Las últimas semanas me conducen de modo irremediable al concepto de súper illa, transformado a lo largo de este reportaje en marca perniciosa en función de donde se aplique, porque muchos barrios tienen espacios similares sin necesidad de intervenciones tan pomposas, a la postre causa de gentrificación.

La del Eixample está en boca de todos. Aquí desgranamos no hace muchos sus pros y sus contras. El fin de semana pasado fui guía de un paseo por los orígenes de la cuadrícula de Cerdà y comprobé algo no tan sorprendente: pese a la peatonalización, ciertos puntos de Consell de Cent continúan con un gravísimo exceso de contaminación acústica. Los detractores del formato podrían alegar, no sin cierta razón, cómo la causa de tanto ruido es la concentración del tránsito en ciertas vías. La ausencia de previsión en torno a este asunto se regularizará con el tiempo. Por ahora, yéndonos un poco más abajo, la ampliación de las aceras de la vía Laietana permitirá visualizar mejor su patrimonio, algo que podría aplicarse en la calle Balmes, reino indiscutible de los vehículos motorizados.

La súper illa es una promesa de silencio y bienestar verde. Esta pareja volverá con frecuencia en estas líneas. La del Eixample cumple con el dueto si paseamos por en medio, lejos de malos humos, eso sí, sin, por ejemplo, alcanzar los niveles de excelencia de los passatges de Méndez Vigo o Permanyer, pioneros del entorno y un verdadero remanso de paz entre la locura central.

Estas jornadas me moví más que los precios. Un martes romano, sin consultar la legislación de la Ciudad Eterna, medité sobre sus sectores sin tráfico, peatonales por morfología y el clásico rodearse de grandes vías de comunicación. Trastevere, Campo de’Fiori, Via Giulia, la Isola Tiberina, el Gueto, buena parte de la Suburra y el Monte Celio, por citar sólo algunos lugares, son un milagro sin apenas convivencia entre caminantes y coches, hegemónicos, como apuntábamos, en ejes aledaños. Se puede andar por Roma sin apenas sentir la molestia de su celebérrimo caos automovilístico, adicto a una serie de rutas más convenientes, algo común en muchas urbes europeas desde sus distintas tesituras. En Trieste, ese mundo en sí mismo, las arterias entre el puerto y el monte están bien coordinadas para brindar un buen trecho de la ciudad antigua a los ciudadanos de a pie. Ambas formas de movimiento pueden converger, como en los cruces de la vía XX Settembre, sin conllevar ningún tipo de colisión.

En Bolonia, la vía dell’Independenza se cierra en un horario concreto, con toda seguridad ampliable en un futuro, pues carece de sentido adentrarse con el auto hacia el conjunto del Duomo y su cercanía, donde los peatones tienen sus propios viales entre los arcos, no como los de barrio bordelés de la Bastide, ahora más a la moda cuando sus iniciativas, como en muchos otros rincones de la capital de Aquitania, debutaron con la sencillez de nutrir con más verde las calles, sin más.

Si vuelvo a Barcelona, acude a mi recuerdo otra imagen: la entrada a la súper illa fundacional, la del Poblenou. Voy mucho a este quilómetro cero, y suelo asociarlo a esas fotografías presentacionales de diseño irreal y efectista. Todo es ideal, hay mucha vegetación y su existencia es un regalo para los oídos, perturbados en la Diagonal por el contraste.

La Súper illa del 22@. | Jordi Corominas

La súper illa del 22@ tenía poco riesgo, de modo distinto a la del Eixample, donde un vecino me comentaba en Sant Jordi cómo a él le beneficiaba la revalorización. Si vende su piso podrá comprar otro apartamento en Barcelona, algo inusual para casi cualquier vecino de otros barrios. Si se queda, así lo afirmó, mejorará su hábitat natural de los últimos años.

La implantación de la súper illa con su nombre responde en muchas ocasiones, al menos desde mi modesta opinión, a una operación de marca, porque hay sitios donde se ha configurado por sí misma a través del paso del tiempo y la configuración espacial. Lo intuyó con prontitud Xavier Trias, quien durante la campaña de 2015 lanzó un tuit con la propuesta de súper illes, entre ellas el polígono de Can Peguera, el único superviviente de los creados con motivo de la Exposición Internacional de 1929. Trias, un gran experto ecológico, dio en el clavo desde la simplicidad, pues a Can Peguera no entra nadie en coche si no es vecino; meterse dentro de su entramado es un sinsentido, como ocurre con otros polígonos más o menos bien hechos del pasado, como los concebidos por el arquitecto Guillermo Giráldez y sus socios en Montbau y en el sudoeste del Besós, ambos autogestionados en el verdor pandémico por los vecinos, quienes pese a dificultades de múltiple índole, sobre todo los segundos, modificaron con esplendor sus dominios.

El polígono suroeste del Besós. | Jordi Corominas

Algo similar acaeció en el Clot, otro paradigma de cómo no urge lanzarse a por súper illas porque sí. Su meollo bien podría ser un caso de empoderamiento sin retórica. Sí pasan motos y cuatro ruedas, claro que sí, pero del Mercado hasta la calle Bilbao es raro notarlos como una amenaza, al ser más bien escasos.

El carrer del Clot podría ser un arquetipo de trabajo sin exaltación de la idea de la discordia. ¿Cómo? Tiene un patrimonio maravilloso para darlo a conocer mediante la pedagogía urbana, está libre de aceras, rebosa salud comercial y sólo con el añadido de vegetación en cada uno de sus lados sería radicalmente distinto. La circulación continuaría, sin provocar pesadillas a los transeúntes.

