Estos últimos meses parece haber estallado por una cadena de acontecimientos un problema que de hecho afecta a nuestra escuela, a nuestros infancia y joventud y al conjunto de la sociedad desde hace muchos años. El suicidio de un adolescente en Sallent en febrero, la violación de una niña en un centro comercial de Badalona en marzo y otras noticias sobre acoso y abusos a menores, con su eco en los medios de comunicación, ha hecho emerger la punta de un iceberg que tiene unas inmensas proporciones en su parte sumergida.
Según datos del propio Departament d’Educació de la Generalitat de Catalunya, durante el mes de enero de este año, la Unidad de Apoyo al Alumnado en Situación de Violencia (USAV) recibió 127 alertas por posibles casos de violencia, 46 de los que por posible acoso escolar. Durante el mes posterior a los hechos de Sallent, y hasta el 20 de marzo, estas denuncias se han disparado hasta situarse en 241, 125 de ellas por acoso. Ahora que empieza el último tramo del curso quizá sea un buen momento para poner sobre la mesa la dimensión del problema y la necesidad de respuestas y soluciones en un tema transversal y clave para el futuro de la infancia de nuestro país.
Es evidente y así nos lo confirman los expertos y estudios, que la problemática de los suicidios en adolescentes y jóvenes ya era dramática antes de la pandemia y muchos más años atrás. La emergencia sanitaria y el confinamiento que provocó, simplemente actuaron como acelerador de esta realidad, al igual que lo hizo en otros aspectos. También parece acreditado que el uso masivo y cada vez más precoz de las redes sociales por parte de niños y niñas, ha contribuido a hacer más complejo el problema y a facilitar actitudes de bulling y acoso, además de sacar los incidentes de las cuatro paredes del centro escolar.
Como ocurre habitualmente, rápidamente hemos situado la responsabilidad y la demanda de soluciones en los equipos docentes de las escuelas e institutos, olvidando que se trata de una problemática que va más allá de la escuela, en lo que la familia y el resto de agentes educativos tienen mucho que decir y hacer. Unos equipos, por cierto, sobrepasados, con pocos recursos y con poco apoyo por parte del Departament.
Justamente es necesario empezar por pedir acciones inmediatas a los máximos responsables de las políticas educativas del país. El Departament d’Educació debe actuar de forma urgente, proponiendo e impulsando un plan de choque para dar respuesta a la problemática. En las últimas semanas se han hecho cosas, pero claramente insuficientes. Estamos ante un reto mayúsculo y llegamos tarde. Sólo era necesario escuchar con un poco de atención e interés a la comunidad educativa para intuir que algo iba mal. Hace unas semanas dije a una tertulia y hoy me reafirmo, que en mi opinión hay que tratar este tema como una emergencia, como si fuera la pandemia. Tal y como hicimos ante el Covid-19, debemos priorizar, proteger e innovar.
No se trata de dejar de lado los conocimientos, pero es evidente que la educación emocional debe pasar a un primer plano en las escuelas. Por suerte hay trabajo hecho y éste es un tema que ha ganado terreno en los últimos años. Muchos centros educativos ya han puesto el foco en el desarrollo emocional del alumnado, ayudándole a comprender y gestionar sus emociones de forma efectiva. Sólo así tendremos personas formadas para afrontar las situaciones emocionales de la vida, para desarrollar mejores relaciones interpersonales para ser más resilientes y para tener una mejor salud mental en general. Además, los estudiantes que están bien conectados con sus emociones y saben cómo gestionarlas, tienden a tener los mejores resultados académicos.
Las escuelas que incorporan la educación emocional en sus programas pueden ofrecer a los niños y jóvenes herramientas valiosísimas para su futuro. Esto incluye no sólo la comprensión de las propias emociones, sino también la empatía, la resolución de conflictos, la comunicación efectiva y otras habilidades sociales importantes. Es necesario que se incluyan en los programas actividades y recursos que fomenten el diálogo, la reflexión y el aprendizaje práctico.
Poner la educación emocional en primer plano significa también integrarla en el currículo. El alumnado debe sentirse cómodo para compartir sus emociones y para expresarse libremente. Y por eso es importante que los equipos docentes sean capaces de crear un ambiente seguro y acogedor, estableciendo normas claras y fomentando la comunicación abierta y respetuosa. También es importante desarrollar la inteligencia emocional incorporando actividades que permitan a los niños y jóvenes reflexionar sobre sus emociones y aprender a identificarlas. La literatura, el juego, la música, las herramientas tecnológicas… Todas las áreas son válidas para desarrollar habilidades emocionales. Hay que animar a los niños y jóvenes a encontrar soluciones a los conflictos y desarrollar su capacidad para resolver problemas. Y todo ello acompañado del fomento del pensamiento crítico para aprender a evaluar los argumentos en su contexto y dotar de herramientas intelectuales para distinguir lo razonable de lo que no lo es, lo verdadero de lo falso.
Urge pues, que el Departamento de Educación, escuchando a la comunidad educativa, active los mecanismos necesarios para reforzar la educación emocional. Es necesario diseñar y ejecutar un plan que dote de herramientas y recursos a los equipos docentes, implique a las familias y sensibilice al conjunto de la sociedad sobre un problema que nos afecta a todas. ¡Priorizar, proteger e innovar!
Aunque es una idea muy repetida, no nos cansaremos de recordar que cuando hablamos de educación hablamos del futuro de nuestra sociedad. ¡Nos lo jugamos todo y vamos tarde!