“Mañana jueves 22 corriente L’Osservatore romano publicará noticia Congreso Eucarístico Barcelona en 1952. Montini”.
El futuro Papa Pablo VI, entonces secretario de Pío XII, fue el encargado de comunicar a la Sede de la Ciudad Condal su nombramiento para organizar un gran acontecimiento, siempre omitido en el significativo elenco barcelonés, de la Exposición Universal de 1888 al Fòrum de Les Cultures de 2004, si se quiere, un mal remake del Congreso Eucarístico, pues a la postre su contribución a nivel urbanístico, más allá de los rascacielos, es el barrio de Diagonal Mar, con el metro cuadrado más caro de la ciudad y una antípoda de sus vecinos detrás de la frontera marcada por la avenida.
En 1951 se respiraba cierto aire de cambio en Barcelona tras la negritud de los cuarenta. En enero llegó la Sexta Flota, apoteosis de la Barcelona folclórica del Franquismo, cuna de infinitas leyendas y símbolo de apertura estadounidense.

La designación de la capital como sede del XXV Congreso Eucarístico quedó bastante eclipsada por el estallido de la huelga de los tranvías, la mayor reacción ciudadana de la primera posguerra, regada de inteligencia y métodos propios de la no violencia. Al fin y al cabo, nada podían hacerte por no subirte al tranvía, así como nadie podía multarte por ir caminando hasta el trabajo.
El triunfo de esa semana de marzo derivó en huelga general, catapulta para drásticas metamorfosis en la cúpula local. Eduardo Baeza Alegría, del que las malas lenguas rumoreaban un falso idilio con la vedete Carmen de Lirio, fue relevado en la gobernación civil por Felipe Acedo Colunga, mientras en la alcaldía, el Baró de Terrades fue reemplazado por Antoni Simarro, quien permaneció al frente de la Casa Gran hasta la llegada de Porcioles.
El Franquismo iba bien encaminado para tomar la buena ola internacional. En 1953 rubricaría el concordato con la Santa Sede y la alianza estratégica con Estados Unidos, pasaporte para su ingreso en la ONU, dos años después.
El Congreso Eucarístico de 1952, tan olvidado, fue una consagración de la formulación nacional católica de la dictadura. Las piezas encajaban en la político, por aquello de ser la punta de lanza anticomunista en Occidente, algo muy del gusto de Pío XII, quien por lo demás tampoco hacia ascos a la ideología emanada por los vencedores de la Guerra.
Ese año de gloria y discusión de la eucaristía cesaron los fusilamientos en el Camp de la Bota. El evento sirvió, como todos los de su estirpe, para emprender reformas urbanísticas. Desde mi punto de vista, más allá de las Viviendas del Congreso Eucarístico, tres son sus ejes fundamentales.

El primero correspondería a exhibir mecanismos de aprovechar al máximo los recursos, tanto en el plano como en lo psicológico, en este caso con cuarenta quilómetros de guirnaldas y la iluminación de los escenarios de la celebración, algo que debió activar a muchos el recuerdo de la ciudad futurista de 1929, con tantos neones y luces vanguardistas en la nocturnidad.
El segundo correspondería a la inauguración de una potente red de hoteles con el Nuevo Colón de la Catedral como arquetipo, sin desdeñar en absoluto otros como el Manila, el Arycasa y hasta el Park de Antoni de Moragas, consecuencia de esta apuesta, si bien distinto en su estilo, muy alejado de los rasgos canónicos franquistas. Todos estos establecimientos eran imprescindibles para albergar a los más de trescientos mil visitantes, todo ello un preludio para coronar a Barcelona como ciudad de Ferias y Congresos, de otro tipo.

