Tea Rooms no deja espacio a la duda, habla de mujeres trabajadoras. El resto de elementos existen por pura contraposición a ellas y sus vidas. Publicada por primera vez en 1934, se mantiene como una novela actual que sabe funcionar con la oleada de literatura de clase que, especialmente desde el 2011, no sitúa el conflicto en el interior del individuo sino en su realidad concreta, como analiza David Becerra en Después del Acontecimiento. Igual que Estopa es un fenómeno que funciona popularmente precisamente por su falta de artificios, Carnés sabe capturar nuestra atención porque nos habla desde las experiencias comunes en los que no se repara habitualmente. Una autora que no ignora aquel espacio de tiempo de ocho horas donde no pasa nada y todo pasa, por el contrario, pone el foco y centra la atención. Los personajes de Carnés son mujeres que tienen que pedir permiso para vivir. Que dependen siempre de la voluntad de otro para poder hablar, para poder existir, para poder ser. En el lugar de trabajo, el propietario considera que tendrías que dar las gracias para tener donde ganarte la vida. En casa, el marido da por hecho que todas las tareas relacionadas con el hogar son responsabilidad tuya. En la comunidad, la tradición cristiana ha dejado clara la inmutabilidad de la jerarquía social y de la vida por los siglos de los siglos, amén.

No solo hacen daño las veces, también hace daño la vida áspera, que huele a lejía y de resignación. Bajar la cabeza, tragar saliva, serrar los dientes. Un gesto que se reproduce ante cada abuso, cada humillación, cada comentario de mal gusto, cada infantilización. Bruxismo de clase. Porque las respuestas nunca dichas y la voz que nunca se levanta producen un tipo de dolor especialmente agudo al alma. Un dolor de mandíbula que no se produce en unas horas, días, ni años, sino que es un dolor de toda la vida, de todas las vidas. Un dolor que se hereda allá donde la palabra «patrimonio» no ha sonado nunca alrededor de la muerte de ningún ser querido.

Luisa Carnés, que abandonó con once años la escuela para incorporarse en el mundo del trabajo, conocía este dolor de primera mano. Cómo dice Miquel Martí i Pol en Elionor, que tenía catorce años y tres horas cuando se puso a trabajar, “estas cosas quedan grabadas en la sangre por siempre jamás”. De formación autodidacta, firme defensora de la emancipación de clase a través de la cultura, su obra ha sido rescatada gracias al esfuerzo para conocer la literatura que el golpe de estado franquista intentó —y en muchos casos consiguió— exterminar. Luisa Carnés se posicionó políticamente junto al Partido Comunista y dedicó su obra y literatura a poner el foco en el papel de la mujer en el mundo laboral, con aportaciones a partir de su propia experiencia y biografía. En su caso, la militancia supuso un exilio permanente en México, donde acabaría sus días; para otros, el compromiso político supuso un silencio tan duro como el pan que se mordisqueaba en la mesa. Para algunos, directamente, una muerte vacía de memoria, todavía sepultada en las cunetas del estado.

En su novela Tea Rooms, Mujeres Obreras, que nos traen de nuevo Hoja de Lata, nos sitúa en los convulsos años treinta a Madrid, donde las huelgas y la represión agitan una sociedad marcada por las diferencias sociales y la precariedad de la mayoría de la población, agudizada en las mujeres trabajadoras. El espacio donde transcurre la obra se mueve entre tres zonas, dos de ellas poco definidas más allá de la contraposición: los barrios oscuros y humildes y la actividad política, por un lado; y las luces, la modernidad y la cultura, accesibles solo para unos pocos. Aun así, el escenario principal es un distinguido salón de té, donde la atmósfera se encuentra especialmente determinada por la reacción frente a los dos personajes escindidos del grueso de trabajadores y trabajadoras. Por un lado, encontramos el propietario, al que denominan “ogro”, que las controla con la naturalidad de quien se sabe amo y señor de una parcela de vida ajena, por ejemplo, decretando que no se secundará la huelga desde el establecimiento. Por otro lado, la encargada, que las disciplina con mano de hierro: “aquí no son ustedes mujeres, aquí no son más que dependientas”. Carnés es especialmente dura con este personaje, tanto en su representación física como en el tipo de relaciones que establece con el resto de empleados. No es de extrañar, su desclasamiento significa no solo el endurecimiento de sus condiciones laborales, también una dificultad mayor en la organización de las trabajadoras.

En el lugar opuesto, las trabajadoras del salón. Tienen nombre, claro, Matilde, Antonia, Trini, Esperanza, Paca, Felisa, Laura. Cada una funciona como un arquetipo consecuencia de su situación personal. En última instancia son, esencialmente, trabajadoras que cobran una miseria —“diez horas de trabajo, cansancio, tres pesetas”— y que se muestran ahogadas por una estructura de explotación donde la trampa del contrato entre iguales (trabajador y empresario) se evidencia como absurda a través de dos momentos clave: Acabar con su único día festivo y despedir a una de ellas por avisar que había un ratón. Prescindir de trabajadoras no tiene ningún coste cuando las calles están llenas de mujeres buscando cualquier trabajo, a cualquier precio, a cualquier coste. Y todas callan. Callan porque el hambre de los niños en casa no se arregla con un plato de solidaridad. Callan porque tienen miedo a un mercado laboral voraz donde no hay cabida para las que superan determinada edad. Callan porque la iglesia les ha enseñado a santiguarse frente a un dios y a esperar la felicidad en un reino que nunca es donde se encuentran. Callan por ritual de sumisión aprendida, callan porque el padre, el marido, los hijos. Callan.

