A veces -lo sabrá el lector habitual de las Barcelonas- me gusta confesar por aquí las entretelas de los artículos. Su metodología es múltiple y constituye un progreso continuo a través del paseo, siempre acompañado de la cámara para captar detalles, luego complementados con fuentes documentales, donde siempre tiene mayor importancia la cartografía, bien sea mediante imágenes de archivo, bien con mapas, fantásticos para entender la configuración del espacio y abrazar mi sueño frustrado de ser un pájaro para admirar la ciudad tal como se estructura.

Hace dos viernes, hice un curioso experimento en el barrio del Congrés. Llegué a la esquina de Prats i Roqué con els Quinze, descendí el antiguo camino de Sant Iscle y continué en el anónimo inicio de Felip II, una calle anómala porque rompe con toda la cuadrícula dels Indians y Salvador Riera, que en la planificación anterior a los años cincuenta debía alcanzar la urbanización del barrio de la Jota, hasta el punto que muchas de sus calles mantenían los nombres clásicos de los barrios antecesores, tales como Acàcies o Manigua, luego interrumpidas por la coherencia del proyecto capitaneado por Soteras Mauri, Gualba Pineda y Marqués Maristany.
La excusa perfecta para generar esta brecha es la conjunción de Felipe II con Bac de Roda, vía fiel a la cuadrícula prevista por Ildefons Cerdà, antesala del imperialismo del Eixample con la periferia. Aquí, esto se concretó sin ningún tipo de miramiento a partir de una serie de preocupaciones surgidas a finales de los años cuarenta, cuando toda Europa era un solar y la vivienda social se impuso en muchos países como una solución para renacer después del desastre bélico.

En la exposición Líneas duras, notable pese a la tristeza de exhibir todo en paneles como si la arquitectura mereciera una consideración tercermundista, se recogen bien todas estas cuestiones y la conciencia de un cambio con relación al pasado reciente, visible no muy lejos de las viviendas del Congrés Eucarístic.
La Urbanización Meridiana de Mariano Romaní constituyó el canto del cisne del modelo de ciudad jardín tan soñado hasta el final de la Guerra Civil y consumado en muchos barrios gracias a la ley de casas baratas y al impulso del cooperativismo.
Tanto esta, ocupante de un terreno comprendido entre Navas y Felip II, como las viviendas del Congrés Eucarístico son propuestas excepcionales, poco valoradas al ser producto de la política residencial del primer Franquismo.

Esta apreciación propia de una sociedad cretina y provinciana, quien oculta su Historia termina por vivir sólo en el presente, ha desmerecido y desmerece todas estas obras, esenciales en un tramo con mucho peso en los márgenes, regados por una serie de proyectos destinados a mejorar la vida de las personas y evitar el martirio de la densidad de población, un noble deseo frustrado por la gran oleada migratoria entre los cincuenta y los setenta, cuando Catalunya elevó su población de tres a cinco millones de habitantes.
Estábamos en el debut de Felip II. Camino hacia el cruce de esta avenida con Arnau d’Oms y, al fin, me adentro en el lado Besòs del barrio del Congrés, dividido en cuatro cuerpos, tres de ellos muy bien imbricados y un cuarto resuelto con mucha destreza.

Al primero, su vértice norte con forma de U, puedo acceder des de la calle de la riera d’Horta gracias a los pilotes, omnipresentes en muchas zonas de la barriada, fundamentales para propiciar la magia de caminar por sitios diferenciados al eliminar determinadas barreras.
Desde la U, alcanzo el segundo cuerpo, quizá el más famoso de todos ellos por la forma de cruz de su interior de isla, hoy en día reconvertida en un maravilloso vergel sin referencia alguna a cómo, entre 1958 y 1985, fue el campo de fútbol del Congrés para después, en 1999, rebautizarse como Jardins de Massana, denominación más bien invisible para sus usuarios, gozosos con tanto aire libre.
Este último rasgo hubiera hecho las delicias de Josep Soteras. El embrión definitivo para las Viviendas del Congreso se forjó en 1950, durante las jornadas mundiales de Urbanismo, celebradas en Barcelona. Su lema resume todo un espíritu: Sol, aire y vegetación.

