
Para los que no se hayan ido de vacaciones, es decir, para una gran parte de la sociedad española o catalana —inclúyanse en la comunidad de destino que crean que les va a salvar de la infinidad de crisis que se nos vienen encima—, han estallado en Francia más protestas. A los coletazos de las manifestaciones por la neoliberalización del sistema de pensiones francés, ahora se le suman las revueltas provocadas por la muerte de Nahel M., asesinado por la policía en Nanterre, un suburbio (banlieue) al oeste de París. La muerte del adolescente de 17 años ha sido la chispa que ha prendido la mecha de una nueva ola de protestas en los suburbios de todo el país.
Los disturbios se han originado en las banlieues, barrios periféricos de los núcleos de las grandes ciudades francesas. Se impulsaron a partir de los años sesenta para concentrar a la población obrera, principalmente argelina, y poder controlarla mejor. Estos suburbios, históricamente olvidados, sufren por la falta crónica de inversión pública y la poca presencia de las instituciones; en su seno se ha ido condensando una atmósfera deprimente y opresiva, tal como el sociólogo francés Loïc Wacquant muestra en su libro Parias urbanos (Manantial, 2002). En las banlieues se crece con el sentimiento de que cualquier lugar es mejor y la única solución posible es escapar de allí.
Al contrario de lo que presentan los medios, los jóvenes de las barriadas periféricas francesas —en palabras de Wacquant, el cinturón rojo—, suelen adaptarse rápidamente a los valores franceses, a esa política asimilicionista basada en una ciudadanía homogénea y valores democráticos, acompañados por el desprecio institucional por otras formas de ser francés y otras culturas nacionales. El problema viene cuando estos chavales se relacionan con otras personas que no son del barrio y se dan cuenta de que estos principios de libertad, igualdad y fraternidad no les incluyen. Desde muy pronto son conscientes de una situación de extrema desigualdad que el Estado francés no quiere ni logra solucionar. Estas políticas de marginalización y asimilación crean ciudadanos de segunda a los que se les niega la posibilidad de habitar en la sociedad francesa como ciudadanos de pleno derecho. Se les relega a los márgenes, y, todavía peor, se les impide moverse del lugar establecido, lugar geográfico y de clase.
Estas políticas crean a ciudadanos descontentos, habitantes de lugares degradados y que reproducen al mismo tiempo su propia degradación a causa de la precarización de su existencia. La segregación espacial de las banlieues y la creación de parias urbanos se enmarca en una política de castigo a los pobres fruto de la neoliberalización de las sociedades occidentales desde los años ochenta. Las políticas en contra de la clase trabajadora han laminado su potencialidad política y laminado su capacidad de dotar a los ciudadanos con una identidad subalterna dentro de los Estados nacionales, fruto de la retirada del Estado de Bienestar en estos lugares. Estas políticas en favor de unos pocos han tenido como resultado la polarización de la sociedad, donde combinada con la segregación étnica ha desembocado en una ciudad dual, castigando a amplios sectores de la población condenándolos a puestos de mano de obra no cualificados, la marginalidad social y la precariedad económica.
Las protestas en las banlieues no son nada nuevo, y sin embargo parece que cada estallido social sea algo único y que no conecte con ninguna lucha histórica. Políticos de todos los colores han tachado sistemáticamente a este tipo de protestas como simples disturbios o altercados perpretados por gente violenta, sin querer entender (o quizá entendiendo demasiado bien) cómo se origina el malestar que sacude a la sociedad francesa de forma permanente. Y es que al final ese miedo “al otro” fabricado por la política asimilacionista francesa y que tan bien explotan los políticos de extrema derecha como Marine Le Pen o Éric Zemmour con la mal llamada “islamización” no es más que el producto del maltrato sistemático y segregación por parte del Estado.
El caso francés no es único, pero sí paradigmático de lo que está por venir. Tras décadas de recortes, de privaciones a los más necesitados, de primar los beneficios empresariales y las privatizaciones por encima del bienestar social, que además de hacer la vida más soportable también cohesiona a las sociedades, el reto de nuestros gobiernos es prácticamente inasumible. Las posturas de un lento y tímido reformismo (en el mejor de los casos) acaban por dejar el camino allanado para la extrema derecha cuya única solución es acabar con las maltrechas libertades y derechos sobre los que se construyen nuestras democracias. Debemos señalar claramente a los gobiernos que delante de esta emergencia social aplican paliativos y ponen tiritas a una sociedad que se lleva desangrando desde hace ya demasiado tiempo.