Nací lejos de Barcelona, hijo de unos padres que, huyendo de la atmósfera irrespirable de la posguerra franquista, encontraron acogida -como tantos otros- en uno de los países de América latina en los que entonces se respiraba libertad y prosperidad. En consecuencia, hijo de padres inmigrantes, me encuentro cómodo en esta ciudad en la que ahora convivimos personas de tantas procedencias, lenguas y culturas.

No he nacido en Barcelona, pero aquí nació mi hijo, y mis padres -él, de un pueblecito de Lleida, ella, de Gràcia- vivieron aquí sus últimos años. Mis hermanos, después de mucho viajar, también vuelven a ella, para vivir o para no olvidarla. Y mi compañera – ¿qué tendrá Barcelona? – después de muchos años fuera, también ha querido volver… Amo, pues, esta ciudad y puedo decir que, mucho o poco, la conozco: vivo en el Clot, trabajo en Sant Gervasi, tengo familia o amigos en Galvany, en Vallcarca, en Ciutat Vella, en Les Corts, en Horta y en el Eixample. Los fines de semana puedo tomar el vermut en Sant Andreu, en la Avinguda Gaudí, o en el Passeig del Born, o dar una vuelta por el Turó Park, por la Creueta del Coll o por los jardines de la Tamarita. Y voy tan a menudo al Phenomena como al Liceu, y tantas veces al Teatro Akadèmia como a la Sala Becket. Como tantos otros barceloneses, conozco un poco la ciudad, la quiero y, por tanto, me preocupa mucho su futuro: un futuro que pronto volveremos a decidir entre todos.

Los próximos cuatro años

Claude Lévi-Strauss habló de sociedades frías y sociedades calientes. En las primeras, muy tradicionales y sostenidas por economías de subsistencia y de escasa tecnología, el tiempo pasa lentamente y la vida se perpetúa, casi idéntica de una generación a otra. La Revolución industrial introdujo un gran cambio, acelerando todos los aspectos de la existencia: las formas de vivir, de trabajar, de relacionarse, las costumbres, las tradiciones. Todo tuvo que acomodarse al ritmo cada vez más frenético que imponían los nueve imperativos: producción, eficiencia, rentabilidad, plusvalías. En el llamado mundo desarrollado hemos vivido así hasta ahora, acumulando las contradicciones de este funcionamiento que -guiado por aquellos imperativos- ha ignorado los límites: los del planeta, los de los ecosistemas, los de la biodiversidad, los de la salud.

La nuestra ya no es una sociedad caliente, acelerada. Es una sociedad a la que se le acaba el tiempo, una sociedad que vive en la urgencia absoluta de realizar cambios inmensos para evitar un deterioro calamitoso de las condiciones de vida de la humanidad. ¿Exageraciones? Escuchen, si quieren, las palabras de Al Gore-exvicepresidente de EEUU- en la última cumbre de Davos. Óiganle encenderse, gritar, crisparse mientras recuerda a los líderes de este mundo que no están haciendo su trabajo, que las emisiones de CO2 siguen aumentando – ¡sí, siguen aumentando! – que los fenómenos climáticos extremos afectan ya a más de mil millones de personas, y que los cientos de millones de refugiados climáticos que esta situación generará pueden desestabilizar las democracias occidentales, asediadas ya por movimientos xenófobos y racistas que reclaman gobiernos autoritarios.

Hasta hace poco podíamos pensar que los cuatro años que dura una legislatura o un consistorio es un período en el que las cosas pueden hacerse mejor o peor, pero que siempre habrá tiempo para, si es necesario, corregir el rumbo en las próximas elecciones. Ya no vivimos en ese tiempo, ya no podemos permitirnos perder cuatro años: no queremos verlo, no queremos reconocerlo, pero ahora vivimos en el tiempo de la urgencia, de la emergencia climática, de un mundo en llamas, desertizado o inundado por lluvias torrenciales. No podemos perder cuatro años.

Elecciones

No me engaño: en las próximas elecciones municipales decidiremos el voto en función, básicamente, de la posición de cada cual en estos dos ejes: el nacional -ser más o menos partidario de la independencia- y el social -tener una opción de derechas o de izquierdas. El eje ecológico, el voto verde, tan presente y consolidado en países como Francia y Alemania, no ha llegado a tener aquí una fuerza propia, específica, más allá de estar incorporado -con unos u otros matices- en la agenda y el programa de varios partidos.

