Es necesaria con urgencia una reformulación del concepto de pasaje en Barcelona, no desde el paseo, sino desde una postura formal. Espero no haber espantado a nadie con este inicio, motivado por nuestros protagonistas de hoy.

Si analizamos las travesías de modo individual las podemos juzgar bellas, horribles, sosas o normales, pero lo que jamás debe hacerse es pensar en otras ciudades europeas a la hora de calibrarlas, menos aún abordarlas de modo aislado, pues su existencia siempre suele responder a una función concreta.

En la serie sobre el barrio de Salvador Riera hemos diseccionado hasta la fecha sus tres arterias principales. Acàcies sería la noble, con su arboleda y una serie de villas con aspecto respetable y unas intencionalidades estéticas destinadas tanto a destacar como a mostrar, consecuencia directa de lo primero, cierto ascendente de sus propietarios, algo reproducido con matices en Ramón Albó, mezclada con las afueras del barrio al concebirse como un enlace para alcanzar Vilapicina, mientras Prats i Roqué sería una conexión interna de la barriada, más evidente con el paso del tiempo y ciertas rupturas forzadas.

Los passatges de Salvador Riera y el de l’Ordi parecerían no existir. En un mapa de 1931 apenas están esbozados. El del fundador del barrio se insinúa sin siquiera bautizarse, mientras el segundo tiene un aspecto algo más cuajado, sin consolidar en la posguerra según un planisferio de 1943, donde se advierte su trazado ideal, truncado a mediados de los cincuenta con la aparición de Federico Mayo/Alexandre Galí, la bestia anómala de todo este entorno.

Mapa de 1943. Las líneas discontinuas muestran lo que había en proyecto o inacabado. En azul el passatge de Salvador Riera, en granate, el de l’Ordi.

El origen de ambas callecitas puede datarse hacia 1924, según los archivos municipales. Es en esa fecha cuando Dolores Borràs Berenguer, casada con August Roca Torà, adquirió una serie de hectáreas, conservadas hasta su muerte, en 1967. Encargó la futura finca, sita para el callejero en el 2-4 del passatge de l’Ordi, a Josep Graner, un clásico en estos menesteres, como también lo fue Josep Alemany justo hace un siglo, aprovechándose del boom inmobiliario de los años veinte en los márgenes.

Pese a tantas y tantas transformaciones, el passatge de l’Ordi, precioso en su falsa unidad, puede recordar a sus mismos orígenes al mantener una armonía de alturas no descabezada por añadidos posteriores, de una extraña coherencia que propicia caminar su extensión sin sentir una ruptura de épocas, quizás al ser ésta invisible y sólo detectable tras muchas observaciones.

La quiebra resalta sobremanera en su junción con Prats i Roqué, disuelta de repente, y Alexandre Galí, causante del acortamiento de la travesía a mediados de los cincuenta, justo cuando la prensa publicó la única noticia jugosa de su cronología, cuando en julio de 1958 robaron a Antonio Barcelona Zapata relojes y dinero por un montante aproximado de cuatro mil pesetas.

La extraña confluencia entre el pasaje de l’Ordi, Alexandre Galí y Prats i Roqué. | Jordi Corominas

Por aquel entonces, algunos vecinos, como Mercedes Nieto o Francisco Boixeda Pàmies, vieron expropiadas sus viviendas por el vendaval causado por las obras de las Viviendas del Congrés Eucarístic. Hemos comentado en las semanas anteriores la incidencia de Federico Mayo/Alexandre Galí para terminar con el sueño de unos límites propios para la barriada de Salvador Riera. La imposición de ese largo muro supuso el fin de ese deseo de ir más allá de la cuadrícula de los albores, en realidad un imposible, porque los propietarios de Can Ros eran mucho más poderosos.

El resto de los terrenos de la proximidad desataron una doble dinámica. Por una parte, es grato leer el elenco de residentes en los pasajes, muchos de ellos arquetipos de una pequeña burguesía con aspiraciones. Algunos, como el citado Boixeda, habían sido magníficos estudiantes universitarios, mientras Dolors Borràs se postuló durante toda su existencia en la defensa del catalán, como quizá Jaume Bonaterra, quién sabe si el célebre sardanista a la búsqueda de un lugar apartado y silencioso en la ciudad condal.

La plaza del Doctor Modrego y la iglesia de Pius X, en el Congrés. | Jordi Corominas

Si el passatge de l’Ordi hilvanaba el barrio de Salvador Riera, llamado dels Garrofers en una nota de 1930, con su eje interior, el de Salvador Riera, valga la redundancia, era su enlace con los Indians, al ir de la calle Acàcies a la de la Manigua, calle convertida durante los años cincuenta en el gran ingreso del Congrés Eucarístic por las vistas de la plaza del Doctor Modrego y la iglesia de Pius X, una de las más complicadas de fotografiar de la capital catalana por todos sus elementos circundantes, de los bloques laterales a la vegetación del ágora.

Dentro de este juego de divisorias, el passatge de Salvador Riera se configuró desde la supremacía en la zona de los Laboratorios del Doctor Ferran, cuyo inmenso espacio se readaptó tras la Dictadura en una combinación de centros escolares. La preminencia de estas instalaciones determinó la morfología de todo el barrio, con la travesía erigida en un breve y apetitoso tramo, tanto por su significado en la trama de calles como por su ubicación, cercana a múltiples latitudes.

El passatge de Salvador Riera. | Jordi Corominas

Es por ello que no nos sorprende en absoluto encontrar entre los compradores de parcelas a Benjamin Peidró, afamado acumulador de posesiones en los limbos entre Concepción Arenal y passeig Maragall. Lo habíamos conocido mediante una casa amarilla en la antigua carretera de Barcelona a Sant Andreu, justo donde los Indians tuvieron su tope, en la esquina con Cienfuegos. Verlo en Salvador Riera, al menos hasta 1940, cuando se deshizo de su pedazo de tierra, exhibe una lógica a la hora de adquirir metros cuadrados, como si algunos hombres hubieran visto un maná de futuro en esa periferia, con un antes y un después cifrado en la Guerra Civil Española.

Hasta el estallido del conflicto, el passatge de Salvador Riera y el de l’Ordi fueron de la mano en igualdad de espíritu, el de muchas personas dispuestas a invertir fuera del centro con la esperanza de cimentar una base de seguridad, desbaratada cuando cesaron las muertes en el campo de batalla y empezaron los fusilamientos en el Camp de la Bota. Con la victoria, esa atmósfera de anhelos se desvaneció. Todo aquello con olor a pasado debía liquidarse sin prisa, por eso al fin y al cabo muchos de los inmuebles anteriores, como las casas baratas de Sagnier, se mantuvieron en pie, eso sí, sin reflejar en sus fachadas la energía de antaño, engullida por el Congrés, asesino de una ilusión y verdugo de la coherencia urbanística en cuadrículas hacia la Meridiana. Así fue cómo el barrio y sus pasajes cobraron mayores lazos internos, único consuelo ante la condena de congelarse, víctima de ser una metáfora del contrario pretendido por los mandamases franquistas, obsesionados con anular por tierra, mar y aire la magia de una Barcelona horizontal, con el cielo al alcance de los mortales.

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