Cuando Akira Kurosawa dirige Los Siete Samuráis en 1954, no sólo produce una obra maestra del cine, sino también una lectura crítica personal del fascismo, un análisis del fondo incoherente de toda posición social fascista y elitista, capaz de atravesar el tiempo y aparecer ante nosotros con toda la fuerza de lo actual.
Previamente, Kurosawa había alcanzado reconocimiento nacional e internacional con otros filmes, como Rashomon (1950), con el que obtuvo un León de Oro y un Oscar. Pero Los Siete Samurais (Shichinin no samurai), uno de los filmes más influyentes de la historia y también León de Oro, lo consagró como referente universal.
Para quien no la recuerde, la trama es la siguiente: los habitantes de una pequeña aldea de montaña, desesperada por el asedio de unos bandidos, decide contratar a un grupo de samuráis para que los protejan. Pobres como son, únicamente pueden ofrecerles como pago tres tazones diarios de arroz blanco. Consiguen encontrar siete ‘ronins’ (samuráis sin señor) que aceptan protegerlos y, desde este momento, la película discurre escenificando la lucha entre el pueblo y sus enemigos: preparación de la defensa, entrenamiento de milicias, reparto de víveres, y unas escenas de acción hiperrealista que alcanzan el cenit en una batalla que paraliza al espectador.
Al mismo tiempo, la película muestra un conflicto mucho más relevante para la supervivencia del pueblo que la amenaza exterior de los bandidos: la escisión samurái/campesino en el interior de la aldea. La llegada de los samuráis genera una crisis en el pueblo y sus habitantes, puesto que estos son valorados pero temidos por sus habilidades guerreras. A su vez, los samuráis deben defender a unos campesinos con quienes no comparten valores ni forma de vida. Se trata de una situación paradójica que Kurosawa convierte en el hilo conductor del filme. Sitúa esta relación íntima en el centro de su reflexión ética sobre el fundamento de lo social.
No es casual que Kurosawa elija un relato sobre samuráis para ponernos ante a esta crisis-escisión, presente en otras épocas y lugares (gobierno/ciudadano, mánager/subordinado, oficial/soldado, profesor/alumno, etc.). Es la crisis de todo sistema que especializa en jerarquías el trabajo y enfrenta dos necesidades: la cohesión y la diversificación. En Japón ha ido de la mano del culto al samurái.
El imperialismo y colonialismo del Imperio del Japón (1868-1945) se fundó en lo ideológico, en gran medida en una reevaluación de la figura del samurái. Este guerrero originario del Japón feudal ya había sufrido mutaciones y modificaciones con fines ideológicos previamente, pero durante esta etapa adquiere características específicas. La lógica del samurái es la del sacrificio por el deber, y el seppuku (el suicidio por una falta de honor o carencia) su máxima expresión, como relata otro magnifico filme, Seppuku (1962), de Masaki Kobayashi. El samurái -y por tanto, todo aquel que encarna su espíritu- debe estar dispuesto a sacrificarse y a dar su vida metafórica y literalmente por el deber ordenado y la regla. Esta figura ideológica contribuyó a fundar un Japón capitalista y militarista donde las demandas sociales quedaban desplazadas por la sumisión al establishment. La novela Kanikosen. El pesquero (1929), de Takiji Kobayashi, también adaptado al manga y al cine, lo muestra ejemplarmente.
Sin embargo, la figura del samurái no representa simplemente al soldado que obedece órdenes. Detrás hay una ética de la responsabilidad al trabajo, de la especialización y del valor. El samurái se distingue de los demás (del pueblo llano) por su valor y sus habilidades guerreras, que le convierten en un sujeto valorado, con valor. El samurái “sabe”, y sabe mantenerse en su saber, sin ceder al miedo, la pereza, la confusión o la traición, todas pasiones terrenales del campesino. Realiza una tarea específica (la lucha), que se le puede confiar hasta las últimas consecuencias. Se trata pues de una ética de la responsabilidad que fundó parte importante las relaciones sociales del Japón imperial.
La escisión-relación entre el samurái y el campesino estructura Los Siete Samuráis. Pero si en un primer momento la escisión se da entre el valor samurái y el no-valor campesino, con el transcurrir de la película aparecen valores propios de la pasión campesina, de esa mutabilidad e incerteza que implica vivir con la tierra y los elementos. La película es una dialéctica entre ambas posiciones, un juego de interiorización de la posición del otro: los campesinos adquieren habilidades del samurái -orden, coherencia, rigor, el valor de la lucha y la transformación “por sus propias manos”- y en los samuráis nace la pasión y la sensibilidad propias de las miserias y las alegrías del pueblo. El personaje clave en esta dialéctica es Kikuchiyo (el “falso samurái”), un ronin con pasado campesino que encarna la crisis que mencionamos y mucho más: el deseo del campesinado de escapar de su condición social precaria y “elevarse” a la figura del samurái, del especialista que es valorado por su trabajo y la adhesión a su propia ética. Kikuchiyo muestra que en cada campesino vive un samurái en potencia, pero también lo contrario: que en el corazón de los samuráis, oculto, radica el alma del pueblo; que es la pasión terrenal por mejorar la condición social la que alimenta el espíritu perfeccionista del samurái; que sólo en la medida en que un samurái oculta un campesino en su interior, encarna lo mejor de sí mismo (al modo en cómo el autómata de ajedrez marxista de Walter Benjamin ocultaba el enano jorobado de la teología).
