Escribir me ayuda a ordenar, es sanador. Cicatriza lo vivido y con el paso de los días endulza el recuerdo. Hace año y medio recibí el diagnóstico de un colangiocarcinoma estadio IV. Un tumor extraño, agresivo y de mal pronóstico que me ha llevado al límite de mis fuerzas y que ha descubierto nuevas miradas y capacidades. Ante todo me gustaría agradecer a todos los profesionales que me han acompañado, que lo han hecho desde la técnica y desde la vocación profunda de cuidado a los demás. Me siento privilegiada de la experiencia recibida, sin la cual ya no estaría. Gracias a quienes además de poner a su alcance los últimos avances, también saben crear un clima de confianza y hacer de la comunicación un bálsamo y una herramienta fundamental de la alianza terapéutica. Infinitamente agradecida a las personas que han buscado tiempo para apretar mi mano en momentos de dolor, las que han compartido alguna historia que me devuelve la esperanza, las que a pesar de los obstáculos se flexibilizan y ofrecen un espacio de cobijo. Es extraordinario lo que el ser humano puede dar al otro con una palabra, gesto o silencio.

Desgraciadamente, debo decir que no he tenido la misma experiencia con todos. Hay escozor dentro de mí, me cuesta explicar y me produce sentimientos ambivalentes. Por un lado, el agradecimiento infinito por disponer de más tiempo, gracias al esfuerzo de muchos profesionales. Por otro, sentimientos de maltrato que han surgido con la experiencia vivida. Pienso si tengo la piel muy fina, pero también me pregunto si no estoy sola en este sufrimiento porque se tiende a aceptar el maltrato como peaje en la curación de la enfermedad.

La perspectiva desde la que observamos determina lo que vemos. Mi cabeza hierve, me es inevitable alternar la visión de enferma y profesional. Y de ahí surge un diálogo en el que mis dos “YO” (profesional y personal) intentan aprender.

Tomar el diagnóstico de una enfermedad grave creo que es uno de los mayores retos que vive una persona, tenga la edad que tenga. La enfermedad genera la pérdida del proyecto vital, obliga a cambiar la forma de vivir y borra los planes pensados ​​de futuro. Muestra en primera persona la fragilidad de la vida y te deja en una posición en la que la autonomía no es tan fácil de ejercer cuando desde un primer momento se convierte en un paciente. El que tiene paciencia, el sujeto que va a recibir el tratamiento recomendado por el experto y muchas veces el que no tiene más opción que dejar hacer. Arundhati Roi decía: “… a todo el mundo le puede pasar cualquier cosa, el dios de la pérdida, el dios de las pequeñas cosas”.

La enfermedad nos muestra lo vulnerables que somos. A menudo se presenta con dolor, dependencia de otras personas para las tareas básicas y puede aparecer tan repentinamente que parece un tsunami que se te lleva no sabes a dónde. Con dependencia funcional y dentro de una situación de incertidumbre absoluta inicias un camino lleno de desafíos. Aprender a andar sin ver todo el camino, sólo fijándote en el próximo paso, es obligatorio.

Busco certezas, medicina infalible y una solución rápida que me devuelva mi vida de antes. No es posible, la única respuesta que encuentro es: “no se sabe”. Las enfermedades graves lo son porque carecen de una solución sencilla o simplemente no tienen solución. La visita médica, mayoritariamente, se convierte en un monólogo en el que el médico informa de los pasos a realizar.

Primero nos lo estudiamos, trazamos una hoja de ruta y después la aplicamos, siempre siguiendo el tiempo condicional. Si llegamos a hacer esto, podremos dar el siguiente paso. Recojo toda la información que puedo durante la consulta y en casa enfrento el dolor, la dependencia física, la incertidumbre, el sufrimiento de la familia y los miedos que se multiplican y se descontrolan cuando tomo conciencia de que ese momento puede conducir a una muerte cercana. Un contexto de choque, donde lo único que se exige es mantener el ánimo bien alto y la confianza en las habilidades profesionales. En ningún momento se pregunta cómo afecta la nueva situación, cómo me siento o me organizo la nueva forma de vivir. Se hace pues necesario, en mi opinión, dedicar un tiempo a acompañar a la persona y la familia para que puedan ordenar la información, aceptar la situación y reconstruir el camino alrededor de la enfermedad.

La atención sanitaria está diseñada para controlar y registrar aquellos ítems científicos aprendidos durante los estudios. Creo que la productividad del sistema se ha llevado lo tan bonito de la profesión, personas que cuidan a personas. Y hemos pasado a ser autómatas preparadas para recoger datos y aplicar protocolos. Se tratan enfermedades, no personas enfermas. Se etiqueta a pesar de introducirse en el algoritmo que producirá estadísticas, las cuales marcarán los nuevos protocolos.

