El otro día hablamos de la urbanización del carrer Jordi de Sant Jordi, centrándonos en su esquina con Pinar del Río, un enclave más que simbólico para comprender cómo, durante los años veinte, Els Indians vivieron un boom inmobiliario protagonizado por unos pocos, la mayoría de los cuales buscaban beneficiarse de la periferia en expansión al integrarse con más prestancia en la capital catalana.
Pudimos verlo con Moragrega, los Escofet o el matrimonio Gil Inglés. Sin embargo, en la barriada algunos entendían mejor su composición y la importancia de cada una de sus parcelas, como explicaremos en los siguientes párrafos.
Cuando paseo hacia Els Indians nada es como antes de investigarlo, pues ahora mi cabeza tiene muy claras las coordenadas geográficas y muchas respuestas a los porqués de su morfología. La plaça Maragall es una encrucijada de caminos, ahora desdibujados por desinformación. Esa juntura de la carretera de Horta y el torrent de la Guineu deposita abajo un nuevo suburbio de la antigua población de Sant Andreu, con otro camino delimitador en la carretera de Horta a la Sagrera, nuestra Garcilaso.
De este modo, parecen colmarse los confines del barrio, pero desde plaça Maragall se insinúa otra extensión para alcanzar Concepción Arenal, no está de más recordar que era la carretera de Sant Andreu a Barcelona, y la Meridiana. Hablo del carrer d’Olesa, una minucia hasta su paulatina apertura desde 1958.

El carrer Jordi de Sant Jordi va de Olesa hasta el carrer Cienfuegos, una osadía de los primeros pobladores, aventurándose a marcar otra piedra de camino en discrepancia con Garcilaso, sólo unos metros más allá.
Por otra parte, Jordi de Sant Jordi, más ahora con la plaça del Ron Cremat, ofrece una conexión casi natural con Concepción Arenal y la Urbanización Meridiana, una rareza con mucha chicha porque esta última se construyó en los años cuarenta, una década después de tender Navas, desde entonces otro limes entre tantos de este sector de los márgenes barceloneses.
Els Indians estaban antes, como un oasis repleto de posibilidades hasta en lo geográfico. En un mapa parcelario de 1931 apreciamos el progreso de la urbanización de Jordi de Sant Jordi, con dos núcleos prominentes, el del ángulo con Pinar del Río y el comprendido entre Garcilaso y Cienfuegos.
Rebusco entre papeles del Archivo, la Gaceta Municipal y las distintas hemerotecas digitales. Doy con varios nombres, de idiosincrasias similares, casi todos ellos empadronados en el Eixample con voluntad de probar fortuna en esa nada, cercana en lo físico y distante en lo mental.
La excepción tiene unos apellidos familiares al estudiar cómo se gestó este barrio. Carmen y Alfredo Escote Esqué solicitaron en 1920 permisos para edificar en Jordi de Sant Jordi, entre Garcilaso y Cienfuegos. Los planos los rubricaba un viejo conocido, Josep Masdéu Puigdemasa, autor en este entorno, entre otras viviendas, de la casa Benjamín Peidró de Concepción Arenal con Cienfuegos, en un ejemplo más del boca a oreja como motor de prosperidad para muchos arquitectos en esa época, aún humanísima en ciertos aspectos.

¿Se acuerdan de los Escoté Esqué? Hagamos memoria. Carmen era la viuda del gran indiano proveniente de la Barceloneta, el inefable Pancho Subirats. Tras su muerte, la mujer devino una sensacional heredera, con vocación de ir más allá. En Els Indians, su clan, aupado por la amistad de otros pioneros como los Frau y los Trius, estaba en la cúspide, con diáfanos conceptos a la hora de acumular riqueza y elevarse hacia alturas imposibles de los demás.

Su área de predilección era Garcilaso. Se habían hecho fuertes en su tramo superior, en hectáreas contiguas a Francesc Tàrrega y Puerto Príncipe. Ahora, durante esa locura de los años veinte, tocaba ir al tramo inferior para poner la guinda a tan suculento pastel.
Eran inmuebles sin muchas pretensiones, aunque suficientemente resultones como para mostrar una brizna de esa identidad, ante todo monetaria, de exhibición de poder sin meditar en la elaboración de una colectiva, a la postre si se quiere la suma de todas las vanidades, no en vano los Escoté Esqué en Jordi de Sant Jordi tenían como vecinos a otros aspirantes a prohombres: Antonio Sánchez Miguel, dueño del futuro Garaje Garcilaso, y Benjamín Peidró, quien se dedicó a negocios inmobiliarios.
No me chocó en absoluto esta operación de la insigne viuda. En 1919 había añadido un piso a su domicilio en la calle Sevilla de la Barceloneta. Con su nueva inversión en Els Indians era quien llevaba la batuta, y a buen seguro su colaboración con Masdéu Puigdemasa les proporcionó a ambos aliados dividendos de distinta índole, siempre gratos, como los bares para la conversación.
La sorpresa es cómo incorporó a su ecuación a uno de esos personajes tan grises como para sólo tener breves sobre su existencia. Alfredo Escoté Esqué era el único hermano de Carmen e ignoro si lo vinculó a sus sueños de metros y metros cuadrados por amor familiar o por otras razones más pragmáticas. En cierto sentido, cada miembro de su círculo podía ser un propietario en potencia, como su hija, casada con Diego Frau para no perder ni un milímetro de comba en ese atesorar en su terruño ganado como patrimonio con valencias superiores a lo material.
En todo esto había un anhelo obvio de poder, menor, pero ya saben, dicen los italianos que más vale ser cabeza de ratón que cola de león y a esa indiana de la Barceloneta el dicho le iba como anillo al dedo, quizá por consciencia de su relevancia general y por culpa de otros tronos de las inmediaciones, en sus horizontes más inmediatos. Hacia Manigua y el passeig Maragall la pujanza de los Laboratorios del Doctor Ferran y la inteligencia a la hora de acaparar de Salvador Riera eran imbatibles. Desde Jordi de Sant Jordi con Cienfuegos la masía de Can Ros era el obstáculo para tener más dorados en el cetro, la utopía de ocupar sin cese porque los señores de esta finca rural, con la inolvidable Micaela de matriarca en un pasado no tan remoto, podían hacer y deshacer en esas tierras colindantes a su antojo, sin tolerar nada a esos advenedizos con tantas ínfulas.
