Llega a las salas de cine la esperada película The Lost King ([El rey perdido], 2022), dirigida por Stephen Frears, impulsada por el mismo equipo creativo de la recordada Philomena (2013), de la que además del mismo director, comparten el mismo equipo guionista: Jeff Pope y Steve Coogan, este último también como actor en las dos producciones, en este caso en un personaje secundario fundamental en la trama, interpretando al esposo separado de la protagonista, que será crucial, de forma positiva, en el devenir de la trama. Y, justamente, el estreno se realiza pocos días después de que el largometraje haya ganado el Premio al mejor guion en el 7º Festival Internacional de Cine de Barcelona-Sant Jordi (BCN FILM FEST) 2023.

El premio es muy merecido ya que el guion resuelve un reto que entrañaba un cierto riesgo: el hecho de que el espectador (especialmente, el británico) conoce el final de la película al tratarse de una de las noticias más mediáticas a nivel global en 2012, y por el resto de noticias generadas en los años siguientes a esa fecha. Gracias a ese guion, ahora podemos saber la intrahistoria de lo que sucedió en realidad hasta el momento de producirse uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de la historia reciente en Reino Unido. Y ese proceso no es exactamente como nos lo han explicado las autoridades y los medios de comunicación. En cierta manera, el guion de la película realiza un paralelismo entre, por un lado, las mentiras que nos habían explicado sobre Ricardo III y, por otro, el calvario y posterior ninguneo que tuvo que sufrir la persona que encontró el cuerpo enterrado de un rey que llevaba desaparecido más de cinco siglos: Phillippa Langley, interpretada por una maravillosa Sally Hawkins.

The lost king

Langley explica que su interés por Ricardo III (1452-1485) comenzó con la compra de un libro en 1998. El libro era una biografía de Paul Murray Kendall y utilizaba fuentes contemporáneas de la vida del propio Ricardo para hablar de su figura. El historiador mostraba al rey como alguien «leal, valiente, devoto y justo», y, a pesar del poco tiempo de reinado, apenas dos años, con decisiones importantes y transcendentes que concuerdan con esa descripción. Quedó perpleja con lo que estaba leyendo, puesto que no coincidía en absoluto con la imagen que la cultura popular muestra, desde hace siglos, de dicho monarca, y aquí surgió la chispa de la fascinación por dicho personaje.

La representación en la ficción del último rey de la casa de York está marcada ineludiblemente con la obra de teatro La vida y muerte del rey Ricardo III (The Life and Death of King Richard III, 1591) de William Shakespeare, mostrada desde entonces de forma reiterada en teatro y en adaptaciones audiovisuales. Y sí, lo escribió más de cien años después de la muerte del rey, y reconociendo que se había inspirado en un relato de Thomas More ([Tomás Moro], 1478-1535), que apenas tenía siete años cuando el rey falleció en combate. En realidad, el extraordinario libreto de Shakespeare fue la culminación de consolidar una versión de lo sucedido, escrito por los vencedores, que permitiera justificar, políticamente, el desenlace final de la conocida como la Guerra de las Rosas (1455-1487), que acabó con el reinado de la Casa de los York (rosa blanca en el estandarte) y con la que comenzó la dinastía de los Tudor (rosas blancas y rojas en el emblema). No se trató de una guerra de hecho, sino de una serie de batallas intermitentes y escaramuzas, asedios, ejecuciones e intentos de asesinato.

The lost king

La imagen que se presenta una y otra vez a través de la obra de Shakespeare es la de un rey de mediana edad, amargado por las deformaciones físicas, especialmente por una prominente joroba, y terriblemente despiadado y cruel. Thomas More, en su obra inconclusa Historia de Ricardo III (History of King Richard III, 1513), lo describió como «alguien arrogante y presumido, falto de sentido, errático, culpable de haber planeado la caída de sus enemigos y de muchos otros que lo apoyaban, todo ello, probablemente, producto de una mente retorcida a causa de sus deformidades físicas». Y hay que sumar la atribución del asesinato cruel de sus dos sobrinos, algo que en la película se comprueba que no sucedió así. Ni los asesinatos, ni las deformidades (en realidad, padecía de escoliosis, confirmado al recuperar el esqueleto), ni siquiera hacen justicia los cuadros antiguos del monarca, representado siempre con una rostro siniestro y arrugado, cuando en realidad murió con 33 años. Solo hay que recordar la mítica frase de la obra de teatro de Shakespeare: «Deforme inacabado, enviado antes de tiempo a este latente mundo; escasamente hecho a medias, y aún eso, tan tullido y desfigurado que los perros me ladran cuando me paro ante ellos». La lacra de señalar al diferente parece que viene de lejos.