La autonomía y la intimidad de la persona sólo se manifiestan en la firma de consentimientos informados (muchas veces firmados antes de entrar en quirófano sin ser completamente leídos) y en el cuidado de guardar los datos personales. La intimidad en el WC es un tema que pensaba que teníamos claro. Pero a veces se transforman en camarotes de los hermanos Marx.

De repente, se abre la puerta del WC. Estoy haciendo de vientre.

–¿Dónde estabas? Los médicos han pasado y no te han encontrado!!! Ahora tendrás que esperar a que vuelvan.

–???

Mi cara será un poema…no sé porvenir que no se pida permiso para entrar.

Los baños compartidos por dos habitaciones no facilitan la intimidad, pero pedir permiso para entrar y explicar la necesidad del personal de trabajar mientras te estás haciendo la higiene creo que cuesta poco. Las respuestas de “no te tomaré ningún pedazo”, “yo ya lo he visto todo” o “estoy haciendo mi trabajo y tú no vendrás a terminarlo”… sobran.

El proceso de información es algo más que consentimientos. Es diálogo. Y éste no debería ser sólo sobre aspectos clínicos. La enfermedad es multidimensional. Afecta al cuerpo, interpela a la mente y hace tambalear el alma. El tiempo de atención directa es únicamente para recoger datos y prescribir. Se supone que éstas son las únicas cosas necesarias en un objetivo curativo. Pero cuando se agotan las herramientas y ya no se pueden realizar más tratamientos curativos entonces corremos a iniciar el diálogo para preparar la muerte cercana. ¿Sólo hay que acompañar cuando no se puede curar? ¿Creemos que evitar el diálogo beneficia a la persona enferma? ¿O que en algunos casos es iatrogénico? Reivindico la no pasividad. Quiero creer que en este proceso existen dos sujetos activos. El mundo sanitario y la persona atendida creando una sinergia para conseguir el máximo beneficio: tiempo y calidad de vida. No es sencillo, cada persona afronta la enfermedad a su manera, con sus herramientas y puede estar tan impactada por la dureza del momento en que puede necesitarse tiempo para digerir la situación. Respetamos. O quizás no se sabe cómo hacerlo. Educamos. Pero seguro que dejar a la persona al margen no es la mejor opción. Las creencias, el estado emocional también inciden en la evolución y generan una base bioquímica que interacciona con el tratamiento.

Las salas de espera están a rebosar. Te recuerdan que no eres la única persona que está pasando por esa situación. Un pequeño consuelo con hoja de doble filo. Tanto tiempo de espera, tanta gente, el médico estará desbordado… La frialdad con la que se desarrolla la visita impide empatizar con un profesional sobrecargado que genera diálogos como éste:

–Doctor, ¿es habitual dos horas y media de retraso?

–Sí. No es lo deseable, pero es así.

–¿Puedo hacer algo para cambiarlo? Esperar tanto, es agotador.

–Antes recomendaba realizar una reclamación. Pero me llegan a mí los papeles y como no puedo cambiar las cosas tengo que llamarle para pedir disculpas. Prefiero que no lo hagas.

La visita es rápida, cuatro preguntas sobre síntomas, un vistazo a la analítica y si todo cuadra, una nueva prescripción farmacológica. En seis meses he conocido a cuatro oncólogos diferentes, algo que me dificulta el vínculo. Pero gracias a esto he podido conocer a un médico que además de ser prescriptor me habla mirando los ojos. Los demás se esconden entre la pantalla y la mascarilla.

–Los bordes son limpios, hay afectación neural y ganglionar… te daremos seis meses de quimio.

–He leído que la quimio no es demasiado eficaz… –Es el protocolo.

Fin de la conversación, ante el protocolo… ¡nada más que decir!

Me ha sorprendido no obtener herramientas para sostener mi sufrimiento de parte de los profesionales que más saben de mi enfermedad.

–Todo ha ido bien, lástima de la afectación ganglionar…

–Doctor, ¿qué implica la afectación ganglionar? ¿No se han quitado todos los ganglios afectados?

–¡Nada, vive y no pienses!

–??? ¿Cómo se hace esto de vivir sin pensar?

Los diálogos en la consulta son a veces tan fríos que hieren más las palabras o los silencios que la propia enfermedad. O quizás… hay preguntas que no son para hacerlas en las visitas. Pero, ¿dónde las hago?

–Has terminado la quimio, todo está bien, limpio. Ahora ya ha pasado lo peor.

–Pero, ¿ahora qué?

–Control cada tres meses durante dos años.

–¿Y qué hago? ¿Qué puedo esperar?

–Nada, vida normal.

–??? ¿Queda algo normal después de trece meses de tratamiento activo con pronóstico incierto?