Propongo tenerlo muy en cuenta en esta ocasión y darle un relieve que vaya más allá de lo que suele ser el programa de los partidos verdes. Todas sus reivindicaciones y todas sus inquietudes siguen vigentes -la contaminación de la tierra y del mar, los residuos que llegan a la cadena alimentaria, la deforestación, los microplásticos presentes en todas partes- pero en el momento actual el cambio climático y el calentamiento global, causados fundamentalmente por la quema de combustibles fósiles, se han convertido en la emergencia de alcance mundial a la que hay que prestar una atención prioritaria y urgente.

“Este verano le hemos visto las orejas al lobo”, le oí decir a una chica, hablando de las olas de calor que un año más, pero con mayor intensidad que nunca, sufrimos el pasado verano. ¿Quién no lo tiene presente y quién no espera con inquietud qué pasará este verano? ¿Quién no ve que las estaciones van quedando reducidas a un corto invierno y un largo período cálido, caluroso o tórrido? No son apreciaciones subjetivas: en el área mediterránea, el verano dura ahora cinco o seis semanas más que en 1990, el año en que, por cierto, se publicó el primer informe del IPCC, el organismo de Naciones Unidas encargado de evaluar y realizar previsiones sobre los efectos del cambio climático y que, en cada sucesivo informe, nos hace saber que los fenómenos meteorológicos extremos aumentan en frecuencia e intensidad.

No hemos querido saber

Pero en 1972, el informe elaborado por científicos del MIT –“Los límites del crecimiento” – ya preveía el calentamiento global y el cambio climático del que ahora decimos, sorprendidos, que “ya está aquí”. Y si hace unos pocos meses la revista Science nos confirmó que las grandes petroleras -Shell, Exxon, Total- sabían desde los años setenta los efectos que tendría la quema intensiva de combustibles fósiles, un nuevo estudio nos ha confirmado recientemente que Shell disponía de estos datos desde principios de los años sesenta. Puedo entender -es la lógica cínica y suicida de aquel “es el mercado, amigo”- que el presidente y el consejo de administración de una de esas grandes corporaciones decidieran ignorar lo que sabían, e incluso pagar por esconderlo y para desacreditar y perseguir a quienes querían difundirlo. Pero me pregunto cuántos presidentes, jefes de estado o de gobierno, ministros de industria, de sanidad, o de bienestar social, cuántos alcaldes de grandes ciudades han tenido sobre su mesa esos informes y los han guardado en el cajón de las cosas que se dejan para… más adelante. Sabemos que Lyndon B. Johnson, presidente de los EEUU, los recibió y habló de ellos con preocupación, pero sólo en 1969, el año en el que terminaba su mandato: es decir, cuando ya no le correspondía tomar ninguna decisión.

La responsabilidad de tomar decisiones

Pienso que la gravedad extrema de la situación que está creando y creará el cambio climático -la sequía que sufrimos en toda Catalunya es similar a la que vive el conjunto del Estado español, y casi tan grave como la que sufre Francia- hace que la responsabilidad de los gobernantes actuales sea inmensa y proporcional a la excepcionalidad del momento en que vivimos. ¿Más exageraciones? Coja su móvil y abra la aplicación que le informa de la temperatura y el riesgo de lluvia o viento en la ciudad: verá que también informa de la calidad del aire, habitualmente “mala” o “muy mala”, debido casi siempre a la presencia de partículas de menos de 2,5 micras (una micra es la milésima parte de un milímetro), provenientes sobre todo de los motores de combustión, especialmente los diésel. ¿Es esto tan grave? Mucho más de lo que pensábamos: ahora sabemos que esta contaminación, que traspasa todas las barreras bronquiales, no sólo provoca o agrava enfermedades respiratorias y cardíacas, que afectan más a personas vulnerables -ancianos, niños, mujeres gestantes- sino que está en el origen de un buen número de cánceres de pulmón.