Las exigencias de una película y del tiempo disponible para la narración obliga siempre a una cierta simplificación. La realidad es que Philippa Langley estuvo más de siete años investigando el personaje, primero interesada por la vida del mismo, después por encontrar el cuerpo de Ricardo III, del que se sabía había sido enterrado desnudo en una modesta iglesia católica y que, pocos años después, cuando los Tudor mandaron destruir esos recintos, sus restos habían sido arrojados al río para evitar que pudiera ser un lugar de peregrinaje. Una placa en uno de los puentes de la ciudad de Leicester recordaba dicho supuesto evento. Philippa tardaría siete años más en encontrarlo realmente.

La investigación de Langley tiene mucho que ver con su perseverancia, su pasión y su empoderamiento. Y todo tiene más mérito cuando descubrimos que padece de encefalomielitis miálgica, también conocida como síndrome de fatiga crónica (SFC), una enfermedad neurológica que causa fatiga debilitante, dolor y problemas con la concentración y el control de la presión arterial. Una situación que se vislumbra en la película como una limitación laboral, ya que la empresa en la que trabajaba no estaban dispuestos a promocionarla por el riesgo de que no pudiera afrontar el día a día con todas las garantías. Esta condición es comúnmente estigmatizada (experimentan el prejuicio de ser considerados vagos, ridiculizándolos), y rara vez se muestra en la pantalla. Hasta la propia Langley dudó de explicarlo a los guionistas por la vergüenza que le suponía. Afortunadamente, lo hizo y la representación de sus síntomas se realiza de forma extraordinariamente pedagógica en la película.

The lost king

El peregrinaje de Philippa Langley tiene que ver con el clasismo universitario y con una sociedad patriarcal. Por un lado, se debe de enfrentar al statu quo de la universidad y de los expertos historiadores, recelosos de que una aficionada pudiera haber conseguido llegar a una conclusión gracias a su investigación «casera» (en realidad, las pistas estaban desperdigadas en varias fuentes, solo hacía falta alguien con la determinación de Langley para reunirlas). Por otro lado, todas las barreras con las que se va topando están representadas por hombres (historiadores, arqueólogos, políticos, empresarios, compañeros, etc.), que no creen que sea capaz de hacer lo que está haciendo. Una política del ayuntamiento es la única que la defiende y le recomienda que no hable de su «intuición», que eso perjudica a las mujeres y, en especial, una que acababa de presentar los resultados de una investigación rigurosa y acompañada de evidencias que mostraban indicios claros de que tenía razón.

Por mi parte, les recomiendo que vean la película, la disfrutarán desde diversos puntos de vista… a no ser que trabajen en la University of Leicester, en ese caso, no creo que les guste mucho. Lo que se percibe en la pantalla es una universidad burocratizada, que primero se mofa de la propuesta de la aficionada a la historia (en una escena, afirman riendo que «sería la monda que tuviera razón»), y que, después, debe de volver a contratar al antropólogo que acababan de despedir cuando las autoridades dan el permiso a las excavaciones y Langley consigue la financiación por micromecenazgo. Una universidad que se apropia de los méritos del descubrimiento en los medios de comunicación (los vemos como auténticos carroñeros), mientras ningunea a la verdadera impulsora de la iniciativa, a la vez que promocionan al arqueólogo una vez confirmado el hallazgo. La historia la escriben los vencedores (como le ocurrió al mismísimo Ricardo III), y si miran la página de la universidad verán quiénes dicen que son el equipo que encontró el cuerpo del rey perdido, y el trato que le dan a Langley, que aparece en los agradecimientos. 

La indecencia de las miserables autoridades universitarias es una muestra de uno de los grandes casos que quedan por destapar: la corrupción sistémica de las organizaciones universitarias, que va desde algo muy sutil a delitos fragantes. Las noticias que de tanto en tanto afloran solo son la punta del iceberg. Los pocos periodistas de investigación que quedan tienen ahí un auténtico filón donde buscar. Quizás tengamos que esperar a que una periodista aficionada lo haga, al menos tienen una referente en la que inspirarse.

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