Esta trilogía invade toda la extensión de nuestra protagonista, con la isla abierta como recuperación capital. Si hubieran dejado modelar el Eixample de Cerdà a su antojo, ahora tendríamos centenares de plazas, pero nunca es tarde para ser alumno de un genio, y los implicados en esta aventura recogieron muchas enseñanzas del ingeniero, adaptándolas a su contemporaneidad.
El astro rey no inunda todo el barrio, aunque nos da calor e ilumina durante la mayoría de metros de nuestro recorrido. El aire puede percibirse de muchos modos, sobre todo en la altura de los edificios, excepto en los bloques soberanos del tercer cuerpo del complejo, el más imponente al ser su centro cívico-social, con la iglesia dedicada a Pío X como alfa y omega repleto de árboles, flanqueado a los lados por los rascacielos del Congrés, bellísimos y casi omniscientes para aquellos de ojo avizor al ser reconocibles, como si fueran una Torre Eiffel que emerge, desde els Indians y hasta en passeig de Maragall, a su altura con el carrer de Xiprer.
El último cuerpo se independiza del magnífico rectángulo alargado del resto y es más complejo desde tres ejes. El primero es la presencia de la calle Garcilaso como dominante en el entorno. El segundo es cómo los patriarcas de los Indians ya lo habían configurado mucho antes, algo calamitoso para las aspiraciones unitarias porque su acumulación de tierras e inmuebles alcanzaba la calle de Cienfuegos, de Jordi de Sant Jordi hasta Concepción Arenal. El tercero derivaba de la condición sine qua non de conservar la masía de Can Ros, cuya supervivencia obligó a hilvanar un laberinto de calles adaptadas a esta exigencia, bien solventada, pese a la rareza de lo rocoso de ese todo con ribetes curvilíneos, y el cumplimento de la promesa vegetal mediante esas plazas hilvanadas con los bloques de pisos, casi todos con su preceptivo balcón.
Desde la antigua carretera de Horta a Barcelona me animo a rehacer lo transitado desde el lado Llobregat. Aquí lo fascinante es ver cómo Soteras y compañía siguieron a rajatabla su ideario hasta resolver a modo suo dos embrollos.
El más notorio fue el de adecuar el entramado del nuevo barrio con su más inmediato predecesor, el de Salvador Riera, horizontal en su principal tiralíneas, mientras Felipe II es una oda a la veloz verticalidad. La excepción en estos mal llamados segundos Indians sería Prats i Roqué, asesinada, como todas las demás, por Federico Mayo/Alexandre Galí, paralela al homenaje al monarca del imperio donde jamás se ponía al sol, brutal en su corte para separar dos mundos y destinada a nutrir el barrio de talleres, garajes y otras empresas similares.

El otro lío era cómo proseguir con la idea de Sol, aire y vegetación. Lo consiguieron sacándose de la manga varias plazas, muchas de ellas muertas en la puerta de los edificios, salvo el pas de Sant Tarsici, niño mártir bajo cuyo auspicio se organizan las manifestaciones eucarísticas, como la de 1952.
Esta introducción ha omitido detalles significantes, porque durante las próximas semanas analizaremos al dedillo esta innovación olvidada desde la mediocridad institucional. Sin embargo, no está de más realzar cómo sus artífices no crearon esta totalidad de la nada. Por aquel entonces, las políticas de vivienda de la INA Casa, con buenos ejemplos en Milán o Roma, la reconstrucción de Le Havre a manos de Auguste Perret y, si se quiere, hasta el año cero alemán marcaban la pauta, y en ella la presencia española sorprende por ignorancia, cuando debería ponderarse cómo muchos de sus impulsores pertenecieron antes de la Guerra Civil a movimientos como el GATEPAC.
El viernes, cuando terminé mi recorrido, pensé en cómo todo lo aprendido es fruto de andar, mirar y sacar conclusiones que quizá jamás sean definitivas porque el viaje es eterno y nada hay más bello que acumular conocimiento para transmitirlo.