A estas alturas, todo el mundo sabe que lo que está en juego el 23J tiene un alcance completamente distinto del que suelen tener unas elecciones generales: un alcance que tiene que ver con el riesgo cierto de que, formando parte del bloque conservador, la ultraderecha llegue al gobierno del Estado, pero también con un contexto mundial marcado por el avance imparable de la crisis climática.

Dos bloques. Dos mundos

En el bloque progresista, tenemos un partido -el PSOE-, que solo en función de la alianza que tuvo que establecer con Podemos ha recuperado su alma socialdemócrata y ha llevado adelante políticas de claro contenido social. Junto a él, tenemos una nueva coalición -Sumar- surgida para aglutinar lo que queda tanto de Podemos como de otras formaciones de izquierdas a las que, en su momento, aquel vino a sustituir. Sabemos muy bien hasta qué punto las crisis forman parte de la izquierda.

Las propuestas de este bloque van en la línea de mantener y profundizar los avances sociales: mejorar las condiciones económicas y laborales de la población (pensiones, salario mínimo), reforzar el Estado del bienestar (enseñanza, sanidad, servicios sociales) y afianzar los derechos de las minorías. Y todo ello desde una perspectiva que, si bien no cuestiona los fundamentos de la economía de mercado, ha apostado por poner algunos límites a los excesos del capitalismo.

Dichas propuestas pueden ser tomadas en su dimensión meramente económica -más ingresos, mejores prestaciones- o captar que tienen un alcance mucho mayor. Las políticas sociales dignifican la vida de las personas, dan un valor, un lugar y un sentido a la existencia y al trabajo de cada cual. Saberse reconocido por el Otro social sostiene la aceptación y el respeto que cada cual necesita sentir, en relación con los suyos y consigo mismo. La política, en consecuencia, es, ante todo, una cuestión de dignidad. Y, por tanto, de respeto a las personas y a sus derechos.

En el bloque conservador tenemos al partido de la derecha que, todavía un tanto incómodo por sus orígenes -fue fundado por antiguos ministros de Franco- intenta poner al día su discurso y sus modales, para cubrir con un semblante de modernidad lo que no es más que una versión muy extrema del proyecto neoliberal -privatizar lo público, recortar servicios básicos, reducir impuestos- aplicado con grandes dosis de corrupción y con el espíritu de aquel exabrupto cínico -“¡Es el mercado, amigo…!”- convertido en el grito de guerra del famoso 1% de la población que -según la Fundación la Caixa- acapara el 20% de la renta nacional.

El retorno del fascismo

Vox -la escisión del Partido popular, del que provienen sus líderes y sus pulsiones- comparte con aquel las mismas políticas económicas y antisociales, pero las acompaña de una retórica y una simbología que va mucho más allá de la recreación folclórica de una España de toros y pandereta. Ese es sólo el acento y el atuendo que toma en nuestro país el retorno de una ferocidad que en la primera mitad del siglo pasado arrasó Europa y causó millones de muertos.

El Partido Popular defiende sus intereses de clase, ansía volver al Gobierno para poner de nuevo los recursos del poder al servicio de sus cuentas de resultados, y no dudará en recortar derechos, salarios, pensiones, sanidad, enseñanza… No dudará en empobrecer, despreciar y maltratar a la clase trabajadora. Es bien sabido que allá donde gobierna la derecha neoliberal, la desigualdad económica y social aumenta rápidamente, siempre en beneficio de las clases acomodadas y las élites financieras.

Pero la operación por la cual el Partido Popular no dudará en incluir a Vox en el Gobierno de la nación va más allá de todo lo que puede justificar en nombre de la lucha de clases en la que, por supuesto, cree y que tan decididamente practica. (Warren Buffet dixit: “La lucha de clases existe, por supuesto, ¡y la estamos ganando los ricos!”). La complicidad de Vox para la consecución de sus objetivos tendrá, si llega a darse, un precio muy alto, y para todos.

Vox es el retorno del fascismo. Su discurso y sus prácticas -hay que ver más allá de lo burdo y lo grotesco de su puesta en escena- tienen una finalidad muy clara: inyectar odio en aquello que más conviene preservar: el lazo social, el vínculo de pertenencia que une a todos y que ha de mantenerse en una delicada homeostasis.

Preservar el lazo social

El lazo social nunca está exento de tensiones, no puede estarlo: por él circulan afectos intensos y diversos, en consonancia con la diversidad de la trama de identificaciones que lo sostienen. Y conviene cuidarlo, repararlo cuando ha sufrido algún daño de gravedad, y alentar las fuerzas y las emociones que contribuyen a hacerlo habitable y cómodo, si no para todos, sí al menos para una mayoría.

Escucho con preocupación a quienes señalan la infiltración del ideario de Vox en un amplio sector de estudiantes de secundaria y bachillerato, pertenecientes en no pocos casos a la clase trabajadora. Urge que nos apliquemos a encontrar la manera de hablarle a esos jóvenes, fascinados por un discurso que dice dar voz a su rebeldía, pero que solo les ofrece el narcisismo hueco de quien se proclama superior a los demás y el goce miserable de odiar al diferente.

El lazo social, la inclusión en el Otro -elemento esencial de la subjetividad- se ve amenazado en momentos de crisis, y no cabe duda de que vivimos un tiempo histórico marcado por una serie de gravísimas crisis. Esa amenaza puede propiciar respuestas excluyentes, segregativas, y en ese contexto el fascismo apela siempre al mecanismo que Freud identificó y describió en la psicología de las masas, en las que siempre se hallan -latentes y dispuestas a manifestarse- fuertes tensiones agresivas entre sus miembros. Estos se reconocerán y se aceptarán mutuamente si uno de ellos es excluido y pasa a ser -de manera inconsciente- el depositario de aquella hostilidad primordial y, en consecuencia, a encarnar el mal que supuestamente amenazaría al conjunto.

