El fallo demoscópico generalizado en las pasadas elecciones y más en concreto el mal resultado de Vox, seguido de su crisis interna, han puesto de relieve la insuficiencia de la movilización reaccionaria. A pesar de la falta de impulso del independentismo catalán y de la «izquierda a la izquierda» del PSOE –fruto de las desafecciones respectivas en esos espacios– el temor a un gobierno derechista ha sido suficiente para que Sánchez haya conservado la centralidad en el tablero político. Basta con pensar en la soledad de Feijóo –rechazado en diferente grado y manera por todos los partidos al margen de Vox– para darse cuenta de la magnitud de su fracaso ante el bloque social, democrático y plurinacional que apoyó la moción de censura en 2018. No sin un desgaste evidente, la España que puso fin al Gobierno Rajoy sigue siendo hoy mayoritaria.
Sin embargo, el éxito de la decisión de Sánchez –a quien sin duda la fortuna ha sonreído por su audacia– podría inducir a un error de interpretación; a saber: confundir el agotamiento de la ola de movilizaciones y sus expresiones electorales con la recuperación del bipartidismo. Cierto es que el independentismo catalán y la izquierda a la izquierda han profundizado su tendencia descendente. No es menos cierto que Vox se ha sumado a esta tendencia desde su subalternidad reaccionaria. Pero la falta de alternativas convincentes en el ámbito electoral no debería ser confundida a la ligera con un éxito que, en rigor, es más bien un éxito por defecto o incomparecencia ajena.
Por expresarlo con un par de datos en perspectiva: PSOE y PP suman hoy un 64,75% del voto; mejora incuestionable respecto al 48,81% que sumaron en 2019, pero aún más lejos que cerca del 83,81% obtenido con anterioridad al 15M. Aunque la recuperación conjunta del PSOE y el PP está fuera de cuestión (de apenas reunir uno de cada dos votos a reunir algo menos de dos de cada tres), lo que ya no está tan claro es si esta se debe a una recuperación del bipartidismo del 78 o más bien al liderazgo reforzado de los dos grandes partidos en el marco más amplio del «bibloquismo» que se articula en la moción de censura para reforzarse en adelante con las posiciones derechistas del PP.
Para dilucidar la cuestión «bipartidismo o bibloquismo» es preciso sustraerse a las contingencias de la coyuntura y realizar un análisis tendencial del momento actual más atento a la dimensión constituyente de la política democrática. Bajo esta perspectiva la lectura del retorno al bipartidismo, por más que pudiese estar en camino, dista aún de poder darse por inevitable. Para su realización definitiva, las aspiraciones que un día impulsaron procesos destituyentes (15M y Procés) deberían extinguirse por completo. Y si esto en gran medida podría ser considerado así por lo que hace a la evolución de las formaciones políticas surgidas al amparo del 15M (de Podemos a Sumar pasando por todas las demás), en modo alguno es un asunto resuelto en el caso del procesismo (basta con pensar en el problema que plantea negociar con Junts una investidura).
Y es que cuestión catalana dista mucho de limitarse a la política de partidos (vale decir, a la política que se circunscribe al poder legislativo y, por extensión, al ejecutivo). El caso de la represión del independentismo, implica también al poder judicial (por no hablar aquí de las fuerzas policiales y otras instancias del poder soberano). Basta con ver lo que han sido los primeros pasos judiciales tras las elecciones para darse cuenta de que poco va a cambiar en ese terreno. En definitiva, es un problema de Estado ante el que Sánchez va falto de instrumentos institucionales más allá de conceder indultos o de tensionar la política territorial con incentivos para Catalunya (nótese que en el marco parlamentario, ante esta eventualidad, las fuerzas de ámbito territorial ya han puesto sus votos en valor).
En este orden de cosas, las derechas van a seguir afirmándose en su centralismo a la espera de desgastar al gobierno. No les falta ahí un punto de apoyo institucional dada la crisis del modelo autonómico y la ausencia de una alternativa federalista. Ni los desatinos de Sumar apelando a un marco confederal (inviable en un Estado unitario descentralizado), ni la reafirmación permanente del PSOE en un modelo autonómico que hace tiempo que ha mostrado sus limitaciones, aseguran que el escenario que se ha logrado evitar el 23J no se vuelva realidad en las próximas elecciones (no digamos ya si la legislatura se prueba efímera por ingobernable). Por descontado, a eso apostarán las derechas; tanto más cuanto son sus sectores más duros los que se están viendo afirmados en el repliegue de la derrota.
A la espera de una reactivación de la política de movimiento que favorezca el relanzamiento del contramovimiento (siempre necesitado de exteriores constitutivos, sean estos el feminismo, el ecologismo o incluso ETA), las derechas reaccionarias buscarán a todo precio el desgaste de Sánchez, enfatizando a cada instante las negociaciones con fuerzas territoriales como «la gran traición a la Unidad de España». Si el PSOE y Sumar quieren salir de este horizonte de riesgo permanente deberían alterar sus relaciones con las fuerzas territoriales y la dinámica con la que estas se relacionan e integran en el Estado autonómico.
Aún es más, el eventual gobierno de coalición por investir debería conferir prioridad en su acción de gobierno a buscar la cooperación de aquellas fuerzas territoriales que se abran a negociar una reforma estructural del Estado. A día de hoy, en atención a la debilidad en la correlación de fuerzas, va de suyo que no hay margen para el proceso constituyente que se ambicionaba hace unos años. Sí podría ser planteable, no obstante, una reforma territorial del Estado mucho más modesta que la federal, pero orientada a fortalecer una cultura política de cooperación interterritorial. Nos referimos a la desconcentración del Estado.
Desconcentración, conviene recordar, no es descentralización. Desde 1978 en adelante el Estado español se ha descentralizado de manera notable gracias al modelo autonómico, pero a duras penas se ha desconcentrado manteniendo el centro de poder madrileño (en manos del PP desde hace decenios) un peso suficiente para cuestionar de manera recurrente una cultura de cooperación interterritorial. En los últimos tiempos se han sugerido algunas ideas al respecto (por ejemplo, trasladar el Senado a Barcelona, favorecer la instauración de nuevas instituciones culturales fuera de Madrid o incluso desplazar algunas de ellas a otros territorios, etc.). Sin embargo, estos gestos apenas han tenido una traducción efectiva. Antes bien, cuando han sido presentados en contextos electorales han sido percibidos como expresión de oportunismo.
El resultado del 23J, no obstante, genera unas condiciones políticas favorables a la desconcentración. Por un lado, podría generar una estructura de incentivos territoriales que vendría a poner en cuestión la inconsistencia de las demandas identitarias sin un fundamento político consistente. Por el otro, socavaría las bases institucionales del jacobinismo favoreciendo la emergencia de una cultura de la cooperación interterritorial que bien se podría definir como «protofederal».
Sobre la base de una desconcentración a medio y largo plazo, la reforma de instituciones como el Senado, las diputaciones o la ley electoral, por poner solo tres ejemplos sintomáticos, podría avanzar sin por ello agudizar la crisis del régimen al punto de reactivar las derechas reaccionarias. Guste que no, estas arraigan profundamente en la genealogía política del régimen del 78 y ahí seguirán mientras no se acometa la reforma de sus bases institucionales. En tanto no se salga del marco de actual de producción de consensos deudor del Estado autonómico (y su agotamiento), el riesgo de que la crisis actual que el 23J ha infligido al derechismo se vuelva contingente seguirá presente.