El tercero iría hacia la destrucción para generar teatros idóneos, tanto para la ciudad deseada como para afianzar el discurso urbano de los vencedores. El barrio de la Corribia o, si así lo prefieren, el de la Catedral, fue demolido para así dar mayor empaque y espectacularidad acogedora de almas a la plaça Nova, despejada del laberinto, a imitación de San Pedro en el Vaticano.
La piqueta tenía la contrapartida de la elevación. El entorno desde plaça de Catalunya a passeig de Gràcia con Gran Via cimentó su estética franquista, una metáfora nada indirecta de cómo la plasmación del espacio es poder, con las reformas del edificio Teléfonica y el del Banco de España, inestimables para completar la trilogía franquista de la plaza central de Barcelona, iniciada con el Edificio Banesto, antes Colón, después Apple.
En passeig de Gràcia con Gran Vía se cuadraba el círculo, con la fuente y las dos moles del Banco Rural y Mediterráneo, ocupado hoy por una empresa presidida por un gallego, y el Vitalicio, a su manera perlas de su época.

Otros cortes de cinta destacados fueron los de la avenida Infanta Carlota Joaquina, la Tarradellas de hoy en día, y la apertura de Príncipe de Asturias, entre la vía Augusta y la plaza Lesseps, sin mucho lustre porque poco debía hacerse al estar encarriladas desde años atrás.
La guinda a todo este pastel fue la restauración de muchos monumentos y conjuntos del centro, en marcha desde 1946, quién sabe si una intuición de aquel año bisagra en la senda hacia los fastos del Congreso Eucarístico, también pluscuamperfecto para limpiar la Diagonal de barracas y propulsarla, más aún, en el imaginario colectivo como la Gran Vía de los ganadores, quienes desde 1939 la habían impuesto como meca local en lo simbólico y lo festivo.
El Congreso, sucesor del de Budapest de 1938, tuvo influencia incluso después de su cierre por dar un fuelle hacia un despojarse de todo el peso acarreado durante años de represión para muchos y victoria para otros tantos. En 1955 la ciudad acogió los Juegos Mediterráneos y, si hoy escribo sobre estas cinco jornadas de exaltación católica, entre el 27 de mayo y el primero de junio, es porque su resaca impulsó vivienda social, cuya mayor consecución fueron las del Congreso Eucarístico, aún en la actualidad vanguardistas entre usos y diseño.
La fiesta del nacional catolicismo hermanandado con la Santa Sede reunió a pensadores, ordenó a presbíteros en el Estadio de Montjuic como si no hubiera un mañana y como si no hubiera un mañana recibió Barcelona a Franco, arribado desde el españolísimo navío Miguel de Cervantes el 28 de mayo.
La clausura de tanto jolgorio acaeció en la confluencia de la Diagonal con la avenida de Pedralbes, donde ofició el Cardenal Tedeschini, uno de los once purpurados presentes, en pleno éxtasis místico al acompañarse por una marea humana, cifrada en más de un millón y medio de personas, algo desmentido por alguna fotografía de época y mi puro pálpito, un poco a lo plaza de Oriente, donde jamás cupieron un millón de fascistas.
En fin, el adiós de los fastos tuvo como hito escenográfico el altar provisional de una genialidad felliniana, provocándome la risa porque a veces pienso en el Congreso Eucarístico y acude a mi mente el desfile religioso de Roma de Fellini, pero con el coro de “Bienvenido Míster Marshall”.

Esta contribución tan singular, muy delirante y estelar, llevaba la firma de Josep Soteras Mauri, a quien he guardado estos últimos párrafos porque fue, junto a Carlos Marqués Maristany, el responsable de la heterodoxia, tan rupturista en el mapa, de las Viviendas del Congreso Eucarístico, sin duda la niña de los ojos en la ambición reformista del Obispo Modrego, un adepto al régimen con mucha sensibilidad social.
Soteras, con muchas o casi todas las atribuciones en el urbanismo municipal, mantenía buenos tratos con la sede episcopal, generándose una concepción experimental no sólo en sus aspectos más rememorados, como las manzanas abiertas, sino en el espíritu de repartir los pisos entre todas las clases sociales. El centro de todo el entramado son las plazas del Obispo Modrego y la del Congreso Eucarístico, separadas por Felipe II. La poesía del nomenclátor sintetiza todo un periodo porque, si uno mira, las placas nos explican los sucesivos discursos históricos implantados por los gobernantes.