Llegado a este punto, empezamos a vislumbrar en qué consiste la posición ética antifascista de Kurosawa. El fascismo ha sido definido por los propios como la ética del guerrero y la exaltación de la unidad del pueblo. Los fascismos ensalzaron la guerra (el “viva la muerte” de José Millan-Astray), el sacrificio y el orden para defender la pureza del pueblo, atacado por “bandidos” de diversas razas e ideologías. Sin embargo, el fascismo traiciona la posición que dice sostener.
Cuando al final del filme los bandidos son derrotados, los samuráis supervivientes abandonan el pueblo. Realizada la transformación social que libera y hace autosuficientes a los campesinos (la escena de la siembra), la figura del samurái ya no tiene sentido. No pueden quedarse, pues han contribuido a crear un pueblo donde todos son un poco samuráis y por tanto ninguno lo es. Si llevamos la lógica sacrificial del samurái al límite -una acción orientada a su muerte-, ésta conlleva la “muerte” de la clase social a la que pertenece. El fin del samurái como clase es su fin. He aquí el sentido de las frases que pronuncia Kanbei, el ronin líder: “Hemos vuelto a perder. Los campesinos son los que han ganado.” La esencia de la ética del guerrero consiste en asumir, no ya la muerte en combate, sino su desaparición como élite para dar paso al campesino que lleva dentro. Es aquí donde radica toda la carga trágica del filme: no en los fallecidos en combate, a quien se rinde tributo, sino en la desesperada mirada de Katsushiro (el samurái joven) cuando abandona la aldea a la que no puede pertenecer como samurái.
Esta reflexión llega en 1954 a un Japón que tiene abiertas las heridas materiales y espirituales del imperialismo y la guerra, en pleno proceso de reconstrucción bajo tutela de EE. UU. El mensaje de Kurosawa es claro: las élites gobernantes, los empresarios, todo aquel que ostente una posición de poder y responsabilidad debe hacerlo con la vista puesta en el único fin legítimo, la ganancia del campesino. Si Japón debe volver a existir como un todo cohesionado, si la colaboración entre clases debe suceder, es sólo por esta ganancia. Apelando a los valores más propios de Japón, Kurosawa nos deja a las puertas de una sociedad sin clases, a la que se llega por la coherencia interna de unos dirigentes que alcanzan su valor al realizar el acto supremo de sacrificio y abolición de su clase social y abriendo el porvenir a un mundo de sujetos todos ellos valiosos.
Kurosawa presenta así su propia crítica al fascismo y al imperialismo, señalando por omisión su traición inherente: ¿Cómo habría acabado una película que expresara el fascismo, o cualquier otra dictadura de las élites? Los samuráis supervivientes se habrían quedado en el pueblo para organizar y proteger su defensa contra los seguros ataques futuros (pues siempre hay conspiradores que nos amenazan), y con ello se habrían convertido en aquello que pretendían conjurar: en los enemigos de los campesinos. Para copar diferencialmente el poder, habrían legalizado un régimen extractivo fundado en el terror y la violencia. Así es el fascismo que dice defender la unidad del pueblo pero se conserva a sí mismo como una escisión con privilegios, mientras intenta perpetuarse “ad aeternum”, fracasando y destruyendo en el camino todo orden social y toda posibilidad de vida. Hemos podido verlo en Europa y, de manera muy cercana, en nuestro mal olvidado franquismo con una guerra y una represión salvajes (en España, como decía Machado, la sangre la pone el pueblo). A pesar de que la retórica del régimen franquista fue un pueblo, una España, nuestro fascismo castizo blindó con sangre la diferencia de clases hasta tal punto que la transición democrática apenas pudo tocar y transformar el tejido económico y equipararlo a la socialdemocracia europea.
La lógica real del fascismo es la de la corrupción, y por ello la derecha en España es tan corrupta, por franquista. Porque la corrupción anida en la diferencia entre lo que dices hacer y lo que haces. La democracia tiene ese límite que Maquiavelo detectó tan maravillosamente: la mentira. Las élites cuyo fin es perpetuarse como tal deben hacerlo a espaldas del orden social visible y democrático. Esa es la verdad “auténtica” de los fascismos. No el imperio de la ley y el orden, sino la mentira legitimada.
Recientemente hemos visto cómo los gobiernos donde el franquismo revitalizado ha llegado al poder se han subido sueldos (escandalizando a votantes propios y ajenos), han multiplicado consejeros, han eliminado mecanismos de control (el caso de Extremadura), han despreciado la cultura, han rechazado los análisis rigurosos sobre el cambio climático y han anulado derechos básicos, entre otros etcéteras terribles para cualquier estado de cosas excepto para el desastre. Es cuestión de tiempo que pretendan eternizarse en esa posición.