También hay personajes masculinos, como Pietro Fiazzelo —encargado de preparar los helados— el hijo del cual que solo “había luchado por la consecución de un trozo de pan menos menguado por él y por los de su clase” está sufriendo la represión del fascismo en Italia. Carnés irá reflejando a través de su humor el agotamiento de la esperanza del pueblo italiano. Sin embargo, el peso narrativo se encuentra cargado en las trabajadoras del salón. Exceptuando a Matilde, la protagonista, el resto de compañeras encarnan, cada una, las diferentes opciones vitales frente a la opresión, desde la cierta afinidad a las reflexiones de la protagonista, como Antonia, la más veterana; pasando por Marta, que huyendo de la miseria opta para desprenderse de toda moralidad; hasta la abnegación absoluta de Paca, que pasa las horas libres al convento.

Han aprendido, como nos relata Carnés, que la vida se puede definir entre los que suben en ascensor y los que utilizan la escalera interior. La del servicio. Arrastrando la dureza del día peldaño a peldaño. Tragando saliva y sosteniendo, como Atlas particulares, todo su mundo a las espaldas. Poco importan los techos de vidrio cuando el único recorrido es el de servir en el hogar y servir para el propietario de tus horas. Como los esclavos de Espartaco, cuando se arrastra una cadena es difícil pensar en los ángeles y sencillo solo ocuparse de la pequeña parcela propia. Y, a pesar de todo, en el salón se abre paso un rayo de luz que da pie a la esperanza. Un “espíritu revoltoso” consigue entrar a la pastelería y colarse entre el pesado olor a dulce y las miradas que bajan frente a la injusticia. La protagonista, que se tiene que hacer cargo de la subsistencia de sus hermanos, no quiere dar por hecho que aquello natural es equivalente a aquello naturalizado. Así inicia el paso que Steinbeck narraba en las Uvas de la Ira, el del «yo» al «nosotros».

A lo largo de la novela, Matilde irá comprendiendo las diferentes formas de la explotación y la dominación sobre los cuerpos de las mujeres trabajadoras y, en paralelo, aprenderá a negarse al destino que se pretendía para ella: vivir por siempre jamás pidiendo permiso. La existencia y la vida entera conseguida solo a cambio de trabajo, remunerado o no, productivo o afectivo. Matrimonio o prostitución. La explotación en todos los casos. Matilde no pretende superar su situación desde una lógica individual, Carnés no opta por un llamamiento al «Hazte a tú mismo» o esa bandera del emprendimiento que, en los tiempos que vivimos, intenta presentar al hombre como un ser aislado e independiente de las condiciones materiales y el contexto en el cual está situado.

Matilde aprende, confrontando su experiencia con el que pasa a su alrededor durante las jornadas de huelga, que cualquier resolución de mejora social pasa por la acción colectiva. Su determinación es la que tiene que ser sustancia de una mujer nueva, que lucha por la emancipación y el derecho a la propia existencia, a la propia vida. Matilde se presenta como un personaje universalizador y colectivo, pese a corporalizarse de manera individual y específica, que tiene que mutar, luchando para ganarse su destino y su libertad. Cómo ella misma relatará «no son mujeres de tipos estandarizados, con gafas de concha, corbata y cartera de hule o cuero bajo el brazo. Las de hoy son mujeres sin tipo, obreras miserables, con un hijo en el vientre; mujeres que, a veces, no saben leer». Su libro opera como un llamamiento al conjunto de las mujeres y al conjunto de la clase. Sitúa que esta lucha por la emancipación no es una lucha de las mujeres para superar la dominación y repartir los roles en la explotación. Tampoco obvia, en ningún caso, la situación de las mujeres, como si esta fuera subalterna respecto a un conflicto primario. Como otros trabajos, por ejemplo, en Natacha, pone el foco en la especial situación de las mujeres en diferentes ámbitos, tratando también las consecuencias del aborto clandestino o la violencia social contra la disidencia sexual y de género, vinculando la superación de esta, a la superación del statu quo existente. Sin obviar el papel en la reproducción de la orden social que tienen estructuras como la familia o la Iglesia, y como estas condicionan la existencia, Carnés dota de agencia a las mujeres para responsabilizarse de su propia situación y ser agentes políticos activos en el curso de los acontecimientos que las rodean. Las impulsa a ser una potencia de transformación contra un mundo injusto y desigual que arrebata su humanidad y las convierte en bestias de carga. «Este camino nuevo, dentro del hambre y el caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial».

Las aspiraciones con las cuales quiere concluir la novela Carnés no fueron posibles. El franquismo en el Estado español, como otras formas de fascismo en Europa, segaron a ras del suelo ilusiones, proyectos y vidas. «Una, grande y libre» se forjó como una máxima donde sacrificarlo todo por una patria que, como Cronos, devoraba a sus propios hijos. La iglesia y la patronal, a las que atribuye en la novela el papel de grandes disciplinadores sociales, redoblaron la explotación y la dominación sobre los cuerpos y las formas de vida de las trabajadoras en connivencia con la dictadura. El resto, como se suele decir, ya es historia. Las Matildes de todo el mundo son también las mujeres que se movilizan el ocho de marzo por todas partes, «yo por ellas madre y ellas por mí» y se saben merecedoras de una vida que no necesita ser ganada.

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