Emergencia climática: ¿otra exageración? La prensa diaria nos informa a diario de la progresión cada vez más rápida de los indicadores de riesgo climático. Las medidas de la temperatura de los océanos han alcanzado niveles nunca vistos desde que se tienen registros. ¿Es importante esto? Importantísimo: los océanos han actuado hasta ahora como grandes amortiguadores del cambio climático, absorbiendo parte del CO2 emitido y parte del calentamiento de la atmósfera, pero están llegando al límite de su capacidad y, además, han pagado (¡hemos pagado!) un precio muy alto: una intensa acidificación que destruye los corales y afecta a todas las especies que forman caparazones y recubrimientos calcáreos, y alteraciones en la cadena trófica de la que dependen todos los seres vivos que tienen su hábitat en los mares y los océanos del planeta.

El calentamiento global -que aumenta la evaporación del agua, desecando la tierra- y una atmósfera más caliente y que, por tanto, puede contener más vapor de agua en suspensión, forman el cóctel explosivo que afecta ya a grandes regiones en todo el mundo: sequías extremas y aguaceros que provocan inundaciones nunca vistas. La intensidad de las lluvias monzónicas en India y Paquistán ha causado una gran devastación, pero los expertos saben que estos fenómenos irán indefectiblemente a más.

Barcelona se ahoga

Las altas temperaturas y la contaminación que genera el tráfico se traducen cada vez con más frecuencia en una atmósfera irrespirable. Barcelona es una de las ciudades europeas con mayor densidad de vehículos a motor -6.000 por kilómetro cuadrado, el doble que Madrid y el triple que Londres y tiene, por tanto, unos altos niveles de una contaminación a la que, simplemente, no podemos acostumbrarnos, descontándola como el peaje a pagar por vivir en una gran ciudad.

No, no podemos acostumbrarnos a la idea de que el espacio que acoge una gran concentración de personas de todas las edades y condiciones físicas sea un espacio intensamente contaminado y sometido a un calentamiento que más allá de la pérdida de confort compromete seriamente la salud y la vida.

Barcelona sigue teniendo días apacibles, cuando el viento o la lluvia han limpiado el aire y la temperatura es suave y agradable. Pero cada vez llueve menos -y la limpieza del aire y de las calles se resiente- y tenemos temperaturas primaverales en noviembre o enero, cuando no tocan. Y cuando se produce la tormenta perfecta -altos niveles de contaminación, veranos sofocantes, noches tórridas- la ciudad se ahoga, no puede respirar: por el aire limpio y suave que le falta y por la inquietud que todos hemos sentido (no digamos “ecoansiedad”: digamos, lisa y llanamente, angustia) cuando pensamos en el futuro: ¿pero, qué futuro? ¿El nuestro? ¿El que vivirán nuestros hijos o nuestros nietos?

Es necesario actuar. Hay que seguir actuando

El equipo que ha estado al frente del Ayuntamiento de Barcelona en los últimos ocho años, liderado por la alcaldesa Ada Colau, tiene una política clara y decidida de lucha contra las causas y los efectos del cambio climático, y es mucho lo que se ha logrado hasta ahora. El trabajo realizado a lo largo del primer mandato se concretó en 2018 en la elaboración del Plan Clima -y en 2020, en la Declaración de emergencia climática- que ha guiado las actuaciones del Ayuntamiento en este ámbito y que ha sido tomado como modelo por otras grandes ciudades igualmente comprometidas en la lucha contra los efectos del calentamiento global.

En noviembre de 2021 y en el marco de la COP26, el Programa de Medioambiente de la ONU emitió un informe en el que ponía a Barcelona -y, en particular, las supermanzanas y los ejes verdes- como ejemplo de la lucha contra el cambio climático y en línea con los esfuerzos que están haciendo ciudades como París, Toronto, Medellín, Múnich o Nueva York. Y lo cierto es que, hoy en día, ningún otro partido político con posibilidades de gobernar tiene un programa que esté, ni de lejos, a la altura de los avances y objetivos en este ámbito de Barcelona en Comú.

Y no sólo eso: todos sabemos leer entre líneas y entender mensajes que, en ocasiones son expresados sin tapujos: dos de los partidos que aspiran a gobernar piensan que el ecologismo de Ada Colau es una gesticulación innecesaria y que hay que detener sus principales proyectos: las Supermanzanas (que la ONU ha reconocido como ejemplo a seguir), la limitación del uso del vehículo privado, los carriles bici, la ampliación de zonas verdes, los refugios climáticos… Y que hay que ser business friendly y facilitar las cosas a quienes quieren que lleguen aún más cruceros, que haya más pisos turísticos o que suprimamos de una vez la Zona de Bajas Emisiones.

