La teoría política nos enseña que el concepto ciudadanía hace referencia al conjunto de personas que forman parte de una comunidad, ya sea una ciudad, una región o un país. Y que esta ciudadanía, que tiene derechos y deberes, se relaciona con los poderes públicos mediante el ejercicio de la participación ciudadana. Por su parte, los poderes públicos son las instituciones y organismos que ejercen el poder político en nombre del pueblo, ya sea a nivel local, regional o nacional. Estos poderes públicos tienen la responsabilidad de garantizar el bienestar y la seguridad de la ciudadanía, y de gestionar los recursos y servicios públicos.

Tampoco podemos olvidar que la participación en la vida política y cultural es un derecho humano fundamental reconocido en una serie de tratados internacionales, empezando por la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece el derecho a participar en el gobierno y las elecciones libres, el derecho a participar en la vida cultural de la comunidad, el derecho a la libertad de reunión y asociación pacífica y el derecho a afiliarse a los sindicatos. La participación es, pues, un principio básico de los derechos humanos y también es una condición para la ciudadanía democrática de todas las personas.

Pero más allá de la teoría y de los derechos y de saber que disponemos de organizaciones y agentes sociales que tratan de auditar la acción pública, además de las auditorías que las leyes establecen para garantizar un mínimo control de la actividad de los responsables públicos, ¿cómo podemos profundizar en el derecho que cada persona debería tener que relacionarse de tú a tú con sus gobernantes y exigirles, de forma recíproca, que rindan cuentas de su actuación?

Los diferentes poderes públicos con los que como ciudadanos debemos relacionarnos cada día, nos auditan, nos controlan, nos supervisan y nos sancionan sin contemplaciones como medida para garantizar el funcionamiento de la sociedad. ¿Pero, y a la inversa? ¿Qué ocurre cuando son ellos quienes incumplen los compromisos, se saltan las normas o hacen una gestión incorrecta de los recursos públicos?

Los ejemplos son múltiples y lamentablemente más habituales de lo deseable. Últimamente hemos tenido dos especialmente duros: por un lado, la desastrosa gestión de las oposiciones en la Generalitat de Catalunya y por otra, el último maltrato a las usuarias por parte de los responsables de cercanías, una historia que viene de lejos. Pero simplemente tirando de hemeroteca, podríamos llenar cientos de hojas con agravios vinculados a la mala gestión, la corrupción, la falta de transparencia, el uso indebido de los fines públicos y otras malas prácticas vinculadas a los asuntos públicos. ¿Pero cómo debemos hacerlo? Más allá de votar cada cuatro años en las diferentes elecciones, ¿qué formas de compromiso y participación son posibles para la ciudadanía para poder ejercer una verdadera auditoría del poder?

Tal y como reflexionaba en otro artículo meses atrás, nos hallamos en un momento de clara distancia entre la clase política y la sociedad; una situación de descrédito de la política que ha llevado a lo que hemos llamado desafección y que puede provocar un importante aumento de la abstención y del voto nulo en próximas convocatorias electorales. Y parece evidente que el motivo principal de este distanciamiento es la forma de gestionar (o no gestionar) los asuntos públicos. Todo ello poner en riesgo la calidad de nuestra democracia y el uso eficiente de los recursos para dar respuesta a las necesidades de las personas.

Por eso es más necesario que nunca activar y potenciar todas aquellas opciones de participación e incidencia que nos permitan auditar a nuestros políticos. Sindicatos, partidos, entidades sociales, organizaciones empresariales, movimientos de autogestión, economía social y solidaria, asociaciones de estudiantes, redes sociales, presencia en la calle, mociones en los parlamentos, iniciativas legislativas populares, plataformas ciudadanas, … Desde la acción individual y sumándonos a las diversas opciones de participación y acción, toca trabajar para que una clase política demasiado acomodada recupere el compromiso de servicio y calidad en la gestión de los asuntos públicos por la que fue elegida.

En 2010, en los momentos más duros de la crisis económica que había empezado dos años antes tuvo un gran éxito el ensayo “Indignaos”, escrito por Stéphane Hessel, diplomático francés, antiguo miembro de la resistencia francesa y superviviente de los campos de concentración de Buchenwald y Dora-Mittelbau durante la Segunda Guerra Mundial. La obra, en palabras del propio autor, animaba a los jóvenes a indignarse y afirmaba que todo buen ciudadano debía indignarse porque el mundo iba mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparaban todo. Me atrevo a referenciar el libro de Hessel y su título para animar a la ciudadanía a dar un paso adelante y empezar a auditar de manera continuada y exigente a los poderes y a las administraciones públicas.

¡Auditad! ¡Auditemos!

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