En el día de ayer, a menos de doce horas tras el inapelable triunfo de las derechas en las elecciones, Sánchez provocó un completo vuelco al estado de opinión con el que habíamos amanecido: el 23 de julio, elecciones generales. Sorpresa absoluta. La esfera pública en estado de shock. Lejos de aceptar con resignación el resultado de ayer, el presidente del Gobierno envía un mensaje contundente: está dispuesto a sacar pecho de su gestión y a dar la batalla por el poder sin que nadie pueda ni tomar aliento (incluidas sus propias filas).

Con su decisión ha pillado por sorpresa a propios y extraños; a socios parlamentarios y oposición. Una decisión –importante es recordarlo– que es “suya”. Pues entre sus potestades, dispone el presidente la de disolver las Cortes y convocar elecciones anticipadas. Nada nuevo bajo el sol. Así sucedió en 2019, cuando sin esperar a agotar la legislatura –en la que había llegado a presidente mediante la moción de censura–, anticipó la convocatoria electoral al no lograr el apoyo del independentismo catalán a sus presupuestos.

A pesar de la sorpresa general parece que existe un amplio consenso en torno a la pertinencia de esta convocatoria adelantada. Los motivos son dispares. A la derecha se quiere presentar como el atajo a un final agónico. Sánchez es mostrado como un presidente agotado, sin proyecto y secuestrado por unos socios que poco menos son la encarnación del mal. En la izquierda, por el contrario, se saluda el arrojo de Sánchez por no achantarse ante el triunfo de la derecha. Después de todo, aunque muy duro por su traducción en poder institucional, tampoco ha sido una derrota sin paliativos.

En lo inmediato, la decisión de Sánchez ya se ha demostrado un ejercicio digno de la mejor virtù del príncipe maquiaveliano: a pesar de su éxito electoral, las derechas se han quedado sin margen para capitalizar sus buenos resultados electorales. La crónica de la derrota anunciada que la derecha vive desde hace meses en los sondeos –excepción hecha del CIS de Tezanos, claro está– se ha venido al traste. Las elecciones del domingo debían haber servido para cocinar a Sánchez a fuego lento, atado a las responsabilidades del semestre europeo y con los socios de coalición enzarzados en sus disputas intestinas. Con la decisión de acortar la legislatura ese horizonte se ha extinguido.

A las once de la mañana de ayer, tras una consulta nocturna a su más reducido núcleo de confianza, se activaba el plan B. La derecha mediática se quedaba sin otra opción que hablar de “audacia”. Y de manera muy sintomática no apelaba a un concepto bien próximo: la “temeridad”. La frontera política entre la audacia y la temeridad es un plano mucho más ambivalente y resbaladizo de lo que se pueda pensar. Lo que al final decanta el sentido es más el modo y horizonte de la decisión: audaz, si es valiente y proclive al acierto; temeraria, si es cobarde y tendente al error.

Audaz o temerario, el caso es que Sánchez adoptó ayer una de las decisiones más importantes que puede tomar un presidente. Lejos de ser un mero trámite o formalidad, la decisión lo ha sido en toda su envergadura. He ahí el poder del gesto político. No sólo ejecuta una decisión institucional (la que la Constitución le atribuye), sino que en el ejercicio de esa decisión soberana se abre al horizonte de la contingencia democrática (a un horizonte «ontológico»). En otras palabras, dada la naturaleza democrática del proceso electoral, con todos los defectos que se le quieran ver al régimen del 78, lo cierto es que para un presidente determinan el único horizonte de subordinación al que se debería someter: la decisión del pueblo soberano.

Por ese motivo, en su propia ejecución, la decisión de Sánchez ha desencadenado un estado subjetivo de la ciudadanía que se le ha vuelto favorable: el empoderamiento popular. Al reconocer y reforzar por sus efectos el carácter soberano de las elecciones del domingo Sánchez ha logrado alterar el marco de interpretación general del momento político. Al establecer un diálogo directo entre el gobernante y el pueblo, sin mediación partidista alguna (ni siquiera las de su propio partido), Sánchez ha situado por detrás a todos sus competidores en la carrera por el poder. Dicho con el símil automovilístico: su gesto hacia la ciudadanía bien le ha valido una pole position.

