Que los niveles de pobreza y exclusión en nuestra sociedad son demasiado altos para un país europeo es algo que las estadísticas oficiales y las instituciones de la Unión Europea no cesan de recordarnos. Las medidas tomadas por el Gobierno en los últimos años han tenido un impacto notable en la reducción de la pobreza antes de transferencias, que había crecido como consecuencia de la pandemia y la crisis económica. Las campañas electorales deberían ser una ocasión para poner en el centro de la agenda problemas como este, con propuestas concretas que permitan avanzar en su solución. Las Comunidades Autónomas tienen, en este sentido, plenas competencias en la lucha contra la pobreza monetaria mediante rentas mínimas que establecen un derecho subjetivo a unos ingresos; no así los ayuntamientos, que solo pueden combatirla indirectamente a través de ayudas de emergencia, a las que a menudo se otorga carácter subvencional. Sin embargo, en grandes ciudades como Barcelona o Madrid, la combinación de un gran volumen poblacional con altos precios de la vivienda debería llevar a poner la cuestión en el centro de las agendas de las candidaturas municipales. Por ello deben ser bienvenidas propuestas como la de Barcelona en Comú de crear una red de oficinas para facilitar la tramitación de la  Renda Garantida de Ciutadania y el Ingreso Mínimo Vital en la ciudad.

¿Qué puede hacer una corporación municipal para reducir los niveles de pobreza en su ciudad? Tanto el Ingreso Mínimo Vital (que depende de la administración central) como las rentas mínimas (que dependen de las autonómicas) suelen tener dos grandes insuficiencias: intensidad protectora y cobertura. La primera se ha visto parcialmente aminorada por diversas medidas de “escudo social” puestas en marcha durante el último cuatrienio, así como por la subida del Salario Mínimo Interprofesional, la reforma laboral, o el aumento de cuantía del Ingreso Mínimo Vital o la Renda Garantida de Ciutadania en Catalunya. Sin embargo, conforme aumenta la protección “sobre el papel”, nos encontramos también con mayores déficits de cobertura, en el sentido de que muchos hogares que tendrían derecho a prestaciones no las solicitan, y, por tanto, no acceden a esa protección: es el conocido fenómeno del non-take-up.

Sin ir más lejos, en la ciudad de Barcelona nos enfrentamos a unos datos de non-take-up muy preocupantes: en una investigación reciente realizada en la UAB (en co-autoría con Emma Álvarez y Àlex Giménez), hemos constatado el contraste entre unos 5.500 expedientes vigentes de Ingreso Mínimo Vital y los más de 50.000 que cumplirían los principales requisitos según el Panel de Hogares de Renta y Patrimonio; particularmente, cuesta aceptar que solo unos 2.700 hogares hayan accedido al complemento por hijos, dado que este tiene unos umbrales de renta que triplican los del Ingreso Mínimo Vital y, por tanto, van bastante más allá del umbral de la pobreza. Aunque la Renda Garantida de Ciutadania de la Generalitat tiene un non-take-up menor, tampoco es para echar cohetes, puesto que menos de la mitad de los 50.000 hogares elegibles serían beneficiarios.

Esta situación afecta gravemente a la equidad y eficacia de estos programas: no garantizan derechos iguales a quienes están en una misma situación de vulnerabilidad; no redistribuyen los recursos adecuadamente; y no permiten ejecutar el presupuesto disponible para la lucha contra la pobreza. Contra lo que ciertos discursos buscan transmitir, el non-take-up no es inevitable ni está escrito en la naturaleza de las prestaciones, como lo muestra su práctica inexistencia en otros programas (véanse las prestaciones por desempleo o las pensiones), o su mucha menor extensión en otras rentas mínimas, como la del País Vasco.

Desde un punto de vista municipal, sin competencias regulatorias y presupuestarias directas sobre ingresos mínimos, y dado que los recursos locales son limitados, se impone un cierto dilema a corto plazo: ¿qué es mejor, continuar con una proliferación de ayudas de urgencia que no llegan a la mayoría de los beneficiarios potenciales y/o complementan los ingresos de quienes ya acceden a las prestaciones, o intentar optimizar el bajo take-up de las prestaciones existentes? Aunque sin duda ambas cosas no son incompatibles, lo segundo tiene ventajas evidentes: en primer lugar, el margen para la ampliación de cobertura, como se ha visto, es muy amplio sin cambiar una coma de la legislación vigente; en segundo lugar, el grueso del coste económico de esa ampliación lo deberán asumir las administraciones central y autonómica, que son las responsables de las prestaciones de ingresos mínimos, dado que estas son un derecho subjetivo para cualquier persona elegible.

En este sentido, ante cierta subasta electoral de ayudas municipales de incierto diseño y más incierta implementación, propuestas como la de Barcelona en Comú de abrir 30 oficinas de acompañamiento para la tramitación del Ingreso Mínimo Vital y la Renda Garantida de Ciutadania parecen una estrategia más prometedora; tales oficinas, convenientemente dotadas de personal formado, podrían tener un rol proactivo a la hora de realizar gestiones, eliminar barreras digitales, conseguir documentos, generar certificados, y centralizar así demandas y solicitudes en una ventanilla única, de forma que miles de ciudadanos vulnerables puedan ejercer su derecho a disponer de un ingreso mínimo. Una administración pequeña y cercana como es la municipal podría, así, tener un impacto sustancial en la reducción de la tasa de pobreza de su ciudad, con la consiguiente ganancia en igualdad de oportunidades, cohesión y justicia social.

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