Al día siguiente de las elecciones municipales, Pere Aragonès comparecía ante las cámaras para realizar un análisis de los (flojos) resultados de su formación. Las palabras del presidente de Catalunya fueron aquellas tan características de ERC cuando las cosas se les tuercen un poco: mirar hacia la derecha e intentar satisfacer a Junts por Catalunya, en este caso, con la media propuesta de repensar la posibilidad de concurrir a unas listas únicas. Quien pensaba que ERC había pasado página, se equivocaba, porque el síndrome de Estocolmo es fuerte y la posibilidad de repetir los mismos errores del pasado, elevada.
Dos semanas más tarde, Arnaldo Otega (Bildu) y Oriol Junqueres (ERC) comparecen en rueda de prensa para anunciar que ambas formaciones concurrirían en una lista única en el Senado a las elecciones del 23 de julio bajo el nombre de “Izquierdas por la Independencia”. Una de cal, otra de arena”. El discurso de ERC en el ámbito estatal se ha fijado exitosamente en el eje de clase, empujando por arrastrar hacia la izquierda las políticas públicas del gobierno de coalición sin perder la mirada —y la estrategia— soberanista. En Catalunya, sin embargo, ERC parece que todavía no ha conseguido dejar atrás la relación tóxica que arrastra de los años de Rahola y Colom. De alguna forma, su sentir conservador y acomplejado respecto a la figura de Jordi Pujol ha quedado incrustado traumáticamente en un miedo estructural.
El razonamiento estratégico que se hace desde este complejo es que existen una serie de potenciales votantes, más preocupados por independencia que por la distribución de la riqueza, que bailan entre Junts per Catalunya y la formación republicana. De girar “demasiado” a la izquierda, pierden votos a la derecha; de explicar que la independencia no se obtendrá sólo si nos cogemos de la mano y lo deseamos muy fuerte, sino que es necesario un análisis realista de la correlación de fuerzas, serán acusados de “butiflers” y traidores. Pero es un razonamiento erróneo. La causa de los altibajos de ERC es precisamente la incapacidad de romper el cordón umbilical que les une con la eterna convergencia.
Al votante de ERC le falta autoestima, y no debería ser así. ERC preside la Generalitat, es el partido con mayor número de concejalías en el país y la primera fuerza catalana con representación en el congreso de los diputados. Una ERC que prime la memoria de Companys y la voluntad de la izquierda de Joan Tardà, dispone de los elementos suficientes para encajar con sentir mayoritario del país. ERC teme perder a votos a causa de Junts, pero el agujero que le puede hacer al sector progresista del PSC y a una parte de los comunes lo superaría con creces.
El problema del PSC es otro, uno posiblemente más grave y difícil de resolver. De entrada, la familia socialista ha convivido históricamente con dos discursos: el que mantienen a la oposición –republicano, a menudo federalista, y con mayor contenido progresista–, y el que aplican cuando han gobernado. Pero si el complejo de ERC viene determinado por el mundo posconvergente, el de los socialistas lo determina el Estado y sus estructuras. El PSOE nunca ha dominado el esqueleto del Estado, ni la judicatura, ni en la policía. Pero, históricamente, ha preferido caérles en gracia para ganarse su favor puntual en lugar de enfrentarse a ellos. Sólo con la tensión constante de la izquierda (caso del gobierno estatal o del Ayuntamiento de Barcelona), se han podido sacar adelante políticas públicas en las que el votante socialista progresista se ve reconocido.
En los últimos años un elemento más aleja a los socialistas de los postulados de Pablo Iglesias, su fundador. La aparición de Ciutadans les empujó hacia la derecha, y ahora, parte de estos votantes se han quedado en el partido; por miedo a perderlos, los socialistas aceptan algunos postulados impensables años atrás. Collboni ha flirteado durante la campaña con discursos racistas relativos a la seguridad en el distrito de Ciutat Vella, ya menudo el tono del candidato se acercaba más al de Trias que al de Colau, con quien ha gobernado.
Y llegamos a la ciudad de Barcelona, a tres días para que se sepa quién será, finalmente, el alcalde de la ciudad. ¿Cuál es la alternativa posible a la izquierda de Trias? Depende principalmente de una cuestión: la voluntad de los partidos que se llaman de izquierdas de hacer políticas de izquierdas. “Hechos, no palabras”, que decía Montilla.