Lo mismo ocurre desde la calle de Sants hasta la Olzinelles. Las cocheras, la iglesia, la plaça d’Ibèria, la calle Dalmau o la de Sant Crist, con su rectitud de camino ral, han cultivado una sonoridad humana unida con un ritmo de barrio ajeno al estruendo, relegado, algo repetido por activa y por pasiva, a viales cada vez más esmerados en sus funciones, aislándose así sectores con relevancia en la barriada.

Los alrededores de las Cocheras de Sants. | Jordi Corominas

Uno de ellos podría ser el comprendido entre passeig de Maragall y la ronda del Guinardó, interrupción a una unidad prolongada hasta Verge de Montserrat. Esta inmensa porción del Guinardó vive en la serenidad perpetua desde hace décadas, y el camión de la basura es la única estridencia durante horas. Muchas de sus calles tienen grietas de pavimentación y se han quedado sin papeleras, arrancadas por el Ayuntamiento sin previo aviso, males menores ante el sosiego imperante, jalonado por algunas plazas, perfectas para jugar o leer.

Esta súper illa prosigue más allá de la ronda, fastuosa en la calle Feliu i la Antic del Guinardó, enfocados hacia la plaça de Salvador Riera. A su lado son varias las calles hacia Verge de Montserrat, casi siempre vacías y sin peligro si nos da el pronto de ir por en medio del asfalto.

La calle Feliu del barrio del Guinardó. | Jordi Corominas

Montjuic es otro vector propicio para estas germinaciones sin intervención del poder, sobre todo en su cara trasera. Lo apreciamos en la estructura de la barriada Plus Ultra en Port, en la del barrio del Polvorín o en sucesivos despieces de la Font de la Guatlla, protegida en su idiosincrasia por la montaña y el tráfago de la Gran Vía hacia la plaza Espanya o el Aeropuerto.

Entre Collblanc y Sants todo el área del callejón de las Ànimes y Canonge Pibernat sólo requería de acciones concretas para adquirir otro brillo que complementara su mítica y proverbial calma, afín a las de la calle de Vilapicina o Mare de Déu de les Neus, bendecidas sin cláxones porque estos suelen decantarse por el paseo de Fabra i Puig, una conexión sin tacha entre Sant Andreu y Horta.

El callejón de las Ànimes.| Jordi Corominas

En este último barrio también hubo una anticipación de la súper illa, la tercera Horta, sin personalidad histórica, relegada en la actualidad por un cambio de direccionalidad circulatoria en favor de la popular Campoamor, con menor frecuencia, trasvasada a las calles antes sin sobresaltos por aceleraciones o frenazos.

Pueden detectarse súper illas espontáneas en casi todos los barrios barceloneses. Los Indians o el Congrés tienen, a lo sumo, tráfico interno porque avenidas como passeig de Maragall, Meridiana o Concepción Arenal lo canalizan. En Sant Andreu, basta pasear por debajo de esta última y avanzar con la sensación de estar en un pueblo con un reparto natural entre el pastel motorizado y el de los paseantes, soberanos con escasa contestación en el barrio de Romans, entre Gràcia y el Baix Guinardó.

En muchos barrios, la síntesis de estas súper illas espontáneas sería su ubicación entre arterias significativas, sin los coches urgidos para penetrar en su territorio, algo que debería espolear a los dirigentes para aumentar áreas de acceso sólo para la vecindad.

La aplicación de la súper illa en un barrio como Camp de l’Arpa puede ser la prueba de toque. La gentrificación del concepto, reconocida por el Ayuntamiento, puede verse aquí propulsada con una calle de la Muntanya como réplica mala y encarecedora de la innominada rambla de Rogent, donde la aparición de un coche suele levantar entre pasmo y disgusto.

Muntanya tiene, además, otra característica particular. En su conjunción con Mallorca tiene un espacio escolar que impide acceder a los vehículos de cuatro y dos ruedas. El resto de su trayecto, incluyendo el trocito de Eterna Memòria, es casi peatonal. No sabemos si con un extra de verde rompería el extraño conjuro del Camp de l’Arpa contra la expulsión de sus vecinos, en realidad en marcha sin tanta prestancia como cabría esperar.

La vegetación, como propusimos antes en el carrer del Clot, sería una medida irreprochable. El resto de los impedimentos suena a la adopción de la cultura de postal por parte de los Comuns. Janet Sanz presume en campaña de su bolso de mano con Súper Illa, que se vea.

Jardín vecinal en la calle del Clot con Sant Joan de Malta. | Jordi Corominas

En Biscaia, de Múrcia a Navas, han puesto un muestrario de urbanismo táctico sin avisar, y el resultado es digno de aplauso, sobre todo para las escuelas colindantes. Quizá no da votos eso de usar súper illa en un margen tan desconocido para la mayoría. El término y sus soluciones deben usarse cuando así lo requiera el enclave, no para ponerse medallas, más bien desde una reflexión sobre si su esto no es un gravamen cuantioso para aquello a reformar.

Para ir hacia esta propuesta primero no estaría de más que los mandatarios pisaran el espacio para conocerlo, porque, en resumen, si se pretenden alterar barrios, quizá es mejor mirarlos desde el suelo para diagnosticar cómo auparlos, porque con la metodología actual a veces la súper illa es como un médico que opera a un paciente de tres dolencias cuando sólo debía hacerlo de una.

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