Pero aún es más: en la política de nuestros días la avidez de decisión es directamente proporcional a la heteronomía con que se ven cada vez más atenazadas nuestras vidas. A poco que se recuerde lo que ha sido la legislatura se podrá entender de inmediato: pandemia, volcán, guerra… si algo ha caracterizado la etapa que comienza tras la repetición forzada de elecciones en 2019 eso ha sido un devenir cada vez más marcado por la heteronomía de los acontecimientos sobre la vida de la gente más precarizada. Por eso la decisión de Sánchez ha interpelado con fuerza a la ciudadanía en su conjunto, y muy en especial a quienes más padecen la heteronomía en su expresión más cruel: el mercado (mercado de alquileres, de trabajo, de alimentos y bienes de consumo…).

Sánchez es un hijo político de su tiempo: contratos precarios, vidas siempre en el aire, improvisación constante… En términos cronológicos su propia biografía se inscribe en el devenir neoliberal de la sociedad española. En términos políticos, de hecho, se escribe en la contingencia de un régimen en crisis: ganando unas primarias a Eduardo Medina, enfrentándose y derrotando al aparato de su propio partido (a la par que reconciliándose e integrándolo a posteriori), alcanzando el poder por medio de la primera y única moción de censura existosa en la historia de la democracia. A su manera y por aquello mismo que encarna –sin duda una versión exitosa para las biografías de su generación–, Sánchez ha sabido traducir un cierto espíritu generacional. Y como decía Condorcet: “a cada generación, su constitución”.

Visto de manera retrospectiva, Sánchez ha sabido leer su tiempo y ha llegado más allá de donde Iglesias Turrión –audaz hasta lo temerario como solo un gran narcisista puede llegar a ser– logró llegar en su día. Ahí está, por ende, el gran problema que enfrentan sus adversarios. ¿Cómo mostrar al pueblo una audacia mayor ante los tiempos que corren? Tal es hoy la pregunta que debería informar la acción política de quienes aspiran a ganar las próximas elecciones generales.

Y ahí, el que un día se había definido por ser un espacio de ruptura democrática, hoy apenas es “un espacio”, un territorio yermo en el que apenas resuena ya el eco extraño y olvidado de aquel “asalto a los cielos”. Un lugar cuyos moradores apenas habitan otra cosa que el temor atávico a perder lo recibido por gracia de la fortuna. No es sorpendente para quienes conocemos esa psicogeografía de primera mano. Pues de la derrota vienen y sobre el retorno a la derrota han construido sus biografías; gobernados por la prudencia de quien se sabe a salvo, de quien ha visto como uno tras otro han ido cayendo cuantos se han visto obligados a salir de las trincheras al frente bajo las órdenes de un mal general.

Al adelantar las elecciones, Sánchez no ha ubicado a sus competidores ante el problema de la unidad, sea esta de las derechas (Cs, PP y Vox), de los nacionalismos (PNVy Bildu, ERC, Junts, etc.) o de las izquierdas a su izquierda (Sumar y Podemos). Sánchez ha situado a los políticos ante el dilema de ser audaces como él. Toda la habilidad orgánica, táctica y discursiva con la que el equipo de Yolanda Díaz ha ido construyendo su cartel electoral no vale nada si al final no logra establecer con el electorado (aquel “pueblo” soñado por Íñigo Errejón) un liderazgo basado en la audacia de la decisión.

Y esta audacia hoy, guste que no, pasa por poner punto final al espectro de la derrota en que se ha convertido Podemos y aún encarnan sus figuras públicas. No de otro modo se puede conjurar el marco interpretativo del voto útil al que empuja ya la decisión audaz de Sánchez. El debate nunca fue, del 15M en adelante, un debate en el margen izquierdo de la izquierda, sino una disputa acerca de cómo articular una democracia real en términos políticos (y no meramente utópicos); sobre cómo ensanchar, por medio de una institucionalidad más democrática, el poder de la gente corriente que sufría la crisis de 2008 y que hoy padece, aún más, la multicrisis de estos años veinte que apenas han comenzado.

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