Pienso que todos los que nos dedicamos al mundo sanitario lo hacemos por vocación. Con ganas de cuidar y ayudar. Y una de las herramientas más valiosas de que disponemos es la palabra. La forma en que nos dirigimos al otro es crucial. En un momento de vulnerabilidad extrema la palabra, el tono o los silencios pueden curar o herir. La presión asistencial es alta, el tiempo de dedicación al enfermo obliga a priorizar. El profesional se siente cansado. Si unimos la prisa, con la hipersensibilidad que da sentirse débil, dependiendo, tenemos los ingredientes para que la persona sienta que es inevitable convivir con un maltrato. Si ya es difícil sostener el sufrimiento de la enfermedad, se añade la rigidez del sistema. Un sistema que lejos de adaptarse obliga a lo más vulnerable a encajar en el protocolo establecido. Covid ha añadido más presión al sistema. Aísla y te desnuda del abrigo de la familia. Como enferma, afrontar sola visitas importantes ha sido difícil. Las preguntas vienen como una riada una vez sales de consulta. Después de intervenciones, no tener familia a su lado, ha sido durísimo. Y si se pueden realizar visitas, la recomendación es distancia, manos, mascarilla. No hay ningún contacto, ¡qué cruel! Y entiendo que Covid no es un juego, que ha estresado a los profesionales hasta el límite, pero no poder ser abrazada en momentos difíciles es un castigo demasiado grande.

–Solo entra el enfermo. Acompañante afuera.

–Pero hoy es una visita muy importante, se decidirá si pueden intervenir… y cómo… –Solo entran acompañantes si el enfermo tiene demencia. No es su caso.

–Tu marido no puede estar ahí. Hay política Covid.

–El médico nos ha dado permiso por visita una vez al día.

–Pues piensa que te está poniendo en peligro a ti ya tu compañera de habitación. No entiendo que quieras asumir ese riesgo en tu estado. Los médicos dicen, pero quien paga las consecuencias somos nosotros. Marcha enfadada…

El profesional es el último responsable de gestionar las carencias y la rigidez del sistema. No es fácil y comporta una gran energía personal. Pero si no somos capaces de ejercer nuestra solidaridad hacia el sufrimiento ajeno, mejor que nos dediquemos a otra cosa. Es nuestro deber de reivindicar espacios para acompañar al enfermo teniendo la certeza de que además de nuestro conocimiento científico también aplicamos toda la humanidad que somos. Así como mejorar la asertividad al educar y poner límites. La dependencia y el desconfort generan llamadas al timbre constantes, demandas de atención continuas, pero la forma de responder hace que forme parte de cuidar o maltrato.

–¿Este baño es compartido con la habitación de al lado?

–Aquí todo se comparte. Esto es la seguridad social. No es un hotel.

–Doctor, ¿cree que podría comer algo más que un caldo vegetal? Tengo deseo de tortilla de patatas. Tengo hambre…

–Señora, en el hospital uno viene a curarse, no a comer. Y dando media vuelta, todavía la lleva y desaparece.

–El drenaje ha migrado. Esta tarde bajarás a quirófano para sacarlo. Mañana te pondrán otro por fuera. Cuando te recuperes haremos la embolización. Tienes que tener paciencia, a veces las cosas no salen a la primera.

–Doctor, ¿y el tumor?

Se encoge de hombros, me da una palmadita en el pie y dice… ya veremos. Marcha en silencio.

Dentro de mí queda un agujero lleno de miedo que tendré que gestionar con las sábanas y la almohada.

Cuando el enfermo no se siente comprendido, dirige toda su frustración e impotencia hacia el profesional. Creo que lo vivimos con demasiada frecuencia. Reflexionamos, pues, cómo podemos hacer un sistema más amable, más empático y educador hacia el enfermo y la familia. Donde todo el mundo salga ganando, enfermo y profesional.

Es curioso cómo el lenguaje bélico nos acompaña en la enfermedad. Todo el mundo habla de lucha, de ganar la guerra a pesar de que se pierdan batallas… Personalmente, esta visión me ha dificultado la forma de gestionar la enfermedad. Vivir la enfermedad como una guerra, implica inconscientemente un estado de alerta, de estrés mantenido, de fuga, que lejos de construir estrategias, a menudo te paraliza. La enfermedad no es una guerra. Es una compañera de vida, incómoda. Es cambio y posibilidad. Conlleva tristeza, pérdida y sufrimiento. Te desorienta. Pero también ofrece unas nuevas gafas con las que mirar al mundo, grandes aprendizajes, capacidades desconocidas y amor incondicional.

Deseo que esto que escribo no se contemple como una crítica al personal sanitario sino como una reflexión que invita a cambiar ciertas actitudes indeseables que desprestigían un valioso sistema sanitario. A todo el mundo le puede pasar cualquier cosa, cualquiera. El dios de la pérdida, el dios de las pequeñas cosas. Siempre las pequeñas cosas marcan la diferencia y pueden dirigirnos, o no, hacia la excelencia.

Sonia Carreras Mayordomo

Caldes de Montbui, 16 de febrero de 2023

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