Inyectar odio

Esa es la palanca que Vox acciona una y otra vez: señalar a un otro como diferente, y suponerlo portador de un goce ajeno, insoportable y dañino, al que hay que atacar y eliminar para preservar la unidad de… la patria, los hombres, heterosexuales, blancos, católicos… A ese lugar de exclusión van a parar, entre otros, el racializado, el homosexual, el emigrante y, por supuesto, la mujer, cuyo goce -enigmático, incontrolable- suscita en algunos un rechazo en todo idéntico al racismo.

El mayor delito que alguien puede cometer contra la polis, contra la sociedad de los que han de convivir y trabajar juntos, es inyectar odio, excluir, y eso es lo que hacen constantemente estos nostálgicos de la versión más obtusa del patriarcado. La que, como anticipó el psicoanalista francés Jacques Lacan, aspira a reinstaurar una versión del padre que, más allá de una ley simbólica dotada de un lado pacificante, sería un padre real, un padre terrible que instauraría “su” ley, la del Duce, o el Caudillo. En ellos debe soñar el regidor de “cultura” (sic) de Vox que nombra así a sus caballos.

El desprecio a la democracia del que Vox ha dado muestras -y el Partido Popular va a quedar contaminado por ese espíritu- le llevará, de formar parte del próximo Gobierno, a corromper y socavar sus fundamentos, sus garantías y sus mecanismos. Los admiradores de Trump, Bolsonaro, Orvan o Putin no dudarán en seguir sus mismas estrategias para apropiarse del poder y perpetuarse en él. Una sola legislatura con ellos en el poder sería un riesgo extremo para la democracia.

El cambio climático, fuera de control

Sucede, además, que la próxima legislatura, ese período de como máximo cuatro años, no va a ser como las demás, porque el mundo en el que vivimos no va a ser como el que hemos conocido. ¿Exageraciones? Por desgracia, las consecuencias anunciadas por los expertos desde hace décadas se están cumpliendo al pie de la letra, y lo están haciendo mucho antes y a una velocidad mayor de lo previsto.

Se habla ahora a menudo del informe Meadows, el que un grupo de expertos elaboró y publicó en 1972 con el título “Los límites del crecimiento”. Se señala la exactitud de sus previsiones a cincuenta años vista en cuanto a la cantidad de gases de efecto invernadero que se habrían vertido a la atmósfera, al calentamiento global que producirían y las consecuencias que tendría el consiguiente cambio climático. Todo cierto y anunciado con una precisión impactante. Pero no se mencionan las otras previsiones que los expertos del MIT situaron también en el horizonte actual: un colapso en la producción agrícola e industrial, que tendrá como consecuencia un decrecimiento brusco de la población humana.

¿Sucederá todo eso en los próximos cuatro años? No, sin duda, pero empezará a ponerse de manifiesto lo que ya ha empezado a suceder: la recesión global que se anuncia tiene que ver, entre otros factores, con la menor disponibilidad de recursos energéticos y con los límites de los grandes proyectos de electrificación de la economía en base a energías renovables. Este horizonte, unido a lo que sin ninguna duda sucederá en España en los próximos cuatro años -aumento de la sequía y la desertización, nuevas y mayores pérdidas de cosechas, más fenómenos climáticos extremos- hace del todo imprescindible que tengamos un Gobierno progresista, que no niegue el cambio climático -mientras Vox lo niega a gritos, el Partido Popular mira hacia otro lado– y que asuma que, siendo sistémico, va a afectar a todos, pero no a todos por igual, y que la responsabilidad del Estado y del Gobierno es la de velar en primer lugar por los más desfavorecidos: por quienes van a sufrir más sus efectos y por los que disponen de menos recursos para mitigarlos. Porque ante el cambio climático, la política es también una cuestión de dignidad y de derechos.

Lo necesario y el deseo

La coalición progresista que ha gobernado España en los últimos tres años ha hecho mucho para mejorar las condiciones de trabajo y de vida de una gran mayoría de la población. Pero, lamentablemente, en períodos de crisis -recesión, pandemia, cambio climático, una guerra en Europa- no se ganan elecciones haciendo gala de una buena gestión. Con ser muy importante todo lo que se ha hecho, es percibido al parecer como algo perteneciente al registro de la demanda y de la satisfacción de la necesidad, algo fundamental en la preservación y el mantenimiento de la vida, pero que -cito de nuevo a Lacan- deja fuera la dimensión del deseo, de lo ilusionante, de lo que hace que la vida merezca realmente ser vivida.

La derecha parece haber encontrado ahí un filón, la posibilidad de hilvanar un relato con ciertos significantes que, brillantes como las cuentas de un collar, parecen pertenecer al lenguaje del deseo: libertad, crecimiento, fiesta… La izquierda no quiere engañar con esas baratijas y sabe que no puede ofrecer una propuesta de emancipación renovada y creíble, un proyecto colectivo que suponga una verdadera subversión del presente y la promesa de un futuro mejor para las próximas generaciones. Pero le corresponde la tarea de seguir intentándolo, tanto como al psicoanálisis la de contribuir a esclarecer los impasses de la política y los callejones sin salida de la civilización. Y a todos nosotros, en tanto que ciudadanos, nos corresponde el deber de evitar que, con la complicidad del Partido Popular, el fascismo vuelva a gobernar en España.

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1 comentari

  1. Rosa Maria Lopez on

    Magnifico articulo. Una reflexión clarísima sobre el peligro que supone el ascenso de las derechas francotrumpistas. Efectivamente, el odio en su distintas versiones, nos llevará a la destrucción de un país que ya presenta signos graves de desertización y a la degradación del lazo social

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