“Gazte Koordinadora Sozialista (GKS)”, “Horitzó Socialista” o “Encuentro por el Proceso Socialista” son algunas de las organizaciones que han surgido en los últimos años en torno a una “nueva” gramática política: una decidida “estrategia socialista” para “las clases trabajadoras”. En algún sentido, vuelven sobre sobre una categoría, “clase obrera”, que como categoría heurística tuvo la capacidad analítica de organizar la evidencia histórica de la sociedad industrial desde el siglo XIX hasta mediados del XX, en torno a las fábricas, las instituciones de clase, la cultura de clase, los partidos y los sindicatos. Las clases sociales se convirtieron en un hecho social total, una visión colectiva del mundo, el “punto de vista histórico”, una manera específica de leer lo social y de estructurar las formas de representación política en torno a los conflictos de clase.
Es evidente que durante las últimas décadas se ha frenado y desdibujado la lucha de clases en torno a la clase trabajadora como sujeto del cambio, pero eso no quiere decir que la lucha de clases haya desaparecido, sino que los efectos de las relaciones de clase, que siguen existiendo, se vienen expresando sin la primacía de la identidad “clase obrera”. Mi diferencia con los planteamientos políticos de las organizaciones antes referidas es que hoy la totalidad social no puede ser ya comprendida desde lo obrero, su sentido operativo ha desaparecido. Una cosa es que la clase continue teniendo una función explicativa (y la tiene) y otra que pueda operar como eje de identidad para la movilización política. Del hecho evidente de que existen desigualdades de clase no se sigue que en torno a la clase trabajadora existan condiciones para generar una base política para la acción. Y eso no quiere decir que las desigualdades de clase no puedan ponerse en el centro de la acción política. Pero esas desigualdades serán politizadas desde otros lugares, desde otras figuraciones. De la regularidad estructural de la desigualdad en función de la clase no se sigue que la clase vaya a detentar un renovado estatuto hegemónico. También es evidente, convengamos, que la sociedad no se reconoce en la polarización social entre clase trabajadora y capitalistas.
Tan obvio es que la clase trabajadora no ha desaparecido, como evidente que han entrado en crisis sus referentes culturales. Existe un agotamiento cultural de la prioridad política de la identidad obrera. El paradigma de la clase obrera como sujeto social y económico, protagonista de la emancipación social, llegó a su fin. Ya no es el instrumento privilegiado para comprender la disposición de las fuerzas sociales y los nuevos antagonismos; y carece de la capacidad y la fuerza para polarizar el campo histórico y político presente. La inexistencia de una formación imaginaria que haga visible una identidad de clase da cuenta de una carencia de capacidad hegemónica. No tendrá éxito como clase gobernante, no va a ejercer una primacía social, una influencia cultural ni una dirección política; no va a fundar en torno a sí un universo, un horizonte político. Y ello no es una dificultad coyuntural, sino una conclusión estructural.
Creo entender por qué estas organizaciones sitúan la identidad “clase trabajadora” en el centro. Lo hacen con el convencimiento de que se trata de la posición más radical. Le otorgan al concepto “clase trabajadora” una cualidad metafísica, como si a partir de ella pudiésemos darle una dirección precisa a la historia para derrocar al capitalismo. El lugar de enunciación de la clase obrera es presentado como el lugar de la igualdad, de la objetividad y de la universalidad. Pero la clase obrera no tiene una consistencia ontológica, pues es un concepto vectorial. No es un objeto pasivo al albur de la evolución histórica del capitalismo. La “clase obrera” es un sintagma contingente atravesado por una pluralidad de prácticas discursivas. Si negamos esto, entonces “clase obrera” es concebida desde posiciones deterministas y economicistas, un esencialismo metafísico que propone la economía como fundamento último de la sociedad, remitiendo las relaciones de poder a su determinación histórica. Reduccionismo que impide pensar la heterogeneidad de las posiciones sociales en las luchas emancipatorias.
Claro que existen referentes materiales de los/las trabajadores/as, pero no como instancias objetivas. “Clase trabajadora” es una mediación categorial, un imaginario social. La clase no es eso que ya está ahí, ha de ser producida. No es un concepto pasivo que da cuenta de una realidad que le antecede. Pero, ojo, no es que en las últimas décadas los nuevos cambios sociales y transformaciones productivas hayan provocado cambios en los análisis de clase. Antes y ahora la clase fue siempre una identidad, un nexo de relaciones, de prácticas y significados; una producción de subjetividad, la construcción de un imaginario social, una dinámica de identificación. Y aquí me parece está uno de los enredos de época: “la identidad” no es una categoría con la que contradecir o sustituir a “la clase”, antes bien, la explica. Lo que se pone en duda cuando digo que la clase es una identidad no es la existencia del dolor, la explotación o el hambre, sino la génesis entre la materialidad de la clase obrera y su expansión política, las mediaciones que intervienen ahí.
Y he aquí la cuestión política fundamental. Cuando apelan a “las clases trabajadoras” no están designando un concepto que refiera a una esencia común objetiva que nos incluye a todas y todos. Es una figuración determinada, una identidad y utopía disponible. La función política de clase obrera no fue reflejar una realidad existente, sino crearla. En este sentido, lo que estas nuevas organizaciones no han explicado es cómo pretenden crear, desde un exterior discursivo, una imagen que interpele a la clase trabajadora y que ésta se sienta interpelada por ella; y cómo van a restaurar la pérdida de la primacía epistemológica de la clase obrera para ordenar la batalla política emancipatoria.
De lo contrario, creo que estaríamos ante otro clamor más a favor de la unidad de la clase trabajadora surgido de la desesperación por no poder controlar y subordinar a los nuevos antagonismos. Dicen “unidad”, pero en realidad están diciendo “difundir doctrina”; adoptar hoy el punto de vista de la identidad obrera no produce ideología sino fe; apelan a la unidad, pero se omite que eso que “nos une” es el imaginario de quien lo propone. Por eso la unidad de la clase trabajadora que proclaman no potencia ni moviliza, sino contrae y bloquea. Al contrario de lo que se suele decir sobre este tipo de planteamientos, no es que reduzcan lo político a un economicismo vulgar y esencialista, sino que proceden de manera idealista. No es un burdo materialismo sino bien probablemente un repertorio simbólico erróneo.