni de dominación como modo de organizar la sociedad, es una visión limitada y sesgada. Una concepción plebeya de la esfera pública ha de someter a sospecha el énfasis liberal en la deliberación pública, criticar la legitimidad de las mediaciones que se proponen y quebrar el objetivo velado que aquí se esconde: lograr la impunidad ilocucionaria y la salvaguarda de la autoridad y las credenciales epistémicas de los privilegiados lugares de enunciación que se ocupan.

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