Soy hija de obreros industriales. Me he criado con los lamentos de mi madre ante el cierre de fábricas y las quejas de mi padre sobre la precariedad laboral, el desempleo crónico y la falta de oportunidades para los trabajadores. Este modelo se ha perfeccionado con el tiempo, y la dominación parece más perfecta y cruel que nunca. A todos nos gustaría terminar con lo que suele llamarse neoliberalismo. En realidad, crisis tras crisis, este modelo, que prima las finanzas y arrincona la industria productiva, que premia los puestos de gestión y penaliza la mano de obra especializada y el trabajo real de la gente, se ha visto reforzado. Cada nuevo tropiezo, cada nueva crisis, redunda en una nueva vuelta de tuerca, y la injusticia inherente al sistema es cada vez más profunda.
Mi padre es la versión española del conservadurismo clinteastwoodiano; ante el enésimo despido masivo de trabajadores, ante la mala gestión pública o privada, o cada vez que ve riders repartiendo, siempre exclama: “¡Qué desarrollo!”. Es una expresión irónica, propia del pueblo de Cuenca donde nació, usada para referirse a resultados adversos, malos negocios o decisiones equivocadas; vamos, cuando se pierde más que se gana. No se me ocurre mejor manera de resumir esta sensación de derrota por haber perdido algo que en algún momento conseguimos.

La sabiduría popular refleja a la perfección la animadversión que la gente siente hacia el progreso y el desarrollo cuando percibe que su efecto es contradictorio y contraproducente. Para Karl Polanyi, es cuestionable llamar progreso al cambio que provoca la destrucción de los medios tradicionales de vida, de las comunidades y los trabajos de las gentes, sustituidos por nuevos métodos de producción o formas de organización. Polanyi señala que cuando el precio de ese progreso es la dislocación social, los efectos de este pretendido desarrollo son nocivos. Con esto no quiero justificar el inmovilismo o ciertas corrientes tradicionalistas que creen que todo tiempo pasado fue mejor, pero debemos analizar si las medidas que las élites políticas y económicas dicen aplicar por nuestro bien en realidad consiguen lo contrario.
Esto me recuerda a lo que Ferdinand Céline escribe en Viaje al fin de la noche:
Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón.
Eso es todo lo que somos para ellos, carne que se interpone en la trayectoria de sus balas, números que hay que ajustar en sus cuentas, trabajadores a los que hay que despedir, o pedidos que deben llegar a su destino; todo lo demás no les importa.
¿Podemos llamar a esto desarrollo?
El motor de la historia está en esta carne de cañón y en su sufrimiento. Es decir, en todos nosotros, los explotados y manejados como pollos de granja. Por si no ha quedado claro, pondremos un último ejemplo.
En 1769, el escritor e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen inventó un autómata capaz de jugar al ajedrez y de responder a cualquier jugada de un ajedrecista hasta el punto de ganar la partida. Este muñeco animado, apodado El Turco por su vestimenta de aspecto oriental, se sentaba ante un tablero de ajedrez colocado sobre una gran mesa. Mediante un juego óptico se creaba la ilusión de que la mesa era transparente y se podía ver el mecanismo; en realidad, en un falso fondo se escondía un enano, un pequeño maestro de ajedrez que movía las piezas mediante los hilos de la mano del autómata. Esta historia, narrada por Walter Benjamin en Tesis sobre la filosofía de la historia, nos enseña que los trucos más sofisticados de magia, además de tener trampa, siempre esconden una horrible verdad.
El Turco sobrevivió a su inventor y pasó de mano en mano, cruzó el Atlántico, hasta que su último propietario lo donó al Museo Peale, de Filadelfia. Muchos sospechaban que era un fraude, y el presunto autómata fue destruido en un incendio en 1854. Con su desaparición también se perdía la posibilidad de descubrir el secreto de su funcionamiento. Durante ochenta y cinco años sirvió a un puñado de feriantes sin escrúpulos que solo tenían dos cosas en común: uno tras otro, todos habían mantenido el secreto y, uno tras otro, todos habían encontrado a un enano que supiera jugar razonablemente bien al ajedrez. Nadie dijo nada, incluso después de vender el invento. Tampoco tras su destrucción.
¿Cuál es la horrible verdad que se esconde detrás de la jerga neoliberal y las élites económicas actuales?
Que el precio a pagar por el progreso somos todos nosotros.