Si pudiera aspirar a ser escuchado por algunos de mis conciudadanos, les pediría que a la hora de decidir su voto tuvieran en cuenta que lo que está en juego en estas elecciones va más allá de todos los temas habitualmente importantes en el gobierno de una ciudad: la seguridad, la limpieza, la gestión de los mercados y las bibliotecas… No defendería la candidatura de Ada Colau si pensara que no lo ha hecho bien en estas áreas tan importantes -y no dudo de que algunas propuestas de otras candidatos puedan ser mejores- pero, insisto, ninguno de ellos tiene, ni mucho menos, una determinación clara de seguir luchando contra las causas y los efectos del cambio climático en nuestra ciudad.

Porque, sí, en Barcelona todavía sobran muchos coches y faltan muchos árboles; y porque la contaminación producida por los motores de combustión es también responsable del cambio climático. Concretamente, un 60% de las emisiones de CO2, el principal responsable del efecto invernadero.

En Barcelona, corremos el peligro de que un cambio en el gobierno municipal nos haga retroceder diez años en la lucha contra las causas y efectos del cambio climático. Retroceder diez años en una carrera contra el tiempo en la que estamos empezando a avanzar.

Pensar globalmente, actuar localmente

Los eslóganes políticos suelen envejecer mal, pero creo que éste se mantiene plenamente vigente, quizás porque fue formulado, a principios del siglo XX, a partir de los postulados de un biólogo, sociólogo y filántropo -Patrick Geddes- conocido por sus trabajos pioneros en el ámbito, precisamente, de la planificación de las ciudades. Geddes propuso unos criterios -entonces muy innovadores- para tener en cuenta en el diseño de los espacios urbanos, basados en la integración armoniosa en el entorno natural y el respeto de la historia y las características de cada colectividad.

Siguiendo esta máxima, cabe preguntarse si lo que se haga en Barcelona tendrá una incidencia global, planetaria. ¿Frenará el cambio climático lo que se haga en Barcelona, una ciudad de menos de dos millones de habitantes, en un continente -Europa- de 750 millones, en un planeta de 8.000 millones de personas? Probablemente, no; sin embargo, como decía otro eslogan del siglo pasado, si quieres que el mundo sea mejor, empieza por barrer tu calle.

En el momento actual, los políticos tienen una altísima responsabilidad frente a la cuestión del cambio climático: deben saber que no luchan sólo contra intereses económicos particulares, con la inmensa carga de ceguera y de egoísmo que a menudo conllevan. Tienen que luchar también contra la indiferencia, el no querer saber y la pereza de unos y otros. Tienen que luchar contra la inercia y la resistencia al cambio que el capitalismo global ha instilado en cada uno de nosotros, porque más allá de ser un sistema económico ha instaurado un modelo de vida y de consumo al que, de entrada, nadie quiere renunciar. Por ese motivo, los avances sólo se producirán contrariando, molestando, generando rechazo y malestar en muchas personas. Pero también contarán con el apoyo de sectores cada vez mayores de una ciudadanía consciente, decidida y orientada por un mejor deseo de vivir.

El clima, la sociedad, las personas

Diré, para terminar, que en mi opinión la lucha contra el cambio climático es también una lucha social, porque implica la opción por un modelo de sociedad que incluya la aceptación de límites: los límites del planeta, los límites a la desigualdad y los límites a la acumulación de poder en manos de unos pocos, que se han convertido en capaces de configurar el mundo y diseñar el futuro según su conveniencia.

No creo que ninguna ideología ni proyecto social nos lleve a vivir en un mundo ideal, sin conflictos ni injusticias. Tampoco creo que podamos vivir en plena armonía con una Naturaleza, en la que, como seres humanos, iluminados y confundidos por el lenguaje, sólo podemos soñar. Pero creo que tenemos, unos y otros, el deber ético de velar por que la atmósfera de la vida en común -el cuidado que tenemos de los derechos y deberes, de las diferencias, de todo lo que dignifica la existencia- también sea respirable. Y creo que la lucha contra el cambio climático y el esfuerzo por mitigar sus efectos es, hoy en día, el objetivo principal de este deber.

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